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Los sospechosos de siempre

Dos ataques terroristas en Bogotá, uno en 2015 y otro en 2017, dejaron un mismo saldo judicial: la captura de estudiantes universitarios a los que aún hoy no se les ha comprobado ser responsables de los crímenes de los que se acusa.

El 2 de julio de 2015 y el 17 de junio de 2017 iniciaron dos historias que han tenido desarrollos y protagonistas parecidos. En esas fechas Bogotá se vio sacudida por acciones terroristas que alteraron y causaron daños en diferente medida. Estas habían estado precedidas por otra serie de pequeñas explosiones en diferentes puntos de la ciudad frente a la que las autoridades no habían podido dar una respuesta efectiva. Para el miércoles 8 de julio de 2015 y el sábado 24 de junio de 2017, se dieron las capturas de los responsables: dos grupos de jóvenes universitarios que eran los terroristas que habían atentado contra la la capital.

En el primer caso se trató de 13 jóvenes —3 mujeres y 10 hombres— que eran acusados de una serie de atentados ocurridos durante 2014 y lo que iba corrido de 2015 en contra de entidades financieras, fondos de pensiones e instalaciones de la policía ubicadas en la ciudad. Eran en su mayoría estudiantes de universidades públicas de la ciudad, cursaban carreras de las ciencias humanas, habían participado en organizaciones sociales y estudiantiles, en la defensa de derechos humanos y en movimientos feministas.

Se hurgó insistentemente entre sus redes sociales y de afecto en busca de cualquier pista o dato que evidenciara su militancia de izquierda y, por lo tanto, su irrebatible culpabilidad.

Para 2017 la historia no cambió mucho. En esa oportunidad los capturados solo se diferenciaban con los primeros en la cantidad y en los atentados de los que se les acusaba. Se trataba de cuatro mujeres y cuatro hombres acusados del brutal atentado en el baño del segundo piso del centro comercial Andino que mató a tres mujeres y dejó otras ocho personas heridas en la víspera del día del padre, además de una serie de explosiones que venían sucediendo a lo largo de los últimos meses reivindicadas por el Movimiento Revolucionario del Pueblo (MPR).

La reacción de los medios ante las capturas fue casi unánime. Noticieros de radio y televisión, periódicos y medios virtuales abrieron sus ediciones con los espectaculares operativos que habían dado con la pronta e intrépida captura de los terroristas responsables. Se repitieron incansablemente las imágenes que los mostraban siendo sometidos por las autoridades, los helicópteros sobrevolando sus casas y asegurando la zona mientras eran capturados, el momento en que les ponían las esposas. Se hurgó insistentemente entre sus redes sociales y de afecto en busca de cualquier pista o dato que evidenciara su militancia de izquierda y, por lo tanto, su irrebatible culpabilidad. Se resaltaba su maldad y lo monstruoso e irracional de sus actos por lo que era una fortuna que las autoridades hubieran dado con su paradero.

Se afirmaba, en uno y otro caso, que las pruebas eran contundentes: estudiantes de ingeniería con circuitos, cables y tablas; sociólogas haciendo trabajo con comunidades; estudiantes universitarios reuniéndose, hablando por redes sociales y tomándose fotos; gente defendiendo derechos humanos; posesión de libros e imágenes alusivas a la izquierda latinoamericana. Audios, fotos y videos que hundían a los presuntos responsables. Eran comunistas y por tanto terroristas.

Durante algo más de una semana fueron exhibidos diariamente en los medios. Aparecían a cuenta gotas nuevas y decisivas evidencias, cada una más comprometedora que la anterior, sobre su culpabilidad. Sus imágenes esposados, transportados en tanquetas y custodiados por exagerados esquemas de seguridad, acompañadas de sus rostros cubiertos (con lo que los incriminados pretendían ingenuamente salvaguardar su privacidad), terminaron por hacer indudables entre la opinión pública las tesis de la Fiscalía. Eran culpables.

Sin embargo, pronto las pruebas inicialmente incontrovertibles parecieron naufragar ante la realidad de los hechos. Por ejemplo, los 13 no fueron imputados por los atentados ocurridos en los meses anteriores en la capital, a 10 de ellos se les responsabilizó de la organización de una protesta en la Universidad Nacional, mientras que a los 3 restantes se les acusó de rebelión por tener supuestos vínculos con el ELN. Jamás en las audiencias de imputación de cargos se hizo alusión alguna a los atentados terroristas por los que les acusó en los medios.

Sin embargo, en uno y otro caso fueron desoídos los llamados sobre presuntas irregularidades y fueron enviados a prisión por representar un peligro para la sociedad.

Luego de esta inicial exhibición mediática, de ese primer momento de “fama”, los supuestos antagonistas de este relato pasaron casi al olvido. Se guardó silencio sobre sus destinos. Se convirtieron en poco más que un recuerdo para la sociedad. En los meses siguientes solo aparecieron esporádicamente, cuando algún detalle de sus procesos era digno de mención al encontrarse con las talanqueras que caracterizan a la tortuosa burocracia del sistema judicial colombiano. En todo caso ya no eran fuente para primeras planas o para abrir noticieros, si acaso servían para una irrelevante y breve nota que se invisibilizaba en medio de los escándalos del momento.

