Pocas cosas generan tanta pasión como el fútbol y lamentablemente allí las muertes están a la orden del día. Así lo recuerda Juan Villoro, quien al asistir a un clásico Boca-River, recibió una frase que lejos de hablar del folclore futbolero, muestra la barbarie del hincha. Al afirmar que en México dos fanáticos de equipos archirrivales pueden ver un clásico sin pelearse a muerte, un hombre argentino se sorprendió y le recriminó esa actitud pacifista: “Uh, ¡pero qué degenerados!” –le dijo.
Pero el fútbol es más que muerte, más que navajas y hooligans criollos hinchas del verde, del azul, del rojo, etc. Al menos la selección Colombia, hoy día, nos llena de orgullo. Los partidos terminan con el mejor marcador que existe: 0 heridos – 0 muertos. Así, muchas veces, genere más tedio y hambre, que emoción y algarabía, eso para los que escriben sobre fútbol poco importa, pues éste deporte alimenta la crónica de manera inagotable, pues narrar lo ya vivido es una peculiaridad de los seguidores del deporte más hermoso del mundo. Aquí un pitazo narrativo de cancha en cuatro tiempos.
Pitazo inicial: fui a ver a la selección y comí lechona
Por: Juan Pablo Conto
Hoy la selección Colombia provoca emoción, orgullo patrio, así tengan diseñadores sin talento para las camisetas, pero antes provocaba bostezos y un aburrimiento de padre y señor mío. Ésta fue mi única experiencia con la selección Colombia, espero, que no sea la última.
Una llamada y me convencieron que era una buena idea pasar mi noche de miércoles en el amistoso de Colombia-Perú. Gran gesto de procastinación frente a la carga acumulada de trabajo. Llegué con correa y me acordé que en los estadios se convierte en un arma. Me la quité. Íbamos tarde y corrí mientras se me caían los pantalones. Entré. Ya había empezado y Perú marcó gol. Me aburrí, me aburrí como en una pésima película, los que vieron Thor 2, me entenderán. Medio tiempo y compré lechona. En el segundo me la comí, mientras Colombia empataba. Disfruté la lechona por lo grande, el partido lo dejé de ver. Lo bueno es que había olvidado todas mis responsabilidades. Sólo estábamos los últimos bocados de mi manjar y yo. Eso irradiaba la selección.
Segundo pitazo: el día que odié a mi ídolo
Por: Ronald Salazar
Diez horas en Bus de Bucaramanga a Bogotá para ver a Ronaldinho. Al ídolo que odié cuando enfrentó a mi selección.
2007, Ronaldinho todavía era el foco de las miradas del mundo del fútbol. Messi y Ronaldo eran un par de chicos que admiraban al crack. Entre ese mundo a que hago referencia me encontraba yo. Llevaba casi cuatro años siguiendo al jugador brasilero desde su llegada al F.C. Barcelona. Era el mejor jugador que había visto. Colombia jugaba contra Brasil en Bogotá por las eliminatorias al mundial 2010. Me propuse ver el partido e hice todo lo posible por conseguir la entrada al Campín y poder ver a mi ídolo del fútbol.
14 de Octubre del mismo año, 12pm.
Me encontraba haciendo fila para ingresar al estadio junto con mi hermano mayor. Debo admitirlo, en ese momento la tricolor estaba en un segundo plano. Un torrencial aguacero pospuso el tan esperado momento. El agua, el frío y el granizo no disminuían la emoción que tenía. Cuando cesó la lluvia, por fin se anunció el espectáculo. Los jugadores de Colombia salieron al campo de juego para calentar. Estaban todos pero no me importaba. Luego los actos de protocolo y ahí estaba Dinho. Con el pitazo inicial los insultos bajaron de las graderías para los brasileros. Por mi parte, ya había visto a Ronaldinho, ahora era el momento de ver a mi selección y odiar al ídolo.
Tercer pitazo: el tino hizo la luz
Por: Farouk Caballero
Colombia debía ganar. No había otro resultado que le sirviera pensando en la clasificación a Francia 1998. El rival era durísimo. En Barranquilla la selección paraguaya aguardaba desafiante. El gran portero José Luís Chilavert afirmó a su llegada que no recibiría goles esa noche y menos del gordo Valenciano, que venía en racha, pero a Chila esto lo tenía sin cuidado. Su boca era tan grande como sus atajadas, por eso intimidó a la hinchada colombiana. A cientos de kilómetros de Barranquilla la energía se fue. El 24 de abril de 1996 en Bucaramanga se fue la luz. Faltarían un par de horas para el partido y todo era oscuridad.
En mi barrio, Coaviconsa, no había un solo futbolero que pudiera ver el partido. La radio era la única opción. Internet en esa época era una ilusión. Los minutos pasaban y la energía no llegaba. Mover los interruptores, bajar y subir los tacos se volvió frecuente. A media hora de iniciar el partido llegó mi padrino, Orlando Rueda, él dijo que tenía un televisor de siete pulgadas y que funcionaba con pilas. La noticia se regó rápidamente. Fuimos a su casa, prendimos el televisor y preparamos las pilas. Todo estaba listo, pero llegaban más visitantes. La sala quedó a reventar. Tuvimos que salirnos al parqueadero. El vecino de la tienda regaló un par de pilas más y varios asistentes tenían listas las suyas por si las baterías se agotaban. El pitazo inicial sonó. En todo el sector no había luz, pero en el parqueadero de Nueva Fontana cincuenta personas veían directamente la imagen en esas siete pulgadas.
