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El Papa Francisco y la ambigüedad del Espíritu

Uno de los legados más importantes de Francisco es  teológico-político: el haber logrado hacer persuasiva e inteligible para muchos una articulación entre el concepto teológico de “Dios” y el concepto histórico de “Revolución”. Ensayo.

por

Carlos A. Manrique

Profesor del Departamento de Filosofía de Uniandes


04.05.2025

La reciente película Cónclave, más allá de la fascinación de su estética y de su intriga, tiene la gran virtud de hacer pensar a un público amplio sobre un problema filosófico profundo: el de una institución que se concibe bajo la autoridad de una verdad trascendente, y a la vez encarnada en el mundo.

 ¿Qué tipo de gobierno, de sujeto histórico, de corporeidad colectiva y, en fin, de institucionalidad, se constituye así? Tras esa estética dislocada y anacrónica, majestuosa y sobria, de la arquitectura del vaticano y la indumentaria clerical; tras la intriga demasiado humana de la realpolitik en el seno de una institución regida por un Reino que no es de este mundo y que llama a una bondad santa, la película aborda el “misterio” de la Iglesia. En lenguaje teológico, se trata del enigma de una institución cuya vida mundana y material depende de la fuerza de la tercera persona del Dios trinitario de la fe Católica: El Espíritu Santo. Sonaría algo extravagante decir que la mayor virtud de la película es hacer teología cinematográfica, poniéndonos  a pensar en el Espíritu Santo a través de su trama audiovisual, pero sí. Más allá del dramático rojo escarlata que contrasta con la sobriedad del decorado renacentista, o de la intriga maquiavélica sobrepuesta al deseo de santidad, la película logra una narración de la Iglesia que se toma en serio sus propios términos, o como se suele  decir hoy, su “cosmovisión”: el acaecer del Espíritu Santo en la historia, un acaecer que sólo puede ser pensado, cuasi comprendido, en el modo de una ambigüedad irreductible. Como “a través de un vidrio oscuro”, en las palabras de Pablo en la Carta a los Corintios. 

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Ambigüedad como entrelazamiento de contrarios (“complexio oppositorum”, como lo estudiara a su manera y en detalle Carl Schmitt): el discurso “desde el corazón” del cardenal decano Thomas Lawrence cuando reza por un Papa que dude y que peque, pues sólo en ese entrelazamiento de duda y fe, de pecado y bondad, de finitud y eternidad, se discierne el Espíritu que guía a Iglesia. Ambigüedad como invisibilidad perceptible (también anudamiento de contrarios pero acá en una inflexión más ontológica que epistemológica, es decir, más relacionada con lo real del mundo y no con cómo lo conocemos): cuando el Espíritu sopla levemente y en un susurro hace temblar las papeletas de los cardenales rozando sus cuerpos ataviados mientras escriben su voto, tomando la decisión definitiva. Ambigüedad como hermafroditismo espiritual, la inocencia más realista o el realismo más inocente de quien ama a la humanidad con mayor intensidad después de haber sido testigo de los horrores de la guerra: el cardenal Benítez. Tensión espiritual en la que la compasión celestial y los infiernos del mundo no se han excluido sino entreverado. Hermafroditismo espiritual que en su cuerpo se acentúa en la ambigüedad irresuelta de su hermafroditismo sexual.  

La viralidad de los últimos días de imágenes y palabras del Papa Francisco se ha enfocado en su papel como guía moral, y como aglutinador geopolítico. Por un lado, los mensajes motivacionales sobre la educación, sobre la sexualidad, sobre la vida en pareja, y un largo etc, todos mensajes muy sabios y bonitos (me enterneció especialmente el video en el que le lanza una pelota a un Border Collie en uno de esos paréntesis improvisados con los que solía interrumpir los protocolos para luego estallar en una magnífica carcajada, porque en casa tenemos uno muy parecido al del video). Por otro lado, su ceremonia fúnebre rodeado de altos dignatarios de Estado y logrando convocar respeto y admiración a través de una gama inusualmente diversa  del espectro internacional. Pero entre una y otra de estas facetas (la de guía moral y la del diplomático aglutinador), hay que seguir la pista de la película Cónclave para pensar la figura del Papa Francisco y la Iglesia que representó y a la que le entregó su vida, en sus propios términos. En el ethos de las ciencias sociales es ya un lugar común el llamado a escuchar la voz del otro, de quien habla desde una  perspectiva diferente en virtud de su forma de vida y de habitar el mundo. Pero en nuestro medio ese llamado se topa con  un límite cuando esa otra voz es una voz teológica, y en particular una voz teológica católica. Ello por razones históricas que son seguro comprensibles pero no por ello menos desafortunadas, pues la profundidad de la reflexión teológica sobre la condición humana está sin duda a la par que cualquier otra ciencia social o natural, o que la misma filosofía, en la tarea de comprender los desafíos del ser humano frente al mundo y la historia. Tratemos entonces de enfocar la figura del Papa Francisco, en sus términos, que son los de una comprensión teológica  de la Iglesia de la que fue pontífice, en la que la tercera persona del Dios trinitario, el Espíritu Santo, juega el papel decisivo.

