El 29 de octubre de 2021, el Tribunal Superior del Distrito Judicial de Villavicencio anuló la sentencia de primera instancia que permitió que Este es el cordero de Dios, el libro que revela el mayor caso de abuso sexual confirmado de un grupo de sacerdotes contra un solo sobreviviente en Colombia, siguiera en las librerías.
En la decisión, notificada el 3 de noviembre, el magistrado Alberto Romero Romero devolvió el expediente al juzgado original, y le solicitó al juez que vinculara en el proceso a la Congregación para la Doctrina de la Fe, que es la oficina de la Iglesia católica que se encarga, desde el Vaticano, de absolver, condenar o suspender a los sacerdotes que abusan de niños, niñas y adolescentes.
El expediente regresó al despacho del juez Andrés Villamarín Díaz, del Juzgado Segundo Civil del Circuito de Villavicencio, quien después de cumplir con la orden del superior, tendrá que emitir una nueva sentencia en la batalla legal que se libra por la arremetida que la Iglesia católica emprendió para evitar que se conozca esta investigación periodística, luego de que en un solo día (24 de septiembre) siete sacerdotes interpusieron siete tutelas en contra del autor, Juan Pablo Barrientos, y de la Editorial Planeta. Seis de esas siete tutelas fueron falladas en primera instancia a favor del periodista. La séptima, aunque aparece en el portal de la Rama Judicial, todavía no ha sido notificada.
En una de esas tutelas vincularon como tercero interviniente al arzobispo de Villavicencio y expresidente de la Conferencia Episcopal de Colombia, monseñor Óscar Urbina Ortega, quien a pesar de que había suspendido a los sacerdotes mencionados en la investigación periodística, salió en su defensa argumentando que el libro “carece de sustento fáctico y jurídico”; aseguró que los curas “están en indefensión frente a la grave vulneración de sus derechos fundamentales, grave daño que se extiende a la Iglesia católica”, y atacó al autor diciendo que “quien pudo incurrir en algún delito es el periodista Barrientos Hoyos”.
Urbina también se quejó ante el juez porque su nombre apareció en el noveno capítulo de Este es el cordero de Dios, en el que un hombre cuenta que el arzobispo lo abusó sexualmente cuando era niño y en plena confesión. Dijo además que sus derechos fundamentales se han visto afectados porque, con pruebas, se le señala de haber encubierto a sacerdotes pederastas y se habla de su cercana relación con el exalcalde de Cúcuta Ramiro Suárez Corzo, condenado a 27 años de cárcel.
A pesar de que Urbina no interpuso ninguna tutela por su cuenta, impugnó la sentencia de primera instancia con el apoyo de los abogados de la Conferencia Episcopal, quienes también han defendido al arzobispo de Medellín, monseñor Ricardo Tobón Restrepo, en los procesos para acceder a información de esa Arquidiócesis.
¿Qué es lo que tiene este libro que la Iglesia católica no quiere que se lea? Este es el cordero de Dios relata la historia de un mismo hombre que fue abusado sexualmente e inducido a la prostitución por 38 sacerdotes de la Arquidiócesis de Villavicencio, desde sus 15 años y hasta sus treintas. Su historia fue escuchada por las autoridades gracias a la tenacidad de tres mujeres, cuya historia también se cuenta en el libro. La obra además documenta cómo el actual arzobispo de Bogotá y presidente de la Conferencia Episcopal de Colombia, monseñor Luis José Rueda Aparicio, protegió a uno de los 38 sacerdotes involucrados en la historia de Pedro, nombre ficticio que el autor escogió para proteger la identidad del denunciante.
Vorágine y los medios aliados de La Liga Contra el Silencio comparten el primero de los diez capítulos que tiene el libro, prologado por Daniel Coronell. Porque la historia se repite. En 2019, la Iglesia católica también quiso censurar el libro Dejad que los niños vengan a mí, escrito por Barrientos y en el que se denuncian casos de pederastia y de encubrimiento, sobre todo en Medellín. Sin embargo, la justicia les dio la razón al periodista y a Editorial Planeta, quienes ganaron todos los pleitos judiciales.
