Cuando Bladimir Espitia despertó al país, descubrió que el periodismo no paga. El hombre, que causó revuelo nacional con la publicación en YouTube de un vídeo denunciando los atropellos de la fuerza pública contra unos pescadores en El Quimbo, no podía salir del Huila por no tener plata. Tuvo que encerrarse con su familia para protegerse de amenazas que provenían de lugares difusos. De no ser por la Fundación para la Libertad de Prensa, FLIP, quién sabe qué hubiese sucedido con él una vez Colombia encontrase otra distracción. Aún cuando a veces capta nuestra atención, el periodista de provincia sufre.
En Colombia aprendimos a inutilizar la libertad de expresión con sutileza. México, que nos sigue los pasos, es un reflejo de cómo éramos antes en nuestro país. El año pasado decapitaron a la jefa de redacción de un diario mexicano. María Elizabeth Macías se unió a los más de ochenta periodistas de aquel país que han muerto en los últimos doce años. Allá, la guerra fomentada por narcos y políticos no discrimina, pero sí tiene una víctima recurrente: cualquier comunicador. Están en la etapa de brutalidad desalmada, donde la violencia rimbombante es el mejor mecanismo de censura[PDF]. Aquí, en la tierra de la prosperidad, podemos celebrar pues ya no matamos periodistas. No es necesario.
Colombia, según la FLIP, es el país de América Latina donde más periodistas han muerto, aunque México nos quiere quitar ese honor. En el 2011, sólo mataron a un periodista en nuestro territorio. Considerando que Luis Eduardo Gómez, corresponsal de setenta años que cubría el Urabá antioqueño, es el asesinado número ciento treinta y nueve desde 1977, tendríamos que celebrar el avance en seguridad. Sin embargo, la reducción en los números es una falsa ilusión.
Más allá de los delirios capitalinos, el caos reina. Los armados siguen imponiéndose. Cambian los nombres, y a veces los hombres, pero la realidad es la misma. La relación entre agentes legales e ilegales es tan compleja que reconocer al enemigo es imposible. ¿Y el periodismo? Mantiene una distancia prudente. Hace investigaciones superficiales que no alcanzan a desenmascarar las perversas alianzas que plagan nuestro territorio. La libertad de expresión, tan linda en nuestra Constitución, se convierte en un fósil de papel que nadie se atreve a ejercer.
¿Qué más puede hacer un periodista de provincia? Está ejerciendo una profesión mal remunerada. Recibe, incesantemente, amenazas de políticos y agentes armados. Sabe que la justicia no está de su lado y la impunidad es la ley. Si decide, motivado por el ideal del vicio llamado periodismo, arriesgarse a publicar una nota que esclarezca un poco la telaraña de corrupción en su zona, tiene un obstáculo mayor: un país indiferente. ¿A quién le importa un informe profundo sobre el secuestro de la institucionalidad en Arauca? Colombia se ha vuelto selectiva. Pasa tanto en Macondo que no podemos encarretarnos con cualquier mariposa amarilla.
La autocensura es la única opción razonable para el periodismo regional. Así lo demuestra el último informe de la FLIP [Oprime aquí para ver el informe en PDF]. Los «temas relacionados con corrupción, mafias locales u orden público, se evitan». Así de sencillo. El periodismo se rindió para sobrevivir. Pierde Colombia, que seguirá sumida en el oscurantismo. Ganan los políticos corruptos y los narcos y los terroristas (al final, son los mismos) que siguen traficando con nuestro futuro. Pierde la prosperidad que busca el Gobierno pues el país sigue secuestrado. Reina la “prudencia”, tan nociva para la democracia y la libertad.
Para cambiar, empecemos por sacudirnos la indiferencia. Lo único que va a permitirnos construir país es romper con la aprobación tácita que da el silencio de la sociedad. Son los periodistas los llamados a traer el estruendo de la verdad, pero, para eso, la libertad debe dejar de ser sólo para los prudentes.
*Juan Carlos Rincón es estudiante de derecho y hace la opción en periodismo del CEPER.