Sociólogos que han investigado el tema han mostrado la enorme influencia que tuvo sobre el sacerdote, luego obispo y cardenal Jorge Bergoglio, y luego Papa Francisco, la “teología del pueblo” nacida y elaborada en Argentina desde finales de la década de 1960. Bergoglio se refirió en numerosas ocasiones e incluso escribió sobre la principal inspiración intelectual y referente pastoral de esta escuela teológica, el Padre Rafael Tello1. Estos estudiosos nos explican cómo la “teología del pueblo” fue el resultado de la reflexión de una comisión de Obispos designada por la Iglesia argentina tras el Concilio Vaticano II para analizar las vías de implementación de sus directrices, y las implicaciones de la Doctrina Social de la Iglesia allí definida, para la acción de la Iglesia en el contexto argentino. 

Allí se comenzó a formar un pensamiento teológico específico, bajo el liderazgo de Rafael Tello, que respondió de manera novedosa a la pregunta de cómo la Iglesia podía responder a ese llamado del Concilio: el de actuar como una fuerza social transformadora con miras a la justicia social, a la defensa de la dignidad humana, especialmente del lado de los más desfavorecidos por las estructuras de desigualdad socioeconómica del capitalismo globalizado. La originalidad de la respuesta de Tello, según estas investigaciones, consiste en el énfasis en la religiosidad popular, una forma específica de “cristianismo popular” (este es el término de Tello), que se configura en las prácticas de una devoción religiosa muy material (las estatuas, estampillas, escapularios, peregrinajes, fiestas patronales, etc). Prácticas que emergieron, a su vez, de la apropiación que hicieron los pueblos subalternos durante el proceso de colonización violenta del continente. Así, a diferencia de las vertientes más conocidas y quizás por entonces dominantes de la “teología de la liberación” en América Latina, la clave de análisis del papel de la Iglesia como fuerza social transformadora comprometida con las luchas sociales de los pueblos marginados, pasaba por la vitalidad de su cultura religiosa y las formas de sociabilidad (comunitarias, solidarias) que estas cultivaban. 

Escribo “teología de la liberación” entre comillas pues este término se ha vuelto un comodín para hablar de cualquier forma de alianza de la Iglesia Católica en América Latina con los movimientos sociales, perdiendo de vista diferencias intelectuales y de militancia pastoral y política muy importantes, y asumiendo una unidad donde no la hay, entre formas muy diversas  como el llamado del Concilio a un compromiso activo de la Iglesia por la transformación de aquellas estructuras sociales que obstaculizan la promoción de la dignidad humana, se arraigó en la Iglesia en América Latina. 

A diferencia de las versiones más mainstream o reconocidas de la “teología de la liberación”, la “teología del pueblo” –que hay que distinguir de esta última– no buscó la clave de análisis histórico para la lucha por la emancipación popular, en el marxismo académico de los intelectuales urbanos de izquierda (en quienes estos teólogos quizás vieron  una nueva versión  de la “ciudad letrada”), sino en la religiosidad popular arraigada en los sectores populares latinoamericanos. En la vida comunitaria y social allí forjada en el terreno, con prácticas concretas como peregrinaciones, fiestas, o el altar con estatuas y estampas en el hogar o el lugar de trabajo. Ahí es donde habría de buscar el potencial de cohesión y acción colectiva para los pueblos de América Latina en su lucha contra la marginalidad y la opresión, y no en una teoría de la historia del “materialismo dialéctico”. Ambas, la teología de la liberación y la del pueblo, le dan una importancia en todo caso fundamental a la “praxis” como forma de comprensión del mundo social y de la orientación de la acción colectiva . Pero en ese paso de la primacía de la ortodoxia a la de la ortopraxis, como lo acuñó de manera célebre Gustavo Gutiérrez, el movimiento de la reflexión teológica desde la praxis que vuelve luego de manera dialéctica a orientarla después de nutrirse de ella, conserva quizás en la teología de la liberación una relación aún jerárquica del pastor teólogo sobre el pueblo cuyas luchas acompaña. Mientras que la teología del pueblo está, en cambio, más orientada a inspirar y guiar la inmersión del pastor en la vida de su pueblo, cuya vitalidad religiosa  es la fuerza histórica de la acción colectiva y del cambio social, y en la que este se sitúa como “uno más” que acompaña o camina con la gente. 