El autor de esta investigación ha decidido entregarle al sobreviviente de los 38 sacerdotes del Meta, como un primer gesto de retribución y justicia, la mitad de las regalías por las ventas de Este es el cordero de Dios. El resto las destinará a un proyecto para contratar a un equipo de periodistas que siga revelando los archivos secretos de la Iglesia católica colombiana, plagados de pruebas sobre abusos sexuales contra niños, niñas y adolescentes, porque dos manos son insuficientes para esa tarea. Por eso, los invitamos a que después de leer el primer capítulo —y de comprar el libro, si deciden hacerlo—, compartan en sus redes sociales sus impresiones con el hashtag #ElArchivoSecreto, para que esta historia no quede en el olvido.
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ESTE ES EL CORDERO DE DIOS
(Editorial Planeta)
Un libro de Juan Pablo Barrientos, escrito a seis manos con los periodistas de Vorágine Pacho Escobar y Mauricio López Rueda.
CAPÍTULO 1
Las elegidas
El papel aguanta todo y más si se le estampa la firma papal. El 9 de mayo de 2019, Francisco publicó una carta apostólica en forma de Motu Proprio, es decir por iniciativa propia y valiéndose de su autoridad, titulada Vos estis lux mundo, que traduce Vosotros sois la luz del mundo. En este documento les ordenó a todos los obispos del mundo conformar comisiones en cada diócesis para el cuidado de los niños, niñas y adolescentes. En el punto trece enfatizó que en estas deberían participar «personas cualificadas».
—Monseñor, toca poner a dos abogados en esa comisión —le dijo el vicario a su obispo.
—Busquemos a dos viejitas jubiladas, bien rezanderas —respondió el jerarca.
—Qué así sea —concluyó el vicario
Este diálogo se repitió en todo el mundo. Solo cambian los personajes de las viejitas jubiladas por abogados empleados de la curia, profesores de Derecho adscritos a universidades católicas o cualquier otro letrado manipulable. Esas comisiones las conforman además psicólogos, trabajadores sociales, padres de familia, monjas, curas y hasta el obispo. Cada mes se reúnen para trabajar en campañas de prevención y también para conocer los archivos secretos y los testimonios de las víctimas de sacerdotes pederastas para aconsejar al obispo en las decisiones que tiene que tomar.
—Socorro, te espero en la misa del 31 y luego en la cena en la casa cural con mi familia y el obispo.
—Claro padre, allá estaré con mi esposo
Devota de misa y limosna diaria, lectora en la liturgia, acólita si era necesario; siempre con el rosario en la cartera, y no de adorno, sino como una de sus herramientas más poderosas; la Biblia presidiendo la sala de su casa; amiga del párroco, al punto de ser invitada a las lujosas cenas que ofrecía en las fechas religiosas más importantes, María del Socorro Martínez Almanza, Socorro para sus allegados, era la candidata perfecta para la comisión.
Sus títulos y experiencia como abogada, administradora de empresas y profesora, la hacían idónea para ocupar ese puesto. Tiene cincuenta y seis años, está jubilada, es madre de dos hijos adultos y hace poco se estrenó como abuela de León Grande. Esta barranquillera enérgica, con todo el sabor de su tierra, trabajó más de dos décadas en la Procuraduría Judicial Penal del Meta, donde conoció de primera mano los crímenes más atroces que se pueden cometer. Fue una funcionaria juiciosa, dedicada a su familia, su trabajo y, sobre todo, a su Iglesia.
El lunes 31 de diciembre de 2018, Socorro se emperifollaba mientras Richard, su segundo esposo, un bogotano de su misma edad, buscaba la mejor pinta. Estaban invitados a la cena de Año Nuevo en la Catedral de Nuestra Señora del Carmen de Villavicencio. Compartirían mesa con el arzobispo y presidente de la Conferencia Episcopal, el obispo más importante de Colombia. Una bendición y un honor para cualquier católico practicante.
El párroco Gustavo Botero suele celebrar la cena de Navidad en la catedral, con gran rimbombancia y protocolo. Lleva a su mamá, a sus hermanos e invita al arzobispo Urbina. Como sabía que Socorro estaba sola por esas fechas también la convidaba. Ese año la invitó a esa celebración y a la de Año Nuevo, lo cual habla de la cercanía y confianza que le tenían.
—Desde las novenas, que comienzan el 16 de diciembre, él me decía: «Socorrito, ¿dónde va a pasar la Navidad?». Yo respondía: Padre, todavía ni sé. Ahí en la casa.
—Ya sabe, tanto usted como Richard están invitados a mi cena.
—Ah, bueno padre. Está bien.
