Cuando el helicóptero voló sobre el río de siempre, Federico Montes se acomodó en su silla y miró por la ventana a ver si encontraba el techo de su casa. La casita de tierra caliente, que en los diciembres pintaban de blanco y azul, en la que vio por última vez a Ana, su mamá, antes de decirle mentiras.
Era casi imposible que le dijera que quería entrar a las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, Ejército del Pueblo (FARC-EP) siendo hijo de un policía. Así que dijo que había conseguido un trabajo en Nariño y que la llamaría después. Pero el teléfono no sonó en diecisiete años, y ahora Montes —de 37, ojos rasgados y dos lunares en la mejilla izquierda— tampoco podía ubicar entre las nubes el barrio Los Pinos, de Neiva. Después de años de sentir la infinita selva, todo le parecía pequeño. Y distinto, como él.
Tenía 19 años y otro nombre cuando decidió que quería entrar a las FARC. En ese entonces, la guerrilla sumaba más de tres décadas a cuestas de lucha armada contra un Estado que consideraban oligárquico y sus integrantes se veían a sí mismos como combatientes que resistían, mediante la combinación de todas las formas de lucha, a ese poder dominante. Llegaría el día de tomar el poder, para el pueblo, decían.
Tenía 19 años y se llamaba Diego Ferney Tovar cuando cerró la puerta de su casa sintiendo esa adrenalina inexplicable y fue hasta la estación de tren de Neiva para encontrarse con unos amigos que querían lo mismo que él. Nadie pronunció palabra en ese carro que los sacó de madrugada y los llevó hasta El Pato, una inmensa región de selva húmeda en Caquetá, donde solo hasta que vieron a los primeros guerrilleros les dio por cortar el silencio y hablar sobre qué fusil les irían a dar. Ese día de abril del 2000, Diego Ferney Tovar empezó a convertirse en Federico Montes.
Fue el alias que le puso Jessica, una indígena de la Teófilo Forero —la famosa columna móvil de las FARC que daba los grandes golpes, los que salían en los periódicos— a la que Montes admiró tanto por su fuerza y destreza en la guerra que terminó llamándose como a ella se le ocurrió. Ya no era Diego Ferney, o ¿sí? Era Federico Montes.
El país vivía la consolidación del proyecto paramilitar conla unificación de estos grupos bajo el paraguas de las Autodefensas Unidas de Colombia en 1997, al tiempo que se extendía no solo el Ejército de Liberación Nacional (ELN), sino también las FARC, que terminó de consolidar el fortalecimiento que traía con la zona de distensión —42.000 kilómetros cuadrados libres de disparos de la fuerza pública— que en 1998 creó el gobierno de Andrés Pastrana para negociar con ellos un acuerdo de paz que no iba para ningún lado.
Montes y sus amigos lo sabían. En las reuniones de las juventudes comunistas a las que pertenecía, decían que mientras estaba sentado en la mesa, Pastrana tenía como as bajo la manga el Plan Colombia, un muy ambicioso proyecto de ayuda militar gringa que fortalecía con recursos técnicos y de formación a las Fuerzas Militares y a la Policía. Del lado de las FARC, la zona de distensión se convirtió en un trampolín para que en 2002 alcanzaran su mejor momento militar, con más de 20.000 hombres y mujeres en armas, más de cien estructuras y actividad en más de la mitad de los municipios del país, según los registros de inteligencia militar de la época. De manera que la guerra solo iba a escalar, y Montes y sus amigos estaban decididos a pelearla.
Esa mañana bajaron del carro en la plaza de San Vicente del Caguán. Un enjambre de guerrilleros, todos de fusil al hombro, atravesaba el parque; otros tomaban tinto en la tienda de una esquina que quedaba diagonal a las oficinas de la Alcaldía, que en realidad no lo era. Ahora fungía como la “oficina de quejas y reclamos” de las FARC. Era un puesto en el que atendían a campesinos que llegaban a contar que el vecino les había robado una gallina o había ampliado su finca sin permiso.
“Mire, venimos a buscar a Fabián Ramírez [entonces jefe del Bloque Sur]. Es que nosotros venimos a ingresar”, recuerda Montes que le dijo a un guerrillero que, con el fusil sobre la mesa, anotó sus nombres, les dio café y les dijo que esperaran, que más tarde los llevarían a un campamento y que siestaban seguros de lo que iban a hacer. “Esto es por tiempo indefinido y hasta el triunfo de la revolución”, les explicaron, citando el estatuto del guerrillero.
Pero el tiempo terminó y no triunfó ninguna revolución. O si no, Montes no estaría ahora trepado en un helicóptero con Iván Márquez, el jefe negociador de la guerrilla en los diálogos de La Habana, y con altos mandos militares —con sus enemigos de guerra— volando de vuelta a Neiva para cuadrar los detalles de su última misión: definir la logística para que los 303 guerrilleros, en su mayoría de los frentes 3, 14 y 15 del Bloque Sur, llegaran a un campamento a dejar todas sus armas.
