El patrimonio es todo menos estático.
Se erige como relato del paso del tiempo. Como pizarra democrática. Como lienzo de superposición de discursos. Es dinámico, aunque frágil: en París ardió la catedral de Notre Dame; en Medellín, un habitante de calle se robó un busto en bronce del Museo de la ciudad con el propósito de fundirlo.
El patrimonio es objeto en disputa.
En medio de la agitación de movilizaciones sociales, de cambio generacional, las obras se convierten en el blanco de tiro. Pasó con la protesta feminista en Ciudad de México, en agosto de 2019, cuando el Ángel de la Independencia quedó lleno de pintas, manchas y estallidos de color púrpura. Le prendieron fuego bajo la consigna: «Muerte al estado feminicida. Justicia». En Santiago de Chile van más de 329 monumentos estropeados. Y en Bogotá la protesta estudiantil la emprendió, en octubre de 2019, contra el monumento a Los Héroes, un homenaje a los soldados caídos en combate.
El patrimonio es centro de debate de la memoria.
La prueba más reciente es la polémica que desató el exalcalde de Bogotá sobre Los Columbarios, la obra de Beatriz González en el Cementerio Central de Bogotá que conmemora los muertos que dejó El Bogotazo, el 9 de abril de 1948. Enrique Peñalosa se refirió a la obra con este trino: En cócteles de Londres y París artistas e intelectuales chapinerunos con expresión trascendental explicarán cómo su obra en lo que debió ser un parque expresa lo terrible de la violencia. No dirán que dejar a miles de niños y jóvenes sin parque causa drogadicción y violencia.
La discusión cobra relevancia porque Patrick Morales, el nuevo director del Instituto Distrital de Patrimonio Cultural de Bogotá, propone una mirada al patrimonio desde la antropología, que reconoce un mensaje de integración entre la obra plástica, el edificio arquitectónico y el sentido de memoria para la ciudad. “Más allá de la idea de patrimonio bien o inmueble”, dice, “el patrimonio inmaterial y los referentes simbólicos pueden tener un valor importante en temas de ordenamiento”.
Su visión es distinta a la que lideró el exalcalde Peñalosa y se pondrá en marcha justo cuando está en pleno furor la tensión del patrimonio como historia cuestionada, enfrentada a la resignificación desde la mirada de las nuevas generaciones que se mueven entre intervenir el patrimonio o vandalizarlo. Al final, los antimonumentos y contramonumentos prometen detener las manecillas del reloj y dar cuenta de ese otro tiempo que es ahora.
Una herencia cuestionada
Uno de los primeros en abordar esta discusión fue el Museo Nacional de Colombia. Según su director, Daniel Castro, “los conceptos de monumento y patrimonio, en un sentido ampliado, son sujetos a ser leídos, vividos, interpretados por un ciudadano o un grupo de ciudadanos y su función se activa, de alguna forma, por la interrelación entre ese individuo o grupo con lo que ha buscado ser evocado”. Agrega que el Museo comprende el patrimonio como todo lo que se hace para suscitar una reflexión, entre otras, sobre la memoria.
Pero, dado que también es un concepto dinámico, el patrimonio tiene una relación directa con el valor cultural que se le asigna. El problema, según el científico cubano en conservación de arte y patrimonio cultural, Mario Omar Fernández, es que casi siempre cobra mayor protagonismo el patrimonio en el espacio público porque, al ser el más visible, se constituye como un símbolo de poder. Pero eso no lo hace más importante que las colecciones que albergan los museos, a veces desconocidas.
Fernández ha trabajado en la última década en la gestión de proyectos culturales con comunidades y en proyectos de activación social del patrimonio cultural y curaduría de exposiciones, además de conservación. Cree que parte del problema es que ni el propio Estado tiene en cuenta lo que quieren las comunidades y termina erigiendo patrimonios desde arriba hacia abajo. Así, el patrimonio termina siendo impuesto, no genera apropiación y termina obedeciendo a factores de tipo económico o político.