El 31 de diciembre, Socorro y Richard fueron a la misa de Año Nuevo, a las diez de la noche, que era el preámbulo de la cena, a la que estaban invitadas unas quince personas, entre quienes estaban monseñor Urbina, su conductor, la madre del padre Gustavo, dos de sus hermanos, dos sobrinos y una señora que canta en la iglesia. Socorro hizo como siempre una de las lecturas. Al final, monseñor les preguntó a sus áulicos: «¿Cómo les pareció la homilía?». Todos le respondieron, como leyendo un libreto, «muy linda, muy emotiva, se sintió la presencia de Dios en el templo». Tanta hipocresía hacía que a Socorro le temblaran las piernas.
—Doctora, ya me enteré de que está gozando de su pensión, ¿qué va a hacer en adelante?
—Descansar, monseñor, porque estoy intoxicada de todo eso que viví.
—Doctora, es que hay un proyecto y yo quiero que usted me acompañe. Yo sé de su trayectoria, de su experiencia, de su hoja de vida, y sé que es una persona muy pulcra.
El arzobispo llevaba puesta su vestimenta eclesiástica color violeta, la mitra de las celebraciones litúrgicas y acompasaba su caminar solemne con su báculo pastoral. Parecía el mismísimo papa. Todo ese aspecto de buen hombre lo acentuaba con una mirada penetrante y un semblante serio, como si sus labios estuvieran a punto de decretar una excomunión.
Socorro había comenzado a trabajar en la Procuraduría un septiembre y se había jubilado en ese mismo mes veinticinco años después. Estaba feliz descansando y en ese momento no se le pasaba por la cabeza que pronto volvería a sentir el estrés y la adrenalina de los juzgados y los tribunales. La conversación con monseñor no había terminado, solo estaba en pausa.
Urbina bajó de su cúspide clerical y se cambió, como cualquier hombre terrenal subyugado por sus pecados, por la ropa negra de calle ordinaria con su pectoral. Su aspecto de jerarca duro de la Iglesia, de seguidor de Pedro el apóstol, le dio paso al de una persona cualquiera, común y corriente. Así volvió a conversar con Socorro, quien seguía extraviada en las alegorías bíblicas y el olor a santidad provocado por el incienso que había perfumado el templo durante la eucaristía.
—Tengo que decirle algo, doctora.
—Tranquilo, monseñor, me voy a quedar en la cena. Enseguida subo.
La cena se llevó a cabo en el segundo piso. El padre Gustavo lo preparaba todo con magnífico detalle. Le encanta la culinaria. También disponía la mesa con finos manteles blancos y cubertería plateada. Ubicaba velas y candelabros.
Transcurrieron unos cuantos minutos. Los invitados se sirvieron del opíparo bufete que había preparado el padre Gustavo y todos se sentaron a manteles. Monseñor Urbina en la cabecera de la mesa, como obligaba su autoridad moral y su jerarquía eclesiástica. El padre Gustavo se sentó a la derecha y Socorro, un tanto incómoda, fue acomodada a la izquierda.
—Venga, doctora, que necesito hablar con usted.
— Dígame monseñor, ¿en qué le puedo servir?
—Mire Socorrito, es que hay un proyecto, ordenado expresamente por el papa, de carácter obligatorio. Cada arquidiócesis debe conformar una comisión integrada por personas de altas calidades y quiero que usted sea una de esas personas, porque usted es penalista, y tiene una brillante trayectoria.
— Monseñor, ¿y quiénes son los demás integrantes?
—Hay una pareja de padres de familia, una psicóloga, una trabajadora social y otro abogado penalista.
—¿Y quiénes son?
—Todavía no estoy seguro, por eso no puedo decirle quiénes son.
El grupo de escogidos era todavía incierto y el obispo se notaba apurado, como que todo ese tema le fastidiaba. El abogado penalista era Jorge Socotá, quien había representado a un cura y a un seminarista de la Arquidiócesis de Villavicencio condenados por pederastia en un juzgado metense. Socotá se retiró dos días después de su elección por problemas de salud que tenía que resolver de inmediato.
Socorro siguió conversando con monseñor en medio de la cena y le hizo las preguntas de rigor: «¿Y esa comisión qué fin tiene? ¿Y cuánto tiempo requiere estar ahí?». Urbina absolvió todas las dudas. Le dijo que las reuniones serían mensuales, que se llevarían a cabo en la curia y le insistió que le ayudara, y que si después se aburría él entendería, pero que por ahora aceptara. La abogada le pidió tiempo para hablar con Richard y sus hijos. Luego lanzó una última pregunta para calmar su curiosidad.