Volaron exactamente sobre las mismas montañas tapizadas de neblina que él había atravesado por tierra diecisiete años atrás. A medida que se alejaban de la selva caqueteña y el helicóptero calcaba en el cielo el mismo camino que él había recorrido, pensó en sus compañeros: de los once jóvenes que madrugaron para entrar a la guerrilla con él ese día en el que le mintió a su mamá, ya solo quedaban él y Ramiro Durán, su amigo de colegio de toda la vida. A los demás los mató la guerra. Solo ellos dos pudieron volver a cerrar el círculo, pensó antes de que el helicóptero tocara tierra.
—¿Si sabía, camarada, que yo soy de aquí?— le dijo Montes a Márquez, recién aterrizados, mientras esperaban en la sala del aeropuerto el avión que los llevaría a Bogotá.
—Pues ahora sí va a poder volver a su tierra— le contestó Márquez.
En la reunión acordaron que Montes coordinaría la caravana en la que los guerrilleros salieron en los primeros días de 2017 de la vereda Alto Arenoso, en Caquetá, a unas hectáreas a una hora larga de trocha del casco urbano del municipio de La Montañita.
Ya no se irían a Cartagena del Chairá, otro municipio caqueteño donde Gobierno y FARC habían acordado un campamento.
Por inteligencia militar, el Gobierno sabía que Gentil Duarte, el líder disidente que acababa de ser expulsado del Estado Mayor de las FARC porque quería seguir en armas, estaba mandando mensajes a guerrilleros de los frentes 14 y 15 para que se fueran con él. Lo sabían porque un guerrillero del Frente 15 que se había entregado por esos días y que no quería hacer parte del proceso, contó que Duarte iba para allá.
La versión de los exguerrilleros es que no se fueron para allá porque, aunque ya estaban listos los planos de la zona, en ese momento se unieron 120 exguerrilleros más del Frente 14, y con ellos ya eran más de 300. “Aquí el sitio no nos da, por el agua, por la tierra, por todo eso no nos da”, escribieron más de doce exguerrilleros y líderes de organizaciones sociales en el libro Construyendo comunidad, que narra la memorias de ese campamento.
Con ese cambio de coordenadas, Montes lideró la caravana que salió una madrugada a mediados de febrero de 2017, escoltada por soldados del Ejército; por policías de la Unidad Policial para la Edificación de la Paz (Unipep), un cuerpo creado para apoyar el desarme y protección de la guerrilla; por funcionarios de la Misión de Verificación de las Naciones Unidas y por enlaces de la Oficina del Alto Comisionado para la Paz (OACP), muchos de ellos, citadinos que dejaron su vida de lado para hacer lo que tocara con tal de que llegara el día en el que fuera un hecho la tan aplazada paz con esa guerrilla.
Montes recorrió con sus compañeros los caseríos que tanto caminaron en armas. La caravana pasó por las veredas Tailandia, Miramar y San Isidro, las mismas que innumerables veces atravesaron en operaciones militares. Los campesinos que por años siguieron sus “orientaciones” como una constitución impuesta con la fuerza de las armas, salían a lado y lado de la carretera a verlos, mientras las camionetas y los buses repletos de guerrilleros les pitaban de vuelta. Cuando la caravana pasó por la Unión Peneya, una inspección de La Montañita, los buses pararon y se subieron mujeres a preguntar por sus hijos. Escenas parecidas se repitieron en otros veintiséis puntos en todo el país. Los guerrilleros del Bloque Caribe llegaron a Pondores, en el sur de La Guajira, y los soldados del Ejército los recibieron con apretón de manos incluido. Sergio Jaramillo, entonces alto comisionado para la Paz y cerebro de toda la negociación con las FARC, contó después que el coronel español de las Naciones Unidas que estaba presente ese día le dijo: “He estado en muchas misiones, en los Balcanes, en Timor, en Afganistán… En ninguna parte había visto nada parecido”.
“En uno de los últimos movimientos, 463 miembros de los frentes 40, 26 y 53 se desplazaron en 65 vehículos de la vereda El Tigre, en el sur del Meta, hasta la vereda La Guajira en Mesetas. El viaje duró tres días y no todos llegaron a la zona: seis mujeres embarazadas se quedaron a tener sus hijos en La Uribe. En total, alrededor de 95 mujeres llegaron embarazadas a las zonas y 65 más con bebés en sus brazos. A medida que se movía el convoy, los campesinos salían a los caminos a recibirlos con banderas blancas”, escribió Jaramillo.
En la plaza de Dabeiba, en Antioquia, unas profesoras de escuela que vieron parar unas chivas con los miembros del Frente 5 de las FARC tomaban fotos y preguntaban si algunos de esos hombres y mujeres habían sido sus estudiantes diez años atrás.
Era la prueba ácida para demostrar que años de negociaciones habían valido la pena: la guerrilla debía llegar intacta a unos campamentos donde en 180 días tenían que dejar todas las armas. Ese era el acuerdo. Un acuerdo milimétricamente escrito entre ambas partes para que no se les escapara ni el más mínimo detalle, en el que cada coma fue peleada y que, igual, no pudo escapar de la realidad.