Es muy claro a partir de este breve recuento cómo esta visión teológica es decisiva para una de las características centrales del pensamiento teológico y eclesial del Papa Francisco: la necesidad de que la Iglesia salga de sí misma hacia las periferias sociales. La necesidad de una Iglesia fuera del templo, y en los márgenes. Fuera de sí misma tanto en términos de las prácticas rituales, como en términos del conocimiento mismo de Dios. Pues Dios actúa y obra en el “pueblo” y en sus prácticas de devoción popular. La Iglesia no sale tanto a evangelizar sino a ser evangelizada. No es tanto el pastor el que guía a su pueblo, sino el pueblo el que inspira y fortalece al pastor. (Quizás esto en sintonía con la repetida solicitud del Papa Francisco: “recen por mi”) 

Como lo ha dicho la antropóloga Valentina Napolitano en un interesante texto tras la muerte del Papa Francisco, este viraje de una Iglesia caracterizada por un movimiento del centro a la periferia, a una iglesia que enfatiza y promueve el movimiento de la periferia hacia el centro, es una “verdadera revolución geo-sísmica”:

“he relocated the immobile motor of the Church—the heart—not just to the periphery, to those far from power, to those seen as marginal in the literal sense, but through a new dynamic of centrifugal and centripetal movement: locating the heart in a movement  by an outside (the periphery) inward (toward the center of the Curia Romana)—rather than a more  traditional movement from the inside out.”2

[Trasladó el motor inmóvil de la Iglesia -el corazón- no sólo a la periferia, a los alejados del poder, a los considerados marginales en sentido literal, sino a través de una nueva dinámica de movimiento centrífugo y centrípeto: situando el corazón en un movimiento de fuera (la periferia) hacia dentro (hacia el centro de la Curia Romana) -en lugar de un movimiento más tradicional de dentro hacia fuera]

Esta revolución en la relación de la Iglesia con su pueblo, o más bien, puesto que la Iglesia es el “pueblo de Dios”, este cambio no sólo en cómo lo concebimos sino en cómo se forma “el pueblo de Dios”, ciertamente refleja la inspiración de la “teología del pueblo” emergida de las barriadas de Buenos Aires, que el Papa Francisco describió en muchas ocasiones como una influencia decisiva en su pensamiento y sacerdocio. Pero hay algo más, y es que esta revolución en la kinesis misma de la Iglesia, es una reflexión sobre el movimiento del Espíritu Santo, como aquello que la vivifica, es decir, que la hace un cuerpo colectivo vivo en la historia, y no solamente una infraestructura arquitectónica y burocrática de un alcance global impresionante, y sí, con un alcance mediático también muy poderoso como se vio en la transmisión televisiva del funeral del Papa Francisco. 

A las razones demográficas de la realpolitik de lo que los sociólogos llaman la competencia en el mercado religioso, hay que articularle las razones teológicas  que confirman que el futuro de la Iglesia Católica está más allá de las fronteras de Europa. La Iglesia Católica lleva algunas décadas ya en un proceso de des-europeización notable. Las regiones del mundo en donde crece de forma más dinámica el número de católicas y católicos son África, las Américas y Asia (en ese orden), sumando estos tres continentes el 80% de los 1.4 billones de católicas/os del mundo. Pero esa teología de la salida de la Iglesia de sí misma, que es el sello del Papa Francisco, tiene un trasfondo teológico más allá de la tozudez de estos números. Implica una reflexión también muy revolucionaria sobre la fundamental misión de la Iglesia, que es la misión espiritual de la evangelización. 

La evangelización es la acción del Espíritu Santo encarnado en la historia del mundo, guiando a su “pueblo”. El cambio de este movimiento del centro a la periferia (que es un movimiento colonizador), a uno de la periferia al centro (que es un movimiento de acogida y de auto-cuestionamiento en la experiencia de la hospitalidad), implica que el Espíritu Santo ya obra allí en el mundo, en los contextos y culturas de sus pueblos, antes de que la Iglesia llegue a su encuentro.