—¿Pero a qué se va a dedicar la comisión?
Monseñor Urbina puso un semblante serio, se frotó los ojos, inhaló y exhaló con lentitud, con profundidad, y le respondió:
—Son directrices del papa Francisco. Es algo obligatorio. La comisión es para hacerles seguimiento a eventuales casos de abuso sexual con menores de edad dentro de la Iglesia.
Socorro abrió los ojos preocupada y le dijo que ese era un tema muy complicado. Urbina le imposibilitó la huida con estas palabras: «Aquí no hay ningún problema de esos. Hasta ahora no hemos tenido ningún caso de esos. Pero es una orden de arriba y hay que cumplirla».
La comisión se reunió por primera vez en mayo de 2019. Uno a uno se presentaron todos los miembros. Socorro advirtió de inmediato que ahí también estaba Olga Cristancho Vergara, la fiscal más temida del Meta. Asumió que era la segunda abogada, la que había reemplazado a Socotá. Se conocían, pero jamás se habían tratado personalmente. En la época en que estuvo en la Procuraduría, Olga no le hablaba a casi nadie, era muy prevenida porque todos le buscaban la caída. «Olga era una persona a la que la gente le jodía la vida. Yo sabía que era una persona muy correcta», cuenta Socorro. Los miembros de la comisión asumieron que Olga y Socorro eran amigas de toda la vida, pero no era así. Fueron las elegidas del arzobispo, por recomendación de sus sacerdotes, quienes tenían la tarea de encontrar a dos abogados rezanderos para integrar la comisión.
De misa semanal, con la Virgen en su foto de perfil de WhatsApp y un patio lleno de advocaciones marianas comunicadas por una fuente, Olga Cristancho era la candidata perfecta para la comisión. Alguien que por su fervor, pensaban los sacerdotes que la recomendaron, no incomodaría y se ajustaba al perfil de las cuotas de profesionales que exigió el papa. Olga conocía poco de la intimidad de la curia, pero pertenecía a un grupo de oración desde 2012. Se reunían los miércoles, recibían clases de religión, pero no discutían temas teológicos, y hacían bazares para ayudar a los ancianatos, sobre todo a uno que no tenía baño. El grupo estaba ubicado en el barrio de la parroquia donde oficiaba William Prieto Daza, vicario general de la Arquidiócesis.
En abril de 2019, Olga recibió una llamada del vicario, pero no alcanzó a contestar. Olga se la devolvió. Después de las presentaciones este le contó que la necesitaban de la curia. Monseñor Urbina quería verla en su despacho. No le dieron más detalles, pero ella confirmó su asistencia. Estaba ansiosa por hacer algo, moverse, poner su experiencia al servicio de la comunidad.
Olga se presentó en el despacho de monseñor Urbina con muchas expectativas. Llegó al tiempo que una trabajadora social con la que había trabajado hacía veinte años. A ambas las había citado el arzobispo. Llegaron hasta la oficina dispuesta para la reunión y se encontraron con tres sacerdotes y otras personas de la comunidad que participaban con frecuencia en las misas. También estaba Socorro Martínez, la otra abogada. Olga había trabajado con ella, pero no la recordaba. Gracias al comité de la curia terminaron siendo cercanas. Monseñor fue el último en ingresar, tal vez, para causar un efecto dramático. Él era el «representante de Dios en la Tierra» y su figura estaba cargada de solemnidad. Se sentó, frunció el ceño y comenzó la reunión.
«Muchas gracias a todos ustedes por presentarse. Resulta que el Santo Padre, el papa Francisco, dio instrucciones sobre el abuso sexual al interior de la Iglesia», dijo monseñor. Todos se miraron entre sí. Esas palabras, una detrás de otra, el verbo antes del sujeto, el sustantivo en medio, los dejó perplejos. Olga quería levantar las manos y pegar un grito, estaba emocionada de estar allí a punto de iniciar una cruzada contra el «abuso sexual en la Iglesia», pero aquello no terminaba de encajar en su imaginario, en sus costumbres tan católicas. «¿Un cura abusando de un niño? Eso es imposible, eso pasa en otras partes, muy lejos», pensaba. «Nos reuniremos cada quince días o cada mes. Yo les estaré informando de cómo van las cosas, pero aquí eso no existe, pueden estar tranquilos», concluyó monseñor y cerró la reunión.
