El sol se filtra por cielo gris de Bogotá. En un exclusivo sector de la ciudad, en el cruce de la calle 104 con la avenida 15, se respira el mismo aire de cualquier calle del norte de la capital colombiana. El tráfico no da tregua, los ejecutivos van y vienen con su afán, el humo de los buses nubla la vista, los motores retumban en los oídos y la acera parece ser de uso exclusivo de los carros.
Pero cuando cae la noche el cielo no es el único que cambia de color: las luces de un casino se encienden para iluminar la pasarela pintada a blanco y negro sobre la calle y el semáforo en rojo anuncia la salida de las mujeres que, desde hace algunos años, venden sus cuerpos en estas calles.
Mientras tanto, Carlos Alba se desespera en su casa: aun no puede creer que en una manzana estrato seis, es decir de clase alta, las trabajadoras sexuales hayan hecho su propio negocio; “yo pago mis impuestos y una administración de casi 400 mil pesos. ¿Para qué? Mire, me asomo a la ventana y esa esquina es un burdel”. Carlos vive hace más de seis años en el barrio y desde ese entonces viene luchando para que la esquina sea la misma de día y de noche. Es decir, para que las trabajadoras sexuales que han colonizado el sector dejen de hacer su negocio frente a su casa.
Cuando sale de su edificio responde al saludo del celador con un suspiro seguido de un “ahí, en la lucha”. Ya en la calle gira su cabeza y mira la esquina como si un monstruo habitara allí. Caminando enciende un cigarrillo y dice: “mire, eso es lo mismo todos los días, esos travestis ahí y un poco de taxis y camionetas recogiéndolos y la policía no hace nada”. Carlos no entiende de razones –no le importa cuál es la situación de las trabajadoras sexuales– él es otra de las personas que conforman una especie de junta de vecinos de los edificios de la zona. Esta junta lleva años solicitando a la Alcaldía Local de Usaquén tomar medidas al respecto. Los más de 20 derechos de petición que han hecho, varias querellas e incontables llamadas a la policía dan fe de ello. Sin embargo, su labor hasta ahora no da frutos. Pero él no se rinde. El problema del barrio se convirtió en una batalla personal: “parece que ahora hay un par de ediles conocidos, vamos a ver que se puede hacer”.
Los comerciantes
En la avenida 15, entre calle 100 y 106, hay siete cigarrerías, de esas donde se consigue licor, chicles, empanadas y hasta leche para el desayuno. Algunas de ellas están abiertas hasta altas horas de la madrugada, por lo que sus dueños y empleados han sido testigos de los enfrentamientos entre los vecinos y policías con las trabajadoras sexuales. “Aquí llevan años intentando sacarlas, pero todos los días pasan las mismas y las recogen los mismos. Nosotros ya nos les sabemos la vida”, dice uno de los trabajadores de una de las tiendas del sector.
El pálido y desgalamido empleado de la cigarrería parece estar lejos de entender los problemas de Pablo. Por el contrario, su negocio se lucra de las camionetas que recogen a las trabajadoras sexuales. Los clientes hacen su segunda parada en su local para comprar algo de trago que endulce los 70.000 pesos de placer. Las cigarrerías se han vuelto el refugio de algunas trabajadoras que, al ver a lo lejos las luces rojas y azules de la policía, corren a esconderse adentro. Inclusive en algunos casos se hacen pasar por clientes. “Si las viera correr como locas por todos lados,» asegura el trabajador, «se ponen una sudadera en un momentico, luego salen con una bolsa de leche en la mano como si nada”.
Lo que le causa risa a este hombre es a su vez el dolor de cabeza del agente de Policia Molano*, quien al igual que sus otros 11 compañeros encargados de este pequeño sector debe prestar un servicio respetuoso, efectivo y cercano al ciudadano, como dice el manual, para garantizar comunidades seguras, solidarias y en convivencia.