Un ejemplo es el monumento a Gaitán en el barrio La Perseverancia, al costado del barrio La Macarena, en Bogotá. Inicialmente éste se erigió en bronce y se lo robaron. La comunidad, sin embargo, lo rescató, lo reintepretó, lo limpió y lo decoró con flores, sin intervención alguna del Estado. “Puede que el barrio no tenga el mismo estatus que tienen otros sectores de Bogotá –dice Fernández–, y en ese sentido, es muy difícil la percepción social o apropiación que hay”.
Patrick Morales coincide. Dice que el patrimonio en el espacio público es también un lugar de expresión democrática y funciona para estampar sus diferencias e interpretaciones. Pese a esto, reconoce que hay un problema si el Distrito o el Estado no entiende cuáles son las significaciones que se juegan con el monumento y no activa de alguna manera coherente los relatos simbólicos asociados a ellos.
Para la maestra Beatriz González lo que pasa, es que la sociedad ha ido heredando una historia que hoy pone en tela de juicio y busca nuevas maneras de producir sentido sobre el patrimonio. Un ejemplo, cuenta, es el monumento de Francisco Pizarro en Lima: el prócer que habría fundado hace 482 años la ciudad fue retirado del atrio de la plaza central después de muchas discrepancias a su figura. Ahora está en un parque cercano.
“El monumento en su sentido tradicional recordaba y rememoraba, pero de una manera muy jerárquica, muy vertical, muy hegemónica, colonial”, agrega Castro, director del Museo Nacional. Hoy, sin embargo, ya no sólo se lee así. Y eso, según Fernández, es algo que no ha terminado de entender el Estado, que sigue gastando muchos recursos en conservar monumentos que no se usan, que no tienen valor social, como ocurrió con las estaciones de Ferrocarril después del Bogotazo. “Es un recurso que se gastó, aun cuando dejan que se deterioren y a nadie impactan”.
Intervención social vs. vandalismo
La discusión cobra aún más relevancia después de que las movilizaciones sociales que se tomaron Bogotá y otras ciudades del país, dejaron huellas –y daños– en monumentos de espacio público.
Los daños se justifican bajo la premisa de que estos como parte de una protesta, por ejemplo, en contra de las masacres que se cometen, no son equiparables a las masacres que se cometen. La discusión no lo ignora, pero exige distinguir entre aquellas intervenciones que no comprometen la integridad de nada ni nadie (y cuyo discurso logra sublevarse) versus el comportamiento encabronado.
Según Morales Thomas, desde el IDPC están repensando el tema de apropiación y monumentos a tal punto que, por ejemplo, consideran que la “vandalización” que recientemente se estampó contra el Monumento a las Banderas tenía que ver con los cuerpos femeninos y con un mensaje muy fuerte de violencia contra estos. “Aunque fue pre inaugurado por Peñalosa, lo volveremos a inaugurar formalmente el 8 de marzo porque tiene que ver con la transversalidad del mensaje de género que la alcaldesa, Claudia López, ha estado insistiendo. Es de 1948, pero la violencia sigue vigente, más sobre las mujeres, y la idea es mandar un mensaje de patrimonio que no solo habla del pasado sino del presente y de las disputas simbólicas, en este caso asociadas a lo que la sociedad reclama”.
La maestra Beatriz González, por su parte, advierte que no está de acuerdo con los daños ocasionados al bien público pese a que entiende que las nuevas generaciones nacieron sin esa memoria a la que su generación, por ejemplo, está condicionada. En la primera marcha del Paro Nacional reciente, para ella, “querían incendiar la Alcaldía”. Y uno de los objetivos, como las imágenes presumen, era tumbar la estatua de Bolívar en la Plaza tras prenderle fuego. Por eso, para González, sí es necesaria la diferenciación entre llamar la atención y anular de manera explícita.
El ejemplo que emplea para justificarlo es del monumento a Los Héroes, que tiene “otras implicaciones muy feas”, dice. “Ese monumento fue hecho por Gustavo Rojas Pinilla, durante su dictadura. El Bolívar que está en el monumento fue trasladado por petición de él, en favor de los militares. De hecho los nombres de ellos están inscritos en el monumento. Pero más que un rechazo al héroe sobre el caballo, creo que hay un rechazo a la exaltación del Ejército. Se llama los héroes, además, sin olvidar que Rojas fue militar”.
