Intentaré defender el derecho a estorbar desde una postura estrictamente liberal. Lo haré como si fuera un retórico griego: jugando a convencerlo a usted, mi querido lector, con el discurso que considera más sensato. Usted, que no está de acuerdo con el uso de la violencia para motivar cambios sociales. Usted, que ha visto indignado la destrucción de sistemas de transporte y bienes públicos en Ecuador, Chile y Hong Kong. Usted, que es un respetuoso de la propiedad privada y le gustaría abrazar a Antanas Mockus para celebrar en su regazo la cultura de la legalidad. Usted, que teme que el Paro Nacional convocado en Colombia devenga en un detrimento de las instituciones liberales con el consecuente costo para la estabilidad y las finanzas de la nación. Usted, que considera que las diferencias en una democracia deben resolverse en el juego de la representación legislativa y, sobre todo, defiende el derecho del gobernante elegido legítimamente a ejecutar el plan que prometió en campaña durante el periodo destinado constitucionalmente para ello. No desespere entonces, mi estimado lector. A continuación no encontrará citas de Marx, Lenin, Stalin, Trotsky, Mao o Chávez. La conclusión fascinante que encontrará al final del artículo es que, usted, un liberal consecuente, tiene el deber de protestar, estorbar (o al menos incomodar) el 21 de noviembre. Si no lo hace está traicionando el ideal del Estado de derecho por el que tanto ha luchado nuestra República en los últimos doscientos años. Procedo.
Desde el liberalismo kantiano, que invita a usar la razón pública mientras se obedece al déspota ilustrado, la tendencia de la economía política que sostiene el modelo del Estado de derecho no es otra que la de ciudadanos que ceden su libertad con el fin de obtener tranquilidad.
Las instituciones de un Estado de derecho irrumpen en la existencia humana con el objeto de regular y hacer previsibles las acciones del otro. En las dos versiones del Estado de naturaleza liberal (la de Rousseau en la que se concibe una situación salvaje y feliz previa a la corrupción que supone la vida en sociedad, o la de Hobbes en la que los humanos se representan como lobos que se quieren despedazar los unos a los otros hasta que desciende el Leviatán a regular las interacciones con el fin de evitar el miedo a una muerte violenta), el Estado usa el monopolio del poder punitivo para garantizar la estabilidad y, con base en ella, la libertad.
Para Kant, el hombre libre es el hombre racional, que no está sometido a sus impulsos pasionales. El Estado está ahí para permitir que pensemos lo que queramos mientras obedecemos. Por eso Kant rechaza la revolución, su caos pasional no deviene en hombres libres, sino en emociones incontrolables que nos arrebatan la libertad ante la destrucción de las instituciones que ofrece un gobierno liberal organizado.
Antes de ver a Robespierre quitándole la cabeza a los monarcas y nobles en nombre de la libertad, la igualdad y la fraternidad, ya Montesquieu atisbaba que ese monstruo Leviatán necesitaba autorregularse con pesos y contrapesos que dan vida a los poderes independientes de un Estado de derecho. En la división de poderes (ejecutivo, legislativo y judicial) están las aspiraciones básicas de la primera generación de derechos liberales: el derecho a la propiedad privada y el derecho a la celebración de contratos. Un Estado liberal ligero no busca más que proteger este par de ideas que ya Locke anunciaba como fundacionales en una democracia.
Gobiernos que anhelan la comprensión unidimensional del ciudadano como un hombre propietario, rechazan las nuevas ciudadanías que incluyen un espectro amplio de identidades y demandan participación, inclusión, respeto, apertura y atención a disímiles contextos de poder.
Rawls, en su idea kantiana de sociedades organizadas en las que hombres racionales son capaces de imaginar una posición original en la que las ideas personales del bien y la justicia se ponen tras un velo de ignorancia con el objeto de hacer un pacto social en el que establezcamos reglas mínimas de coexistencia, afirmaba que las desigualdades pueden ponerse al servicio de la equidad. Dicha equidad consistiría en la realización de cada ciudadano de acuerdo con sus posibilidades. En una democracia basada en este tipo de liberalismo organizado, votamos por líderes que representen nuestros intereses, aquellos que nos permiten hacer negocios con nuestra propiedad privada sin temor a que arbitrariamente nos quiten la cabeza; todo sin descuidar los límites de la individualidad.
Hasta aquí las bases ligeras del liberalismo. La seguridad democrática de Álvaro Uribe y la idea de legalidad del gobierno actual reposan sobre estos principios de seguridad del individuo y libertad para negociar con la propiedad privada. Pero las derechas de esta década, desesperadas por la ampliación del discurso de los derechos a versiones más densas y garantistas -atentas a la diversidad y a una esfera más amplia de eso que llamamos humanidad- se radicalizan hacia la orilla más autoritaria del Leviatán. Gobiernos que anhelan la comprensión unidimensional del ciudadano como un hombre propietario, rechazan las nuevas ciudadanías que incluyen un espectro amplio de identidades y demandan participación, inclusión, respeto, apertura y atención a disímiles contextos de poder.
Los privilegios caen, de este modo, en un debate sobre las estructuras de dominación y los derechos se erigen como un arma liberal de inclusión masiva, un lenguaje para evitar el ocultamiento de las particularidades. Bajo esta tendencia, lentamente pierden prerrogativas los hombres blancos propietarios, que son el rostro público de las oligarquías en sociedades desiguales: sociedades a las que nunca les fue dado alcanzar el ideal liberal de la razón pública kantiana. Emergen así nuevos poderes incómodos que demandan más del Estado. Pero de la mano del liberalismo viene la degradación propia del capitalismo, que en su versión neoliberal no es más que especulación financiera y concentración de la riqueza. Nada más alejado de la idea de Smith de un mercado que, como mínimo, no debería permitir la monopolización de los medios de producción.