La “inculturación”, la necesidad de arraigar la fe católica a los entramados culturales de los pueblos del mundo en su inmensa diversidad, que, junto con el llamado al compromiso de la Iglesia con las luchas concretas de los marginados, es otro de los más transformadores lineamientos del Concilio Vaticano II y la Doctrina Social de la Iglesia allí forjada, implica una salida de la Iglesia de sí misma no solamente en términos espaciales, sino también en términos estrictamente teológicos. Implica que la Iglesia deje de pensar en sí misma como la condición de la acción del Espíritu Santo en el mundo, y piense cada vez más en sí misma como receptora y potenciadora de esa acción, cuyo locus operandi son “los pueblos”. 

“La globalización de la esperanza, que nace de los Pueblos y crece entre los pobres, debe sustituir esta globalización de la exclusión y la indiferencia.” dijo el Papa Francisco en su Discurso  en el encuentro con los movimientos populares en Bolivia en 2016.

Esta globalización de la esperanza es la nueva concepción de la evangelización. Su origen, el Espíritu de Dios que vive “en los pueblos y crece entre los pobres”. Su movimiento, de la periferia al centro. Su afecto, la alegría. Su política: contra el orden social dominante hoy en el mundo.

Los que hoy abogan en la Iglesia por un cambio de rumbo, reconocen la cercanía pastoral de Francisco pero le critican su “falta de precisión doctrinaria”, en relación con cuestiones álgidas del presente como el matrimonio igualitario, el sacerdocio para las mujeres, y si hay o no una “guerra justa” como lo ha sostenido desde San Agustín la doctrina de la Iglesia. Esta angustia por la “falta de precisión doctrinaria” refleja no haber comprendido la “revolución sísmica”, como dice Valentina Napolitano, en la comprensión del movimiento del Espíritu en el que se forma la Iglesia como “pueblo de Dios”. La precisión doctrinaria llama de nuevo a un movimiento disciplinante de un centro de poder hacia su periferia. 

Así,  quizás uno de sus legados más importantes, para la teología y para una filosofía en diálogo con esta, es la necesidad de construir otros modos no doctrinarios ni dogmáticos del pensamiento teológico, sintonizados con esa ambigüedad irreductible del Espíritu de Dios en su encarnación en el mundo. Y sólo ese modo del pensamiento teológico podrá estar a la altura de otro de sus legados más importantes, este propiamente teológico-político: el haber logrado hacer persuasiva e inteligible para muchos, y sobre todo para quienes más luchan en el terreno por un cambio social día a día y de manera incansable, una articulación entre el concepto teológico de “Dios” y el concepto histórico de “Revolución”. No por la vía de la teoría académica marxista, sino por la vía de la humildad y sabiduría arraigadas de “los pueblos”. Una articulación que la división actual del campo político en los polos “conservador” vs. “progresista”, o “derecha” vs. “izquierda”, no puede registrar ni comprender:

“Ustedes, los más humildes, los explotados, los pobres y excluidos, pueden y hacen mucho. Me atrevo a decirles que el futuro de la humanidad está, en gran medida, en sus manos, en su capacidad de organizarse y promover alternativas creativas, en la búsqueda cotidiana de «las tres T» ¿De acuerdo?  (trabajo, techo, tierra) y también, en su participación protagónica en los grandes procesos de cambio, Cambios nacionales, cambios regionales y cambios mundiales. ¡No se achiquen!” dijo el Papa en  aquel Encuentro con los movimientos populares en Bolivia.

Dios y Revolución aunados en la ambigüedad del Espíritu. Ojalá que sea ese Espíritu el que de nuevo sople ligeramente haciendo temblar la papeleta donde los Cardenales escribirán su voto, como en la película. Pero si no es así, podemos confiar  que ese Espíritu acompaña a “los más humildes, los explotados, los pobres y excluidos” y habita sobre todo allí, más que en el Vaticano, y allí debe ser pensado y discernido.

1 Pablo Forni. “Los movimientos sociales argentinos y la teología del pueblo”. Política y Sociedad, 60 (2), 2023

2 Valentina Napolitano. “When a Pope dies another one is made. Yes and No”. Entrada de Blog del 23 de Abril de 2025. Enlace aquí.

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Carlos A. Manrique

Profesor del Departamento de Filosofía de Uniandes


Carlos A. Manrique

Profesor del Departamento de Filosofía de Uniandes


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