El más reciente documental del director italiano Gianfranco Rosi aborda la migración de Africa y Medio oriente hacia Europa desde un ángulo poco tradicional. Una mirada íntima y desconocida de los inmigrantes que intentan llegar al extremo más meridional de Italia.
De paso muy rápido por Bogotá llegó Fuocoammare –Gianfranco Rosi, 2016– documental ganador en 2016 del Oso de oro en Berlín. Pasó muy rápido porque los documentales – todos piensan – no venden y además porque éste no ganó el Oscar que muchos ya le aseguraban. En ese caso, quizás, hubiera sido programado un par de días más en las salas de cine.
No hay dudas que la vida de los documentales sea difícil, pero muchas veces lo es más a causa de los que deberían promover que del público esté dispuesto a verlos. Me explico mejor: no vamos a cine a ver Fuocoammare para enterarnos del número de personas que atraviesan el mar Mediterráneo de África a Europa y de cuántos de ellos mueren, aunque sea en estos términos que muchas veces promocionen y hablen de esta película. Aunque el documental despierte cierto interés frente a esos temas y a esos datos, no es por estas razones que en este momento yo escribo de él.
Un documental no es simplemente un documento, no es un fragmento de realidad bruta, un informe de un estado de cosas y ni siquiera un material neutro, que no expresa una posición o punto de vista. Vamos a verlo porque queremos entender cómo podemos enfrentar ese tema o, por lo menos, cómo lo enfrentó un director de cine, cómo podemos mirar a los ojos la cuestión apremiante de la migración y encontrar la justa distancia entre la comprensión y los sentimientos. Pensado de esta forma, un documental tampoco está muy lejos de mucho cine de ficción y pienso un poco al azar en otra película que quizás un día nos den el placer de ver programada en los cines de Bogotá, Yo, Daniel Blake, de Ken Loach.
¿Qué fuego en el mar hay esta noche?
Fuocoammare nos muestra Lampedusa, extremo meridional del territorio italiano, una isla que está mucho más cerca de Túnez que de Sicilia. Un isla que ha sido y es el lugar de llegada y de paso de miles de personas que atracan en barcos sobrecargados, siempre listos a hundirse y cuyos propietarios cobran entre 800 y 1500 dólares –más de un tiquete de avión Bogotá-Roma-Bogotá– por un viaje de solo ida. La película nos muestra los acantilados de invierno (parece Escocia, ciertamente no Sicilia), el mar gris y movido, una vegetación durísima, grisácea, unos árboles maravillosos (el pino marítimo en una de las primeras escena es de por sí un monumento a la dificultad de adaptarse y la estrenua lucha para hacerlo). Fuocoammare nos muestra no solamente a los migrantes recién desembarcados, sino también a los pescadores: mujeres ocupadas en los quehaceres domésticos, un pescador con cara digna de un cuadro de Antonello da Messina, y sobre todo un niño, Samuele, cuyos gestos repetidos y conocidos (tirar piedras con la honda, silbar y dialogar con un pájaro) chocan contra otros tantos que lo ponen a prueba (marearse, leer en inglés, mirar con su ojo perezoso). Todo esto no es metáfora de nada, no es símbolo: la esencia del documental (de su ser documental) está en esto. Lo que vemos es lo que vemos, no otra cosa.
Pero entonces, ¿qué es realmente lo que hace de este documental una pieza única y valiosa? Para contestar vuelvo a una mirada panorámica sobre Fuocoammare. Acá, el director Gianfranco Rosi contrapone dos mundos que quizás comparten paisajes, pero que casi no se cruzan: la población de los barcos ilegales y los isleños. A parte el doctor Bartolo, el médico de la isla que debe visitar a todos los que lleguan, vivos o muertos, y que hace parte de los dos mundos, por lo demás Lampedusa parece una isla esquizofrénica. Siempre presenta dos miradas distintas a las cosas.
'Fuocoammare' (2016)
Es así que también el título Fuocoammare (Fuego en el mar), que parece hacer referencia a las tragedias que suceden en alta mar, a las señalaciones que llegan al radar, a las llamadas de ayuda, tiene además otro sentido. Descubrimos que es el nombre de una canción lampedusana con un ritmo alegre y bailable. Las palabras se han perdido en la memoria, pero los habitantes de la isla (esto lo leo en un artículo en el que se cita al mismo dj que aparece en la película) las resumen en: ¿qué fuego en el mar hay esta noche?, lo que habla de los bombardeos en el puerto durante la segunda guerra mundial, vistos desde el mar. Subrayo la doble dirección: la película mira desde la isla hacia el mar, la canción desde el mar hacia la isla. Es así, con este doble movimiento, que Fuocoammare nos acompaña poco a poco en el mundo de esta gente mediterránea y en sus vidas y, al tiempo, lo que nos permite conocer es al otro, el que viene de otro lado y que culturalmente consideramos extraño.
Las noticias que leemos en los periódicos, los datos, inclusive las imágenes que muestran estos barcos carcomidos por la sal marina, nos hablan de gente, de masas, de pobreza y guerra. Nos hablan de números. La película en cambio nos pone frente al otro, ese otro que muchas veces es considerado el enemigo, la amenaza a la paz y la tranquilidad de Europa y de occidente, y nos muestra su humanidad. Sin embargo, Rosi lo hace de una forma inteligente y sutil, es decir evitando que este hombre o mujer que llega de lejos nos cuente sus aventuras y sus desgracias, nos hable de sus peripecias y con esto apele al sentimiento de piedad o quizás, al rechazo. Sí, es cierto, en algún momento de la película escuchamos una voz que cuenta una historia de aventuras y de desplazamientos (en inglés), pero se trata de un canto y de un coro (como en la tragedia), algo que es ya una elaboración creativa de la experiencia primaria, es ya una trasformación y mediación. A lo largo de Fuocammare, en cambio, los inmigrantes son unos seres en silencio, unos marcianos, unos cuerpos. No hablan, pero van mirando poco a poco hacia la cámara y nos observan desde unos primerísimos planos. Los vemos como nunca los habíamos ni visto ni imaginado. Los vemos llorar, sudar, temblar, los ojos rojos, los ojos blancos, toda la memoria de unas experiencias que todavía no pueden ser contadas, el presente de la urgencia, la dignidad de esa cosa que es lo humano: condición de ser, de pensar y de actuar, es decir de sufrir. Esto es lo que nos muestra Fuocammare, tan de cerca, tan a los ojos, que de golpe entendemos que ellos somos nosotros mismos.