En un estado neoliberal, que se precia de ser liberal, las nuevas ciudadanías marginalizadas son los clientes del poder punitivo del Estado, representado de manera populista en un derecho penal expansivo y una prisión llena de los indeseables y damnificados del modelo económico. Hordas de pobres llenan las cárceles, mientras pequeños puñados de ricos se alejan de una clase media que anhela esa riqueza, pero cada vez la ve más ajena. La razón pública no resiste entonces. Las ideas de cortarle la cabeza al oligarca comienzan a rondar los sueños de una clase media empobrecida. La reacción de la elite política y económica es, en este momento, la ampliación de ideales de seguridad junto con la simulación de prosperidad, crecimiento y progreso. Más Hobbes, menos Kant, más orden represivo, menos deliberación. Es aquí donde el pacto social se quiebra. Y de repente, aquellos ingenuos ciudadanos liberales que cedimos nuestra libertad por tranquilidad, nos sentimos tan intranquilos, tan cínica y descaradamente explotados que un día saltamos a la calle a estorbar. Mirándonos los unos a los otros con estupor o estupefacción, considerando seriamente rayar una pared privada.
El Estado de derecho ilegítimo es el culmen de la crisis de la economía política liberal que estamos presenciando en los estertores de la segunda década de este milenio.
Las estructuras de poder tradicionales reaccionan entonces con la vieja fórmula de miedo y decencia: nos venden la necesidad de andar en fila y organizados, nos piden razón práctica, no destruir los bienes públicos para que no se vean obligados a cobrarnos los daños a la institucionalidad con más impuestos. Nos demandan compostura y, de repente, hasta quieren dialogar con nosotros. Los medios de comunicación al servicio de los conglomerados económicos ridiculizan, criminalizan y exponen a quien protesta y la crisis de las instituciones neoliberales termina por reducirse a un problema de vandalismo, esa palabreja útil a la infantilización del ciudadano que ve ante sus ojos la ruptura de la pálida promesa liberal.
Pero el delirio reaccionario no termina allí. Latinoamérica lo ha vivido durante toda la maltrecha vida de sus repúblicas: el enemigo interno, insurgente, comunista, desestabilizador, terrorista, cobra nuevos rostros: el guerrillero, narcoterrorista, castrochavista se vuelve ahora militante de una organización foránea y peligrosa. Todos somos imbéciles útiles para el inefable “Foro de Sao Paulo”. El problema ya no es la inoperancia perversa del Estado, sino las mentes vacías de los ciudadanos empobrecidos material y mentalmente que requieren orden y por qué no: mano dura, tolerancia cero, ser bombardeados, el peso de la ley, ¡que nos pudramos en la cárcel! Todo ello se vende con tono estadista liberal. A los exponentes de este discurso poco les importa que, en realidad, su desprecio por el descontento social no es liberal, sino de un libertarianismo pueril que inevitablemente culmina en versiones fascistas de la moralidad y fe ciega en la autoregulación del mercado. Con la biblia en una mano y reformas tributarias en la otra, los defensores del orden llegan al paroxismo de su miedo a la pérdida de privilegios apuñalando al Estado de derecho por medio de fuerzas policivas y militares que apalean manifestantes de manera indiscriminada. Atacan entonces a los civiles que estorban, recordando los buenos tiempos de las dictaduras de este hemisferio, en las que el orden reinaba y prometía algún tipo de ascenso en la cadena alimenticia del tercer hacia al primer mundo.
En semejante escenario, liberales no confesos de la segunda mitad del siglo XX, como Habermas, llamarían a condiciones de deliberación más apropiadas que facilitaran la comunicación entre las erosionadas capas de una sociedad quebrada por la inequidad. E incluso Rawls reclamaría indisciplina, ¡desobediencia civil! Un liberal comprometido saldría a incumplir la ley y aceptaría las consecuencias de tal acción, porque consideraría que el poder otorgado al gobernante es ilegítimo. Ese liberal se abstendría kantianamente de la violencia, pero se enfrentaría al Estado y aguantaría su represión, incluso en prisión. Un Estado ilegítimo pierde su función de protección de una muerte violenta, de faro contra la corrupción de las sociedades humanas, de contrato para la organización social.
El Estado de derecho ilegítimo es el culmen de la crisis de la economía política liberal que estamos presenciando en los estertores de la segunda década de este milenio. Treinta años después de la caída del Muro de Berlín y la desintegración de la Unión Soviética, el sistema ganador de la Guerra Fría agoniza y se escurre entre las manos de Rousseau, Montesquieu, Locke, Smith, Kant, Rawls, Habermas y los votantes que lloran por haberle dado su voto a Iván Duque.
¿Qué le queda entonces, mi estimado entusiasta del liberalismo? El llamado al Paro Nacional en Colombia el 21 de noviembre de 2019 es también una manifestación de una crisis regional y mundial de representación ciudadana. No se quede usted por fuera de esta oportunidad histórica de poner su razón pública al servicio de la legitimidad de un Estado creado para ilustrados; no se niegue a asumir su poder de deliberación por medio de su derecho a la protesta. No le crea a la oligarquía que le vende seguridad y orden, para arrebatarle tranquilidad y libertad, mientras lo acusa de vándalo, vago, idiota útil o conspirador. ¡Arrójese a la calle por esta República que le prometió independencia! Si su gobierno perdió legitimidad, es su responsabilidad devolver el Estado a su curso liberal: estorbar con determinación, incomodar con impudor, ¡salvar la democracia!