Estarían matándose. Si no estuvieran hoy reunidos, es probable que ya hubieran muerto. En la Casa de Justicia de Bosa, en el mismo salón, están desmovilizados de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), del Ejército de Liberación Nacional (ELN) y de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC). Algunos se agrupan en un rincón, otros se quedan solos mirando a los demás. Una trabajadora social guía el encuentro. Un exguerrillero interviene, se levanta y empieza a señalar a otros, incluido un exparamilitar que no deja de mirarlo fijamente y con la frente contraída.
Esta reunión improbable, llamada «taller psicosocial», es ahora posible gracias al Programa de Reintegración del Gobierno Nacional. En la práctica, es lo que podríamos llamar una escuela de ciudadanos. Atienden a más de 32 mil desmovilizados. Ellos reciben atención psicosocial y de salud, se educan, aprenden a trabajar, prestan servicio social y muchos deciden crear una empresa para poder reintegrarse a la vida en sociedad. La Agencia Colombiana para la Reintegración (ACR), antigua Alta Consejería, es la entidad encargada de estos procesos.
Los excombatientes de bandos enemigos pueden convivir «sobretodo por motivos económicos», asegura Carolina Suárez de la Fundación Social.
Conseguir más dinero estimula a muchos a compartir con un antiguo contrario. Es el caso del sastre Oliverio López**, exguerrillero de las FARC que contrata a desmovilizados del que fuera su ejército enemigo: las autodefensas. Son dos hombres «de derecha», como les dice Oliverio, que trabajan para él pero no en su taller. Son «satélites» que producen desde sus casas: recogen los cortes de tela y los entregan cosidos. El último trabajo que les encomendó, lo devolvieron sin terminar: «los de derecha son rebeldes. Hacen lo que quieren. No dejan que uno les explique, no les gusta que los manden. Les da rabia que uno los corrija. Sirven para patrones, no para mandaderos», declara su jefe.
Oliverio fue el sastre de las FARC por 10 años. Tenía 3 talleres. Uno con 6 máquinas, otro con 8 y otro con 12: «los tenía en el puro pueblo», en Planadas-Tolima, «allá no llegó el ejército por más de 30 años». A veces tenía que moverse a campamentos «donde había luz», es decir, a «fincas dentro de las mismas veredas». De acuerdo a la cantidad de prendas que debía hacer tenía entre 6 y 14 personas cosiendo. Una vez fabricó 2.500 uniformes en menos de un mes. Constaban de pantalón, gorra y camisa «guerrera», «la misma que usa el ejército», declara Oliverio.
Después de renunciar a la guerra, en 2006, Oliverio creó una empresa legal de confección. Allí trabaja catorce horas diarias: «de domingo a domingo», dice sin ningún dejo de prepotencia. Su taller tiene diez máquinas de coser, una mesa que ocupa casi todo el local, y una energía creativa desbordante. Ahora hay tres mujeres cosiendo: una cose delantales, otra chaquetas, y una más, pantalones. Trabajan calladas y con la mirada fija en la aguja. Se ganan entre 1.200 y 5.000 pesos por prenda, y según su tamaño y cantidad de costuras, alcanzan a hacer un promedio de treinta al día.
Este sastre ha enseñado a coser a más de doscientas personas: mujeres cabeza de familia, desplazados y desmovilizados de ambos bandos. «A mí no me importa de dónde provengan, mientras aprendan rápido y tengan la voluntad de trabajar», asegura Oliverio.
La reconciliación
Que puedan trabajar juntos no significa que (todos) ya se hayan reconciliado. Los desmovilizados de bandos opuestos pueden convivir y por tanto, cooperar entre ellos como lo hacen el sastre y sus satélites “de derecha”. Pueden simplemente co-existir, es decir, habitar un mismo espacio sin agredirse. Sin embargo, existen casos de reconciliación real, como el de Jair Arenas, exguerrillero de las FARC y María Mendoza, exparamilitar de las AUC.
Ambos trabajan juntos en otro taller de confección. Han logrado acercarse voluntariamente y construir una confianza sostenible en el tiempo. Al no haber tenido motivos ideológicos para entrar a sus grupos armados, les quedó más fácil hacerlo. Jair entró al grupo guerrillero porque soñaba con manejar armas: «no fue más», confiesa. María no decidió entrar a las AUC. Ella se crió en San Pedro de Urabá, zona de disputa violenta entre guerrillas y paramilitares. Y éstos últimos supieron que podía coser y le encargaron algunas prendas militares, haciéndole creer que eran para el ejército. Salieron aprobadas. Le compraron máquinas y terminó, sin saberlo, vinculada a las AUC: «ya metida en el cuento, ya qué», reconoce María.