El partido no pintaba bien. Colombia llegaba y Chilavert desviaba todo. El gigante paraguayo, cuál viejo zorro y provocador, movía su dedo índice de un lado para el otro indicándoles a los delanteros colombianos que esta vez no iban a poder vencerlo. La frustración se apoderó de los espectadores a oscuras. El tiempo transcurría y el dedo de Chilavert seguía diciendo que no. Su portería parecía invulnerable. Sus ciento ochenta y ocho centímetros se agigantaban y hacían que la portería se viera diminuta. Valenciano a pura potencia intentaba, pero nada. El gordo no pudo. Transcurrieron cincuenta y tres minutos y el invulnerable Chilavert sonreía, el panorama era cada vez más oscuro. En ese momento el 10, “el Pibe” Valderrama, recibe un balón de espalada al arco guaraní. Controla de derecha con borde interno, gira y con su misma derecha le da un cachetazo al balón con borde externo. El balón se desliza paralelo y Faustino “el Tino” Asprilla sale a su encuentro. Se voltea en dirección al arco, deja avanzar la pelota, levanta la cabeza, clava sus ojos en la pecosa y saca un derechazo que se mete en el ángulo izquierdo de la portería de Chilavert, quien estiro su inmensa humanidad sólo para decorar la foto. El arquero quedó vencido. Colombia ganó 1 – 0 y el Tino hizo la luz.
Pitazo final: visita Monumental
Por: Jesús Álvarez
Un colombiano que conocí en Buenos Aires, Ricardo Vélez (es bumangués y vive en El Bosque), me dijo que a partir del 2 de junio (2009) empezaba la venta de boletas para el partido Argentina-Colombia. El punto autorizado era la taquilla de Luna Park, un popular estadio cubierto de la capital. Ricardo agregó:
-Hay gente que hará fila desde las dos de la mañana, si quiere nos vemos a esa hora.
Yo no me animé (el invierno estaba por comenzar y la idea de madrugar no me gustaba tanto), y llegué a las 8 am, cuando la fila ya tenía más de un kilómetro.
En la fila había gente vendiendo café, músicos de la costa que hacían sonar gaitas y tambores, y mujeres que movían las caderas como si estuviéramos en pleno carnaval de Barranquilla. También, y como dato curioso, había hinchas de todos los equipos: Pereira, Medellín, Millonarios, Junior… uno detrás de otro, hablando como viejos amigos (aún cuando todos éramos recién conocidos) y sin que hubiese muertos por ser de uno u otro equipo. Cosas para aprender.
A mediodía sentimos hambre. La fila no avanzaba. Una colombiana que se hizo amiga mía en la fila me dijo que fuera a almorzar, que ella me guardaba el cupo. Lo hice y, cuando regresé, aseguró que no me conocía, que hiciera la fila de nuevo. Quienes estaban con ella me abuchearon e insultaron, y otros me pidieron plata para dejarme pasar. Colombianos al fin y al cabo, pensé.
Pero el destino me tenía preparada una sorpresa. Una paisa de mucho dinero (y gorda) me vio fuera de la fila y me preguntó que si podía cederle mi cupo por unos pesos. Le respondí que había perdido el turno por ir a comer; entonces ella le hizo la misma propuesta a un argentino, quien gustoso recibió los $50 pesos (o mangos, como le dicen los gauchos al dinero) por cederle el turno y comprar cuatro boletas: una para su esposo, otra para ella y una más para su hijo.
-Ah, y otra para este muchacho que lo sacaron de la fila.
Pues sí, señores: le caí en gracia a la señora y ella me regaló una boleta para ir al partido, y además me llevó en taxi hasta la casa, pues dio la coincidencia de que vivíamos cerca.
La colombiana que me desconoció se quedó sin boleta, y esa alegría fue suficiente para contrarrestar el dolor de la derrota.
Hablo ahora del partido. Es verdad eso de que cantar el himno nacional fuera del país es algo apasionante, es como un grito de guerra. Había más de tres mil colombianos que quemaron pólvora, cantaron y tocaron tambores. Nunca antes había gozado tanto con “La pollera colorá”, ni gozado tanto al insultar a los argentinos que nos gritaron el gol de Cata Díaz en la cara.
De camino a casa recordé jugadas, vi las calles de Buenos Aires y me sentí un poco triste al ver que tenía poco dinero y debía regresar pronto a casa.
Dos meses después estaba en Piedecuesta. De ese partido solo recuerdo algunas jugadas aisladas de Falcao, un cabezazo de Yepes y una bandera del Atlético Bucaramanga en el Monumental. Y una rubia porteña que, mirándome, me invitaba a quedarme en su país.
Bastará decir que esa fue la única y la última vez que la vi.
* Farouk Caballero es literato y egresado de la Maestría del CEPER; Juan Pablo Conto es historiador y estudiante de la maestría del CEPER; Jesus Álvarez y Ronald Salazar son egresados de la maestría en literatura de Uniandes.