"Los Columbarios, particularmente, son objetivo de lo que se ha denominado ‘conspiración contra la memoria’ y Beatriz González está convencida de que memoria no hay dos".
Lo cierto es que un Bolívar con una ruana o la misma Policarpa Salavarrieta con un pañuelo verde, a favor del aborto y del feminismo, sirven para subvertir sentidos sin afectar la integridad de la obra. Mario Omar Fernández recalca que hay acciones que pueden ser reversibles y otras no y, por eso, es que unas pasan por vandálicas. El conservacionista cree, además, que si en la Plaza de Bolívar estuviera Santander o Nariño ocurriría lo mismo que con Bolívar, porque la protesta es en contra del poder religioso y político que ahí se concentra. “Lo que me sorprendió de las protestas en México, por ejemplo, fue que un grupo de restauradoras intervino sobre el Ángel de la Independencia asegurando que así se valoriza y resignifica el monumento. Es una discusión que se tiene que dar”, dice Morales.
Este último tiene, por cierto, una colección de fotografías sobre el Bolívar de la Plaza: Bolívar con un hombre desnudo, Bolívar con una mata de marihuana, Bolívar con una camiseta del Che, Bolívar con con sombreros, Bolívar etc. Lo considera el gran testigo de todas las manifestaciones: desde el velorio del periodista Jaime Garzón, pasando por las obras de la artista Doris Salcedo hasta el campamento de los recicladores.
Para Beatriz González esas expresiones no sólo son bellas sino que son una muestra de la manifestación social del presente “¡Por fin llegamos al siglo XXI en Colombia!”, dice. “No toleramos las locuras de la guerra de este Gobierno”. Teme, sin embargo, la falta de respeto hacia los otros y hacia la utilidad de lo público.
“Los nuevos símbolos, como las narices de cerdo del presidente, me parece que crean una nueva simbología que no atenta contra nada y vale la pena que las multitudes creen cultura”.
Fernández, por su parte, considera interesante la pugna entre las marchas por escribir sobre el monumento y el empeño de la Alcaldía por limpiarlo antes de que pasen 24 horas. “La piedra se puede sustituir fácilmente, sin embargo, una intervención puede costar más de mil millones y hubo un año, por ejemplo, en que hubo más de diez intervenciones. Otra discusión vigente”, según dice.
Morales Thomas, desde la oficina de Patrimonio del Distrito, está dispuesto a dar esa discusión. Sabe que robar la espada de Bolívar –como ha pasado tantas veces– es un mensaje que atenta contra la integridad del monumento y el patrimonio pero, finalmente, es un escenario discursivo donde las manifestaciones sociales se inscriben.
“Hay que avanzar un poco en este debate abierto con la sociedad y mirar cómo lo abrimos. Que no sea únicamente señalando el daño, sino revisando qué conversación podemos dar alrededor de eso”, promete.
Anti y contra – monumentos:
no hay tiempo, pero hay memoria
Colombia tiene en primera fila a Doris Salcedo cuando presume la reinvención del monumento en su sentido tradicional. La obra Fragmentos, donde la artista fundió 37 toneladas de armas entregadas por las Farc sucedió luego de que más de 1.500 personas hubieran fundido con ella una bandera de la paz en la Plaza de Bolívar. Así el relato de nuestra historia cobró otros matices.
Salcedo acompañó a la maestra Beatriz González cuando en 2009 fue inaugurada la obra Los Columbarios. González recuerda haberle preguntado a Salcedo si creía que la obra permanecería mucho tiempo, a lo que esta última repuso: “Tiene que ser para siempre”. ¡Extraño! –dijo la maestra González–, pues no ignora que el valor esencial del contramonumento y del antimonumento tiene su raíz en la magia de lo efímero.