Urbina no sabía en lo que se acababa de meter y el cura que le recomendó a Cristancho Vergara, al parecer, no le advirtió que esta señora era la funcionaria judicial más temida por la clase política del Llano. Si su objetivo era seguir encubriendo denuncias por pederastia para evitar un escándalo, no era buena idea incluir en la comisión a la fiscal que logró la captura y llevó el proceso del violador y asesino en serie de niños más peligroso del mundo: Luis Alfredo Garavito.
En el caso de Villavicencio, al igual que en el de todas las diócesis, arquidiócesis y comunidades religiosas de Colombia, estas comisiones las conforman personas que con buena intención quieren un cambio profundo, pero que solo son utilizadas como fichas decorativas para llenar unos requisitos mandados por Roma. La que presidía monseñor Urbina quedó conformada por Fredy Lozano León y Claudia Carolina Vargas, en representación de los padres de familia; Mariela Palomino, la trabajadora social jubilada de la Secretaría Departamental de Salud; Vilma Milena Villalobos, la psicóloga de la curia y del seminario; Jorge Enrique García Colmenares, psicólogo y sacerdote eudista de la Uniminuto; el padre Hernando Olaya Simbaqueba, juez del Tribunal Eclesiástico de Villavicencio; el vicario gene-ral, William Prieto Daza, un médico que de la noche a la mañana terminó en el seminario y al poco tiempo fue ordenado sacerdote; el canciller de la arquidiócesis, Carlos Villabón Capera, a quien todo el mundo conoce como el comunicador de la curia porque hizo un curso de comunicaciones en Roma; la monja Ana Lucía Quintero, quien dice ser psicóloga; Olga y Socorro, las exfuncionarias «en pensión» como las describe un derecho de petición que me respondió la arquidiócesis, completaban este variopinto grupo.
Urbina parecía Cristo reclutando a sus apóstoles. Se presentó ante ellos y les dijo, como imbuido por el Espíritu Santo, «ustedes son los elegidos». Era un grupo de personas de la Iglesia o cercanas a ella, muy familiares. Monseñor había conformado un jurado a la medida de su arzobispado. Todo parecía claro: la comisión había sido conformada para no hacer nada que alborotara el avispero.
Lo que ninguno de los religiosos involucrados imaginó es que en la mentada cena de fin de año, Urbina había armado su propio cadalso y cavado su propia tumba. Al invitar a Socorro y a Olga a la comisión había garantizado que funcionara y diera resultados. Ellas estaban dispuestas a destapar todas las ollas podridas que se encontraran. Ambas eran rezanderas, muy creyentes en la Iglesia, pero también fieles a sus profesiones y habían demostrado estar del lado de la justicia a lo largo de toda su vida. Por eso, cuando escucharon la ingenua estrategia que propusieron Claudia y Fredy («nosotros somos muy católicos y apoyamos siempre a la Iglesia, tenemos tres hijos, quizás podamos averiguar en los colegios y preguntar si los párrocos se comportan bien con los catequistas»), entendieron que si ellas no se unían la tal comisión no daría resultados.
En la primera reunión que tuvieron monseñor Urbina les dijo a los miembros: «Aquí no hay denuncias de ese tipo». Comenzó negando que casi la mitad de los ciento cuarenta y tres curas bajo su mandato han sido denunciados por pederastia y abuso sexual, lo que demostraba que el presidente de la Conferencia Episcopal solo quería una comisión de papel. En sus reuniones mensuales hablaría de temas varios, excepto del archivo secreto de la Arquidiócesis.
En la segunda se retiró el padre Olaya Simbaqueba. Antes de irse tuvo que ver una presentación de diapositivas sobre el derecho Canónico y el abuso sexual que preparó Olga. Ella tenía libros e investigaba. Socorro le ayudaba en lo que podía. Desde la primera reunión hubo una química fascinante entre las dos. Ambas encontraron en la defensa de la niñez una causa perfecta para ejercer el derecho en una institución que, hasta ese momento, amaban profundamente. Por su dedicación a la causa todos los demás miembros de la comisión comenzaron a aborrecerlas.
