En Chile los militares otra vez están matando gente
La última vez que los militares chilenos salieron a hacer la guerra en tanques y helicópteros fue para bombardear su propia casa de gobierno, La Moneda, el 11 de septiembre de 1973.
En Chile los militares están matando gente otra vez. La última vez que los militares chilenos salieron a hacer la guerra en tanques y helicópteros fue para bombardear su propia casa de gobierno, La Moneda, el 11 de septiembre de 1973. Ese gesto originó una dictadura de civiles y militares que duró 17 años, en los que se violó, torturó, asesinó y desapareció gente, la gente más revolucionaria y valiente de su tiempo.
Es domingo 20 de octubre de 2019 y casi medio siglo después, hoy, en Chile, hay muertos nuevos, asesinados con balas disparadas por metralletas militares.
Todo empezó el viernes 11 de octubre, cuando el gobierno de Sebastián Piñera —primer presidente de derecha elegido en democracia, en su segundo mandato— anunció un alza en el precio del pasaje del transporte público, a un tope de $830 chilenos. El alza fue algo así como ir de un dólar a casi un dólar y medio: unos 3,950 pesos colombianos. Esa tarifa, mensual, equivale al 20 % del salario mínimo chileno. Entonces, la maravilla. Una mañana, un grupo de estudiantes se tomó la entrada de una estación de metro e invitó a la gente, a las personas que usan el metro cada día para transportarse, a entrar sin pagar. Escolares de catorce, quince, diecisiete años, abrieron la puerta para la evasión. Y el pueblo aceptó. Allí comenzó un baile, un ajedrez entre autoridades y civiles, un espiral de violencia que se agudiza cada día.
Tenemos miedo, porque la herida de la última dictadura está demasiado cerca, demasiado viva. Porque sabemos de lo que son capaces los militares.
El primer movimiento de Piñera fue autorizar el ingreso de policías a las estaciones y vagones del metro para perseguir escolares. La respuesta de la masa fue protegerse, impedir las detenciones y manifestarse cada vez más en las estaciones de metro. Una adolescente fue atacada con perdigones en la entrepierna. Quedó sangrando en el suelo. Entonces, Piñera decretó estado de emergencia: suspendió el derecho a reunión y el transporte público en todo Santiago. Por primera vez en décadas habló un militar en televisión: Javier Iturriaga, Jefe de Defensa Nacional. La respuesta de la masa fue salir igual a la calle, en más ciudades además de la capital, golpeando ollas como canto de protesta. Estudiantes, madres, abuelos, niños, guaguas. La familia chilena unida en plazas y avenidas. Entonces Piñera e Iturriaga decretaron toque de queda, es decir, le ordenaron al pueblo no salir de sus casas. La respuesta de la masa fue la insurrección: ocuparon la calle igual: en el día, con cantos y bailes; en la noche, quemaron buses y estaciones de metro. Chile, hoy, huele a revolución y dictadura al mismo tiempo.
Pero quizá todo comenzó antes, cuando el alcalde de Santiago, Felipe Alessandri, empezó a responder a la movilización estudiantil de los colegios públicos metiendo policías de fuerzas especiales a las salas de clases. O cuando los dueños de los sistemas de pensiones recibieron utilidades que no compartieron con los trabajadores, verdaderos dueños de esos fondos. O cuando dejó de haber especialistas en los hospitales públicos. O cuando no hubo reparación y los militares responsables de violaciones de derechos humanos en la dictadura de Augusto Pinochet siguen impunes. O cuando no cambiamos la constitución política que escribió Pinochet, que sigue vigente y es el marco legal con el que hoy están actuando los militares.
No vivo en Chile, estoy fuera de mi país. Mis amigas y mi familia me cuentan lo que pasa por WhatsApp. Me transmiten alegría, veo sus videos durante el día manifestándose en plazas, cantando con sus hijos, celebrando que el pueblo despertó y ya no quiere más abusos, quiere justicia. Una parte es carnaval. La revolución que tanto esperamos llegó. Pero a la vez, Piñera apareció en televisión diciendo: “Estamos en guerra”. Y cada día hay más metralletas, tanques y helicópteros en la calle. Tenemos miedo, porque la herida de la última dictadura está demasiado cerca, demasiado viva. Porque sabemos de lo que son capaces los militares.