Después de 11 años en el monte, Jair salió del grupo armado para la capital. Llegó a trabajar en el taller de confección que tenía su hermana donde aprendió a usar las máquinas de coser. Por su lado, María aprendió el oficio mientras le sostenía una vela encendida a su mamá para que viera lo que cosía en las noches. Esto le sirvió para fabricar portafusiles, uniformes y toldillos a su Bloque “Héroes de Tolová”. Después de 6 años de trabajo ilegal, María recibió la orden que le permitió estar cerca de sus tres hijos: ¡desmovilícese! Corría el 2005, año en el que ocurrieron varias desmovilizaciones paramilitares en serie.
Con el apoyo del gobierno, María creó su propia empresa de confección, donde ahora está Jair intentando terminar de coser doscientos gorros. Con esto, va a ganar 60 mil pesos. A su lado está la dueña, contestando a un proveedor. Detrás, tres mujeres más cosiendo. Sobre la mesa de corte, otras dos queman, con la llama de una vela, los hilitos sobrantes de los gorros ya terminados.
María conoció a Jair en las actividades de la Agencia Colombiana para la Reintegración (ACR). Fue acercándose hasta que se arriesgó a trabajar con él porque «de tanto verlo, uno ya sabe si es de buena fe». Para él «no ha sido difícil», no ha tenido «ningún problema» e incluso «es mejor que trabajar con gente particular. Ellos no entienden que tenemos que ir a los talleres psicosociales y no nos dan permiso», resalta Jair. Además, concluye el exguerrillero, «aquí donde estamos, somos lo mismo. No hay diferencia».
Es difícil saber si estas historias son una excepción. De todos modos, el gobierno nacional ha concluido que no es una prioridad trabajar en la reconciliación entre exparamilitares y exguerrilleros. Están primero las víctimas, ciudadanos que no han delinquido, que aquellos que han secuestrado y matado. Por eso, su definición de reconciliación contempla únicamente la reparación de las víctimas: es el eje central de la Ley de Justicia y Paz.
«Para nosotros no es tanto un tema de reconciliación, si no de reconstrucción de tejido social entre excombatientes contrarios» asegura Victoria Arciniegas de la Dirección de Reintegración de la ACR. Además, la experiencia de esta entidad, en los últimos 10 años, ha mostrado que no es necesario: sólo en dos municipios del país, Barrancabermeja y Buenaventura, han tenido problemas al juntar a contrarios. Los participantes han exigido la separación por grupos. En los demás todo se ha hecho con relativa paz.
De todos modos, sin proponérselo, el gobierno aporta a la reconciliación entre excombatientes de bandos contrarios al juntarlos en todas las etapas del proceso de Reintegración. Pablo Perlaza, psicólogo de la ACR explica que al darse cuenta de que ambos grupos tienen las mismas historias, han sufrido la misma crueldad de la selva y han sentido el mismo hambre, los participantes en el proceso deben aprender los mismos temas de convivencia y vida civil. «Por estar en las mismas circunstancias, deben estar en igualdad de condiciones», concluye el funcionario.
Las fundaciones
A diferencia del gobierno, otras entidades, como la Fundación para la Reconciliación y la Fundación Social, ni siquiera creen que valga la pena tener en cuenta la reconciliación entre ex combatientes, pues aseguran que los retirados de ambos bandos no tienen conflictos entre ellos. Un dato que parece confirmar lo anterior es el hecho de los más de 400 mil casos que lleva la Unidad de Fiscalías de Justicia y Paz, solo 307 involucran actos de violencia (homicidio y desaparición forzada) entre ex guerrilleros y ex paramilitares.
La Fundación Social, bajo la definición de reconciliación del gobierno, investiga el conflicto entre víctima y victimario. No reúne a ex enemigos de guerra. «Ellos viven y comparten un mismo territorio, les toca aceptar al excombatiente contrario. Tienen una presión social para hacerlo», afirma Carolina Suárez, asesora de la fundación. De todos modos, dice: «sí valdría la pena hacer un proceso de reconciliación entre ex combatientes que tengan aun una convicción fuerte es sus ideales de guerra, pero son muy pocos en el mundo real. El resto, los soldados rasos, son los mismos”. Alfredo Molano, sociólogo y columnista de El Espectador, coincide con esta diferencia: «a la gente del pueblo, precaria ideológicamente, le queda más fácil reconciliarse. En cambio, entre altos mandos, que han asumido responsabilidades muy grandes, no puede haber reconciliación»
En la reunión de la Casa de Justicia de Bosa, a pesar de la casi imperceptible tensión del comienzo, los desmovilizados hablan por sí mismos. Responden cómo les ha ido compartiendo con el ex combatiente del bando contrario: «allá uno se enfrenta a la sola palabra ‘guerrillero’, no con las personas, entonces no hay problema» dice una de las mujeres presentes. «Yo estuve por el sueldo, no por ideología, así que a mí me da igual», afirma un joven. «Nosotros mismos tomamos la decisión de salirnos, eso ya queda en el pasado», concluye un señor de edad. «Estamos buscando un objetivo: un futuro mejor», finaliza otra de las mujeres.
