“Ésta es la música de la vieja guardia”, anuncia el cantante por el micrófono mientras se agacha para cambiar la pista en el equipo de sonido que instala cada noche de viernes sobre un andén de la carrera séptima, en el centro de Bogotá.
Con la primera nota se da la vuelta para enfrentar al público que ha formado un círculo a su alrededor, en una especie de escenario improvisado y callejero. Los bafles retumban con los acordes del bandoneón: “mi música es para los que aprecian el buen arte y aquí estamos para rendirle un homenaje a los maestros del pasado. A quien no le interese esto se puede ir. La siguiente canción es ‘Garufa’”, dice el hombre sin quitarse sus gafas oscuras y su sombrero de ala corta.
Esta canción inspiró su nombre artístico y es obligatoria en su repertorio semanal. Cuando explica porqué, ríe asomando los dientes inferiores: “es que yo siempre he sido muy bohemio”, me dice.
El Garufa del tango se encaja las polainas y el cuello duro el sabado a la noche y se va para el centro de rompedor. Durante la semana mete laburo, es decir se parte el lomo, pero su madre dice que es un bandido porque supo que lo vieron en lugares de mala reputacion. En el tango Garufa lleva una doble vida. En la realidad también.
Conocí a Garufa hace varios meses, antes que la televisión volviera rutina los programas de concurso para cazar talentos de todo tipo: actores, bailarines, modelos, y, claro, cantantes. Me sorprendo víendolo ahora sobre la tarima, en horario «prime», repitiendo el espectáculo callejero ante millones de televidentes. Los jurados anuncian que está entre los finalistas.
Un martes en la tarde, mientras caminábamos frente al Terraza Pasteur (él llevaba las manos dentro del gabán, una gorra de beisbol azul y bufanda de diseño escosés), Garufa se detuvo de repente y siguió con la mirada a dos muchachos que entraban al centro comercial. Tenían cachuchas puestas al revés, manoteaban mientras hablaban y los jeans les colgaban de las caderas. Uno de ellos subió los escalones de un brinco.
“Ratas”, masculló Garufa e inhalo por la nariz largo y fuerte. Cuando empezó a caminar de nuevo dijo, “Los otros agentes me llamaban el sabueso porque yo siempre sé dónde está la coca”. Su trabajo en el DAS, la policía secreta colombiana, era incautarla.
Eso fue antes de Garufa.
También cantaba tangos, pero ya entrada la noche y con tragos encima. “Tenía bastantes problemas por cantar uniformado en las distintas partes. Yo era sargento. Un día me llamó el coronel y me dijo, usted es militar o artista, pero no puede ser las dos”.
Entonces optó por ser detective y artista.
Comenzó en el DAS patrullando las calles de una ciudad de la costa Atlántica. Una noche capturó a un cosquillero, como le dicen a los landronzuelos de manos rápidas, que acababa de robar una cartera, la propietaria no quiso colocar el denuncio, pero el joven agente igual se llevó al ladrón en el carro.
“Me pidió que no lo enjuiciara, que mejor me informaba, y entonces le dije, tiene quince días para que me dé un trabajo bueno, porque así como usted está recién llegado a esta ciudad a robar, yo estoy aquí para capturarlo a usted,» cuenta Garufa.
“Y un día llamó, véngase que unos paqueteros están haciendo una vuelta en tal y tal cafetería. Fuimos con mi compañero y los vimos cuando estaban sentados en la mesa haciendo la venta de droga. Los capturamos a todos”. Sonríe y muestra unos dientes pequeños.
“Al otro día el jefe dijo, una felicitación muy especial al James Bond que nos llegó de Bogotá por su trabajo. Porque capturar paqueteros es comenzar con lo más difícil”.
Con el paso de los años, Garufa reemplazó al DAS por “Kojak”, una agencia de detectives privados. “Pero yo no hago investigaciones sobre infidelidades románticas”, aclara de inmediato, “sino labores de penetración. Trabajamos en equipo». El último trabajo fue en un banco en Barranquilla. Entramos para descubrir cuáles empleados habían participado en un robo.
“Toda la vida había tenido la ilusión de ser detective porque desde muy pequeño leía las aventuras de Dick Tracy. Le pedía a Dios que me diera la oportunidad en la vida de tener en mi pulso un reloj-televisor. Hoy en día ya está ese adelanto de la tecnología en Japón. Si Dios me da vida y licencia voy a tener el gusto de llevarlo en la muñeca”.
Sus padres tuvieron una compañía de teatro en Armenia y cuando no leía historietas les ayudaba a organizar los montajes. Su propio espectáculo comenzó hace cuatro años frente al edificio Avianca, junto al Parque Santander, cuando inició el Septimazo. “La plata trae plata”, dice mientas deposita un billete de dólar por la ranura del tarro donde recoge el dinero. En cada noche de canto recibe por lo menos cincuenta mil pesos, dice.
“Lo que me dan los espectadores es como una boleta de entrada a cualquier concierto, porque cada vez me preparo más. Yo cultivo mi voz. La mayoría de mi tiempo lo dedico a eso. Grabé dos discos y durante el espectáculo siempre se vende al menos uno”.
En efecto, mientras Garufa canta, Luis Alberto González, su ayudante, exhibe en abanico los discos y recorre el círculo de espectadores con una solemnidad inalterable.
Ha acompañado a Garufa desde que comenzó en la Séptima: “Somos amigos desde hace diez años». dice mientras asiente con la cabeza y sonríe curvando hacia abajo los labios. «Nos conocimos de tomatas “, aclara.
“Cualquiera pensaría que esto es fácil, pero la calle hay que lucharla”, sentencia Garufa mientras caminamos por el Parque Santander, frente al espacio donde se presenta los viernes y algunos domingos. Alrededor nuestro el bullir alicaído de las 4 pm. Él busca con la mirada entre la gente.
“Ahorita anda por aquí un espectáculo de unos travestis que se pintan de payasos y hacen chistes vulgares. Varias veces me quitaron mi puesto. Así que un día decidí comprar dos cuchillos», dice.
“Le llevé uno al que se estaba presentando y le dije, aquí tiene su cuchillo. Nos vamos a matar ya a ver quién de los dos se queda con este lugar. Pero no peleamos. Mandó a un amigo de él para que hablara conmigo y me calmara. Yo debo confesar que estaba con mis tragos encima”.
Román Gallardo, como los buenos rivales, es colega y amigo personal de Garufa: “Él me ha invitado a que cante en la calle pero yo no he querido”, dice mientras se arregla la bufanda que lleva sobre los hombros y se ajusta el sombrero. “Eso le quita mucho nombre a uno”. Pero la disculpa que le da a Garufa es que a su edad el frío nocturno le hace daño.
La calle le ha ganado espectadores fieles. Solitarios como Yolima Gómez, una estilista que va a escucharlo porque el tango le recuerda a un hombre del que está enamorada.
“Estas canciones las bailábamos mucho, pero él se fue hace seis meses a México. Me gusta venir aquí porque lo siento más cerca. Es una música muy nostálgica”.
“¿Y él que hace?”, le pregunto.
“Él es agente secreto”.
Nota del editor 13/04/12: una versión de esta nota fue republicada por la versión web del diario Publimetro con autorización de 070.
Santiago Villa Chiape es historiador de la Universidad de los Andes e hizo la Opción en Periodismo del Ceper. Este perfil lo hizo para el curso de Periodismo Digital.