No estaba escrito —aunque sí pasaba por las mentes de varios— que el gobierno del presidente Juan Manuel Santos perdería el plebiscito el 2 de octubre de 2016. Santos estaba convencido de que ganaría, adormecido por las encuestas. Desde la fase secreta de los diálogos, ambas partes aceptaron buscar un mecanismo de refrendación para el Acuerdo de La Habana.
Las FARC alcanzaron a hablar de una Constituyente,5 algo que el Gobierno rechazó de tajo porque veían que esa era la puerta para que la guerrilla terminara metiendo todas las propuestas que quedaron en el famoso “congelador” o “freezer”, que era como lo llamaba la guerrilla.
En el freezer había dos tipos de temas: los pendientes y las salvedades. Los pendientes eran los asuntos aceptados por ambas partes, pero que necesitaban ajustes para que se pudieran definir del todo; por ejemplo, cuántas hectáreas iba a tener el Fondo de Tierras para campesinos sin tierra. Era claro que habría un fondo, pero el número —tres millones de hectáreas— solo fue pactado al final de la negociación (la guerrilla pedía inicialmente 20 millones de hectáreas).
En las salvedades, en cambio, había huesos duros de roer porque eran temas propuestos por las FARC que el Gobierno no quería aceptar cuando saltaban en las conversaciones, por lo que, para no extender la discusión, iban a la nevera con la idea de revisarlos más adelante. Al final, casi todas las salvedades quedaron bien congeladas.
Incluían puntos como prohibir la compra de tierras en grandes extensiones a las multinacionales, salvo contadas ex- cepciones; renegociar los tratados de libre comercio; crear un Consejo Nacional de la Tierra y el Territorio, en el que, aparte de funcionarios del Estado, se sentaran representantes de organizaciones sociales, campesinas, indígenas y afro a definir el uso de la tierra; crear una Cámara Territorial que sustituyera a la Cámara de Representantes o elegir popularmente al procurador, el contralor, el fiscal y el defensor del pueblo.
La expectativa de las FARC, como lo discutieron en enero de 2016 en unas reuniones internas en el Yarí —un extenso tapete de llanos entre el Meta y Caquetá donde nadie entraba sin permiso de las FARC—, era descongelar las salvedades en un eventual acuerdo entre el Estado y el ELN.
“Una de las preguntas que seguramente ustedes tienen es ¿qué va a pasar con las salvedades?”, les dijo Carlos Antonio Lozada, miembro del Secretariado y del Bloque Oriental, a cientos de guerrilleros con sus fusiles clavados en el piso, mirándolo como si de él dependiera todo su futuro. “Hemos avanzado hasta el punto de decirle al Gobierno, nosotros estamos dispuestos a dejar que esas salvedades que quedaron con nosotros sean discutidas en la mesa con el ELN, cedemos perfectamente esos puntos y resuélvalos en esa mesa.Sabemos que una paz sin ellos dejaría de todas maneras que la paz solamente se firme con las FARC y eso dejaría todavía un conflicto latente”, añadió.
Más allá del ELN, para evitar que la guerrilla sacara del congelador sus salvedades con la inmensa puerta que les abría una constituyente, Humberto de la Calle, un político con kilómetros de experiencia en el Estado y jefe negociador del Gobierno en la mesa con la guerrilla, alcanzó a redactar una fórmula de referendo. Pero el riesgo de ese camino era que, si lo hacían como exigía la jurisprudencia de la Corte Constitucional, tenían que hacer no una, sino varias preguntas. Hacerlo significaba despedazar el Acuerdo porque unas partes terminarían aprobadas, como hacer una reforma rural; y otras seguramente no, como que los guerrilleros no fueran a la cárcel o que les terminaran dando curules en el Congreso.
Al final, se decantaron por el plebiscito, un mecanismo de refrendación con una sola pregunta: “¿Apoya usted el acuerdo final para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera?”. Sí o No.
Una mañana a mediados de 2016, saliendo de una charla con estudiantes de la Universidad Nacional, Santos se montó en una camioneta con De la Calle y le preguntó:
—Humberto, ¿usted cómo está viendo el plebiscito?
—Presidente, el problema de los plebiscitos es que son plebiscitos— le respondió. Los plebiscitos recogen todo el descontento nacional de temas completamente distintos. Es un resumidero de las violencias, quejas e indignaciones de todo el país, así no tengan nada que ver con el Acuerdo, luego el riesgo es que el No gane terreno incluso por la impopularidad suya.
Santos se quedó pensando en silencio todo el camino.
A pesar de esas advertencias, el Gobierno estaba convencido de que necesitaba el voto popular para que el Acuerdo tuviera mayor legitimidad y estabilidad jurídica. Pero era una movida que a las FARC nunca les convenció del todo. Ellos hasta hoy creen que perdieron en parte porque el Gobierno no los dejó hacer campaña, algo que hasta Márquez les reclamó a De la Calle y a Jaramillo cuando les tocó volver a Cuba a renegociar las observaciones del No. De la Calle, en cambio, piensa que si hubieran permitido a las FARC hacer campaña, el No habría arrasado.