Los primeros meses y todo el 2019 transcurrieron en completa calma. Olga aprovechó su vasto conocimiento en derecho penal para darles talleres en cada sesión. Hasta preparó una cartilla de diez por quince centímetros para que fueran conscientes de la responsabilidad que habían asumido como miembros de esa comisión ante su Iglesia. La tituló Breve sinopsis de los delitos contra la libertad, integridad y formación sexuales en la legislación penal colombiana. En las páginas interiores la autora explica con el tono didáctico de una profesora, con mapas conceptuales, la diferencia entre el acceso carnal violento y el acto sexual violento, y los agravantes cuando ocurren con menor de catorce años o una persona incapaz de resistir. La hizo en Power Point y la llevó al formato de una minilibreta, hecha con el amor de una mujer que había investigado los crímenes más atroces que se pueden cometer contra los niños.
—A la primera reunión de la comisión yo llegué con una mochilita y tenía una pequeña libreta y un lapicero —cuenta Socorro—. Pero veo que Olga comienza a sacar libro sobre libro, todos señalados, estudiados.
Ser elegida por el arzobispo para conformar esta comisión fue el honor con el que Olga quería cerrar con broche de oro su exitosa carrera. Siempre fue la más aplicada de la clase. La tarea encomendada por el arzobispo no iba a ser la excepción, por eso se preparó, se leyó el derecho canónico, lo comparó con el penal, hizo mapas conceptuales, cuadros comparativos. Bajó de internet el Motu Proprio del papa Francisco, el documento en el que entregó las directrices para el tratamiento de las denuncias contra sacerdotes por violencia sexual infantil. Lo estudió, lo subrayó, entendió cuál era su rol como abogada, católica practicante y laica comprometida. Se fue para Bogotá, compró libros en la librería Verbo Divino y leyó decenas de documentos. También fue al Seminario y les entregó a los aspirantes a sacerdotes los pequeños libros de bolsillo que ella había creado.
Las siguientes tres o cuatro sesiones fueron monótonas. Se reunían, hablaban y pensaban estrategias de prevención. Olga se ofreció para liderarlas porque era la de más experiencia en esos asuntos. Era la única que exponía y explicaba las cosas. Todos le preguntaban por asuntos jurídicos y ella les respondía con amabilidad y entusiasmo. Parecía una profesora. Les decía cómo hacer un oficio o responder un derecho de petición. Hasta que un día apareció Pedro como enviado por el mismo cielo.
Monseñor Urbina ingresó a la reunión con un aspecto que impresionaba. Tenía miedo, estaba preocupado y todos sus solemnes ademanes parecían manoteos remilgados de un ser vacío de la presencia de Dios. Sus palabras salían como espasmos involuntarios, cortadas, imprecisas. Contó que había un hombre en su despacho y amenazaba con revelar una historia de abusos, que involucraba a unos quince o veinte sacerdotes. Socorro Martínez tomó la palabra y dijo: «Hay que atenderlo. Si va a denunciar, toca recibirle la denuncia». Olga apoyó la idea y se ofreció a ayudarla. Los demás integrantes del comité no se decidían a actuar, pero estaban de acuerdo en que Olga era la más adecuada para recibir la denuncia, pero también que Socorro era la que había promovido la idea.
La reunión de la comisión ese 2 de marzo de 2020 se fue al carajo. El huracán Pedro había tocado tierra en su máxima categoría. Olga y Socorro fueron hasta el despacho del arzobispo y le preguntaron por el denunciante. Insistieron en que lo mejor era recibir la denuncia y ofrecieron toda su experiencia para ayudar. «Bueno, doctora Olga, acompáñeme, venga hablemos», respondió Urbina, quien salió con Cristancho y el vicario general. Los tres se reunieron en la oficina de este último. Olga, con la autoridad moral y académica que la respaldan, las agallas de quien combatió el crimen con la certeza de saber que ni antes ni mucho menos ahora, que está por encima del bien y del mal, se quedaría callada ni la callarían, les hizo entender a monseñor Urbina y a Prieto Daza que ella tenía que escuchar esa denuncia. Si no la habían silenciado los criminales más peligrosos del Meta, quienes le pusieron alguna vez precio a su cabeza, menos lo harían unos sacerdotes, los hombres que ella más admiraba.
—Quiubo pues, qué ha pasado, abran esa puerta, tenemos que atender al denunciante —gritó Socorro, tocando la puerta de la oficina del vicario general y exigiéndoles que salieran, preocupada al ver al denunciante sentado esperando en los pasillos de la curia.