Por eso la pintora se pregunta, todavía hoy, si la temporalidad fugaz de la corriente artística de los contramonumentos (que, entre otras, representa la memoria antiheróica) se puede volver agresiva e ir contra la memoria. Ella sabe que Los Columbarios, particularmente, son objetivo de lo que se ha denominado ‘conspiración contra la memoria’ y está convencida de que memoria no hay dos, como dice.
“A Los Columbarios le quitaron el carácter de monumento porque querían un parque de recreación con piscina. El proyecto que hizo la Alcaldía era espantoso: no solo era con prado sintético, sino que quería que se vendieran paletas y que hubiera una serie de cosas divertidas. No se trata entonces del cambio de una memoria a otros valores, sino suprimir la posibilidad de engendrar memoria. Era borrarla como está haciendo el director del Centro Nacional de Memoria Histórica, negar que hubo conflicto armado. Los Columbarios se enmarcan en esa categoría”, cuenta Beatriz González.
Para Morales, en cambio, Los Columbarios será un proyecto estratégico. El antropólogo asegura que la obra sí tiene un fuerte mensaje sobre la importancia de reivindicar la memoria del conflicto de esta sociedad, por lo que la va a re-incluir en el inventario del Distrito, ya que fue excluida en la anterior administración. Promete, además, hacer una interacción social y comunitaria de la obra para que esta dialogue con el Centro de Memoria Paz y Reconciliación porque, en sus palabras, refleja la voz de las víctimas y muestra el horror de la guerra para no repetirlo.
"El monumento tradicional obligaba a elevar la mirada, a sentirse pequeño frente a un acto y se enfrenta al monumento mucho más contemporáneo, entendido bajo otros criterios".
“Entendemos tanto que el patrimonio es un lugar en disputa para crear lazos sociales que creemos en la necesidad de trabajar en lo que han denominado patrimonios hostiles, que son declaratorias donde los patrimonios también interpelan por el sentido del pasado y por nosotros como sociedad y generación”, asegura Morales Thomas.
Mario Omar Fernández lo celebra. Él estuvo en desacuerdo con que el Instituto hubiera favorecido los intereses particulares de un gobierno en lugar de proteger y conservar el patrimonio: “es absurdo que el encargado de cuidar algo se ponga en contra de lo que debe cuidar, eso genera un mensaje peligroso. Los intereses políticos no son distintos en el territorio nacional y cada que cambiemos de administración, no podemos cambiar de concepto patrimonial”.
Muy afín con la idea está Daniel Castro, del Museo Nacional. Comenta que de la Vigésimo segunda Cátedra Anual de Historia Ernesto Restrepo Tirado de 2018 salió una conclusión académica que lleva por título Monumentos, antimonumentos y contramonumentos, espacios para la memoria que tiene que ver en parte, con que el ejercicio de monumentalización “hoy es múltiple, variado, diverso, semánticamente más amplio de como era concebido desde finales del siglo XIX y desde las primeras décadas del siglo XX”.
“El monumento tradicional obligaba a elevar la mirada, a sentirse pequeño frente a un acto y se enfrenta al monumento mucho más contemporáneo, entendido bajo otros criterios, que nos ponen en una condición de igual frente a lo que vamos a recordar. Eso nos permite generar procesos de inmersión y significación de sentidos mucho más sensibles que el distanciamiento”, comenta el director.
Hoy se habla, por ejemplo, de monumentos fugitivos, de monumentos más evanescentes, de monumentos efímeros. La maestra Beatriz González insiste en que la razón de ser del anti o contramonumento, desde su concepción, implica que no pueda ser para siempre, que “la eternidad del monumento no existe”. Y aunque eso le parece positivo, porque permite hacer cosas más allá de seguir llenando de próceres cada plaza, invita a reflexionar sobre qué obras perduran y cuáles no y por qué. Recuerda que en 1999, mientras caminaba en Berlín, encontró a alguien reclamando porque le habían quitado un brazo a una estatua de Goethe. “¿Pero un poeta? –se preguntó–. Terrible irse en contra de todo lo que tiene valor”.
Para la mayoría sería inerte que el monumento se erija si no tiene una sociedad que vuelve y lo mira con sentido crítico.