La Fundación para la Reconciliación tampoco trabaja por la convivencia entre victimarios. Lucha por una cultura política de perdón y reconciliación entre vecinos, estudiantes, familiares. Jairo Díaz, uno de sus asesores teórico-metodológicos, al pensar en ello, se pregunta: «¿y es que acaso alguna vez estuvieron peleados? ¿o los reclutó la pobreza?» Para él, «el conflicto no es entre soldados» y por tanto, «no hay nada que reconciliar. No es significativo. Tal vez a quienes tengan rencores, pero estos son muy pocos”, asegura.
Puede haber otro motivo para no ocuparse de la relación entre victimarios y es que, según Carolina Suarez, «existe un tabú acerca de trabajar con ellos. Está mal visto invertir dinero y esfuerzo en matones”. Alfredo Molano confirma que “no tiene buena presentación trabajar con victimarios”. En cambio, «trabajar con víctimas despierta solidaridad y emoción, da crédito político y abre la caja fuerte», asegura el columnista. Las personas se conmueven con el sufrimiento del afectado. Esto hace que, para el gobierno y las ONG, sea más rentable trabajar con ellos: más ciudadanos les dan su voto, más patrocinadores les entregan su dinero.
«Se puso de moda trabajar con víctimas. No se trabaja el tema de reconciliación entre desmovilizados de bandos contrarios porque no está de moda.» denuncia Ildefonso Henao, desmovilizado del M-19 y funcionario de la Alcaldía Mayor de Bogotá. Este paisa de ojos azules sí militó por causas ideológicas. Se desmovilizó en 1990 cuando se firmó el acuerdo de paz con el grupo guerrillero y lleva 7 años apoyando el proceso de desmovilización. Por esta experiencia puede decir también: «los teóricos están más atrasados que la realidad: los ex combatientes contrarios se encuentran cotidianamente y reconstruyen relaciones a pesar de venir de bandos diferentes.»
Una pareja de antiguos contrarios
A pesar de los encuentros fáciles y no problemáticos entre victimarios, una pareja sentimental conformada por Marcela, ex paramilitar y Armando, un ex guerrillero, se enfrenta hoy a algunas dificultades. Desconfianza y aislamiento son las más importantes.
Ella duró 16 años en las AUC. Hizo «inteligencia militar» en el Tolima, en la Guajira y en la Amazonía brasilera: «me metía a trabajar en tiendas o en graneros cerca a la plaza donde llegaban los buses, tenía que detectar personas extrañas», cuenta Marcela. Él estuvo 10 años en el ELN. Entró porque quería ayudar a la gente de los barrios. Lo formaron en ideología de izquierda.
Marcela fue la mano derecha de varios altos mandos. A pesar de estar desmovilizada, aún conoce la ubicación de algunas caletas, e información clave. Por eso le decían que se cuidara, que en cualquier momento Armando, su novio, se las cobraría: «ese guerrillero le está haciendo inteligencia, ¿usted es que es boba?», le señalaba un antiguo compañero. El padre paramilitar de su hijo de 8 años también le advertía: «al primer error que tenga el man lo pelo«. Marcela sale con temor a la calle, pensando en que pueda estar por ahí: «se siente una amenaza», lamenta. A Armando por su lado, le decían que ella era su trofeo de guerra, que lo aprovechara.
Marcela pensaba que “todo lo que fuera guerrilla, pa’l piso”. Conoció a Armando en 2007 cuando ambos trabajaban para la Secretaría de Gobierno haciendo “prevención de reclutamiento” en colegios y comunidades. No se llevaban muy bien. El cambio fue lento y difícil.
Una paradoja los acercó: ella venía de una escuela paramilitar que le enseñó que marihuaneros, gays y ladrones eran la escoria de la sociedad y tenía que matarlos. Cuando se acercó a Armando, él trabajaba bajo una idea contraria, aprendida en la formación de izquierda: intentaba sacar de la vida ilegal a chicos de una pandilla. Se conmovió y al tiempo, empezó a salir con Armando.
«Se dejó alinear por la paraca» le reclamó a Armando uno de sus antiguos compañeros cuando supo que se iría a vivir con Marcela. Los ex compañeros de ambos los rechazan. No los invitan a sus reuniones ni los tienen en cuenta para nuevos trabajos. A ella, en esta alcaldía de izquierda, donde trabajan tres desmovilizados guerrilleros y ninguno paramilitar, todavía le dicen “la picagente”.
Antes separados por la guerra, ahora reunidos en la desmovilización, esta pareja puede tener muchos problemas en contra de su relación. Sin embargo, a pesar de todo, hoy se sientan a la mesa.
*Carolina Jiménez es estudiante de la Maestría en periodismo de la Universidad de los Andes. Este reportaje se produjo en la clase Periodismo de Investigación.
**Los nombres de los desmovilizados han sido cambiados por motivos de seguridad.