La autoridad
Molano lleva mas de seis años en la policía. Decidió prestar el servicio una vez terminó sus estudios en un colegio militar, su mujer es ama de casa y tiene un niño que piensa seguirle los pasos. El timbre de su teléfono es ya parte de su rutina. Todas las madrugadas recibe alguna llamada con quejas que siempre terminan hablando de “esas putas de acá”. Molano realiza más de 10 recorridos nocturnos, desde la carrera 11 –llena de lujosas oficinas– y baja por la calle 100 hasta encontrarse con su propio infierno en la avenida 15. El brillo de su chaqueta reflectiva, espanta los tacones, las minifaldas y la libidinosa pasarela callejera se queda sin modelos. “Es muy difícil, a veces parece que ya supieran que venimos. No es sino que nos asomemos para que se metan en un taxi, o se hagan pasar por vendedoras ambulantes. La vez pasada encontramos varias escondidas en los árboles del parque que está detrás de la bomba”.
Como policía, Molano dice querer ayudar a su país. Asegura querer cambiar esa percepción que tiene la gran mayoría de los ciudadanos sobre las labores que llevan a cabo sus compañeros: “mire, yo vengo y las busco y ellas arrancan a pelear, me las llevo al CAI y al otro día vuelve y juega. La vez pasada, ¿no vio en las noticias?, a un compañero le tocó echar un tiro y todo porque esa gente se alebrestó y los malos terminamos siendo nosotros “.
Ellas
Camina de una cuadra a la otra. Su gran momento es cuando la luz cambia a rojo. Entonces abre su abrigo brillante y deja que todos los que pasen vean su cuerpo. Las ventanas de las camionetas se empañan y los pitos de algunos taxistas dejan su eco en la cuadra. Karina* dice tener 26 años, es de carácter fuerte y quiso ser su propia entrevistadora: “¿Qué si tengo hijos? Sí, tengo uno de 9 ¿Que si él sabe? No, no tiene ni idea”. De un momento a otro su carácter cambia y sin razón alguna su tono de voz ya no es el de la que se exhibe en la acera. Más bien es el de un madre que sabe que su hijo la espera en casa.
El semáforo volvió a rojo y ella arranca con su desfile. Cuando está de vuelta dice que no está acá porque sí: «¿Qué más me pongo a hacer? Ya le dije que tengo un hijo y de aire no vivimos”. Karina forma parte del 82% de las mujeres que, según la Veeduría Distrital, asegura haber entrado a este oficio porque no encontró otra alternativa de ingresos. Igualmente se suma al 35% de mujeres que empezaron a prostituirse mientras eran aún menores de edad: “ahí mismo nació el niño tocó empezar a trabajar”.
Del otro lado de la acera el desfile continúa. A veces se escuchan groserías y otras voces de aliento y admiración; “vaya que ese paró allá”, dice una voz masculina entre un vestido blanco. Todo parece acto de circo. Sobre los policías Karina no reniega: “ellos hacen su trabajo, yo el mio”.
La esquina de la calle 104 con carrera 15 se cruzan los intereses de varios grupos de personas que, con o sin justificación, creen tener una buena razón que los justifica. Pablo, como residente, quiere ver su cuadra como cualquier otra del estrato seis. Los comerciantes parecen no estar de ningún lado, pero si los clientes de las prostitutas les compran ¿por qué sacarlas de ahí? El agente Molano debe cumplir con su deber de policía y hacer de la cuadra un lugar tranquilo donde se respire la sana convivencia. Mientras tanto, todas las madrugadas, en la misma esquina, aparece Karina, a quien la vida no le permitió ser una de esas ejecutivas que en el día caminan por la misma calle, bien abrigadas y rosagantes. Mientras que Carlos Alba lleva sus quejas a la alcaldía, ‘Molano’ hace sus recorridos y el frío de ésta calle acecha a estas mujeres que llevan una década haciéndo lo mismo.
*Los nombres de estos personajes han sido cambiados.
**Gilberto Estupiñan Parra es estudiante de Derecho en la Universidad de los Andes. Este trabajo se produjo en la clase Crónicas y reportajes de la Opción de periodismo.