Tras un largo rato, el arzobispo decidió que el denunciante fuera escuchado por Olga y el vicario general. Acondicionaron un pequeño salón para que se sintieran cómodos. Prieto Daza miraba con recelo a Olga y le dijo que no debía estar ahí, ella le dijo que esa era su labor y ese su oficio como integrante de la comisión.
Monseñor Urbina se había echado la soga al cuello al nombrar a esas dos abogadas en la comisión y ahora se ajustaba el nudo al entregarles el caso más aberrante de abuso sexual que se ha conocido hasta ahora en la historia de la Iglesia católica colombiana, el que demuestra la manera como actúan las diócesis, arquidiócesis y comunidades religiosas. Sin proponérselo con sus acciones terminó destapando una red de sacerdotes que constituyen una empresa criminal y un concierto para delinquir. Temas que no son nuevos en la estructura de la Iglesia en todo el mundo, pero que hasta ese 2 de marzo de 2020 habían sido manejados solo por hombres, que responden a esa configuración piramidal y patriarcal de una institución que se ha soportado sobre el encubrimiento y la protección a sacerdotes pederastas y abusadores sexuales.
Olga y Socorro, dos mujeres, dos exfuncionarias disciplinadas y honestas, dos creyentes de la Virgen, a quien invocan con rosario en mano. Dos católicas comprometidas que le hacían fila a los curas en el confesionario. Dos mujeres que no faltaban con el diezmo. Dos mujeres que, como todas en la Iglesia, tristemente, tenían el perfil de ser manipulables. Dos mujeres a quienes evaluaron por su fe, pero no por sus obras, que es lo que al final cuenta como dice la carta de Santiago, capítulo 2, versículo 18: «Muéstrame tu fe sin obras que yo con mis obras te mostraré mi fe». La fe en la Iglesia no iba a enceguecerlas y su misión era, por decreto arzobispal, llegar hasta el fondo de una denuncia que no dejaría títere con cabeza.
—Esto es muy grave. Este hombre no está mintiendo. Su relato es muy detallado y consistente —fue el primer reporte de Olga, una mujer con cincuenta años de experiencia que sabe cuándo la están engañando, luego de escuchar a Pedro.
Esta era la segunda vez que Pedro iba a la curia a hablar. La primera fue el 14 de febrero de 2020 ante el vicario general. Ese mismo día, el arzobispo Urbina puso por escrito la denuncia de Pedro. Lo hizo en un acta encabezada con Notitia Criminis: «El 23 de enero de 2020 recibí un mensaje al WhatsApp por parte de Pedro, quien me manifiesta que quiere contarme: ‘que cometí conductas sexuales con alrededor de 25 de sus sacerdotes’». Urbina ignoró los mensajes de Pedro. Entonces este, muy hábilmente, contactó a una periodista de Séptimo Día, quien no le paró bolas, pero cuya conversación le envió con un pantallazo al arzobispo. Ahí sí le respondió y le dijo que le diera unos días porque se iba para unos retiros espirituales. Lo siguió evadiendo hasta que, de tanto insistir, Urbina lo citó el 14 de febrero. Después de esperar varias horas lo hizo pasar a su oficina. No lo saludó, lo regañó y le dijo que no tenía tiempo para su denuncia. Luego llamó a su vicario, como en una carrera de relevos, y sin despedirse de Pedro, se paró y se fue. Prieto le recibió la declaración a Pedro y este al final le advirtió que quería ser escuchado por alguien que no fuera un cura porque estaba cansado de ellos y les tenía desconfianza. A los pocos días, lo citaron para el 2 de marzo de 2020, día en que estaba reunida la comisión.
Urbina y Prieto repitieron en público y en privado que Pedro tenía afán de dinero y nada más. Las abogadas, tras conocerlo y escucharlo, quedaron convencidas de lo contrario. Su relato era real. Había sido víctima de un abuso y tenía que denunciarlo ante la Fiscalía y suspender a los agresores de inmediato. Monseñor Urbina no tuvo más remedio que asentir, pero no hizo nada más. Se mostraba huraño, indiferente, casi que con una mueca de desprecio a toda hora. Podía ser que estuviera asustado porque ya conocía esos hechos y los había guardado, les había echado tierra. O quizá tenía remordimiento y se sentía lejos de Dios por haberlos permitido.