Los 13 desaparecieron dejando atrás sus amigas, novios, trabajos, estudios y familias. Su vida. Desde entonces poco y nada se ha conocido de la mayoría del grupo.

Sus nombres y rostros solo volvieron a estar en el centro del escenario unos meses después cuando decisiones judiciales de segunda instancia que buscaban garantizar sus derechos fundamentales ordenaron su salida de la cárcel. Los 13 fueron puestos en libertad durante la noche del sábado 12 de septiembre de 2015, esto gracias a que un juez evidenció que sus capturas fueron ilegales, sobrepasaron las 36 horas permitidas para adelantar dicha diligencia, y a que argumentó que la decisión de enviarlos a la cárcel no contó con la motivación suficiente y no se hizo la particularización de las razones que llevaron a tomar dicha decisión para cada unos de ellos.

Luego de esto, los 13 desaparecieron dejando atrás sus amigas, novios, trabajos, estudios y familias. Su vida. Desde entonces poco y nada se ha conocido de la mayoría del grupo. Solo se sabe que sus procesos no avanzan, que aún no se ha llegado a la etapa de juicio y que hasta ahora su presunta responsabilidad no ha sido demostrada.

Con una suerte diferente corrieron los ocho capturados siete días después del atentado en el baño del Andino. El 24 de agosto de 2018 un juez ordenó su libertad argumentando que se habían cumplido los 120 días que una persona puede estar detenido sin que se inicie la etapa de juicio. Garantías fundamentales. Ante tal decisión el Fiscal General, Néstor Humberto Martínez, ordenó reasignar el caso a un nuevo fiscal y se comenzó una investigación en contra del juez que dictaminó dicha medida por presuntas irregularidades en el caso.

A esto le siguió la rápida y oportuna orden de otro juez, esta vez de la ciudad de Medellín, que se les atravesó de frente en su camino a la libertad al vincularlos a otro proceso judicial, esta vez en una causa de rebelión que sorpresiva y convenientemente apareció en su contra. Así, mientras la burocracia judicial hacía todo lo posible para retrasar su salida, se aprovechó para notificarlos del nuevo proceso antes de que pudieran siquiera disfrutar de la decisión tomada. Tres fueron recapturados justo cuando iban a recobrarla a las puertas de la cárcel La Modelo de Bogotá. Los 5 restantes fueron notificados de sus nuevos cargos cuando todavía permanecían tras las rejas. A esto se sumó la decisión del nuevo juez del caso, el pasado 10 de septiembre, de revocar su ya frustrada libertad ante la apelación del nuevo fiscal a cargo. Todo el sistema actuando en su contra.

Las diferencias entre los desenlaces parciales de estas historias tienen varias explicaciones. De un lado los 13, gracias al momento político que atravesaba el país en 2015, a la relativa menor gravedad de sus presuntos delitos, a lo aparentemente risorio de las pruebas en su contra, y a la configuración de las relaciones de poder político en aquel momento, recuperaron su libertad.

Se adelantaban diálogos con las fuerzas insurgentes y se respiraba un pequeño aire de apertura democrática en el país, por lo que se veía muy mal que estos jóvenes, que estaban vinculados fundamentalmente a delitos de carácter político, fueran mantenidos en prisión. Había que mostrar que las garantías democráticas funcionaban.

Por su parte, los 8 capturados en 2017, sufrieron las consecuencias de la excesiva politización de su proceso. En un contexto en que el nuevo régimen instalado el 7 de agosto de 2018 en la Casa de Nariño, respaldado por una Fiscalía y una rama judicial que parecen carecer de imparcialidad, no podía enviar mensajes de debilidad frente a presuntos terroristas, no importa que las garantías procesales fundamentales deban ser obviadas en algunos casos (tal y como pasaba entre 2002 y 2010), o que ante las nuevas acusaciones se levanten alertas ante las posibles irregularidades, lo fundamental es instalar la mano dura y que se sepa que los nuevos vientos que soplan la vela del establecimiento colombiano no están para permitir que muchachitos que están involucrados en hechos que atenten contra el orden establecido puedan estar libres.

El final de estas historias sigue siendo una incógnita. Están por desarrollarse los respectivos juicios en los que la Fiscalía deberá demostrar, y un juez decidir, si los jóvenes inicialmente mostrados como peligrosos terroristas tienen responsabilidades reales sobre los cargos de los que se les acusa, o, si por el contrario, estos casos se tratan de nuevos falsos positivos judiciales, en los que sus protagonistas, en general gente de izquierda, permanecen durante años vinculados a procesos de los que solo son exonerados años después luego de que han salido del foco de la opinión pública y sus vidas se han ido en buena medida al traste.

 

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