En un café de aeropuerto una joven le dice a su madre que la altísima propagación del COVID-19 en Italia se debe a que es un país con muchos inmigrantes pobres e irregulares que temen ir a un hospital por el peligro de ser deportados. Asegura que si el foco infeccioso empezó en China se debe a que allá son muy “cochinos” y se comen cualquier animal. Me sorprende y me indigna la suficiencia con que la joven habla del virus como algo que les ocurre a los demás, y porque estos otros se lo buscaron. La enfermedad, en la imaginación de la chica, apenas distinguible de sus prejuicios, se asocia a una deficiencia moral.
Unas horas después leo en un muro de Facebook, el de la filósofa argentina Luciana Cadahia, una juguetona invitación a entender la epidemia como una suerte de “justicia poética”, puesto que el virus estaba atacando especialmente a los países del norte, con “poca repercusión en las culturas calientes del trópico”. Pienso en responderle que de esa misma justicia poética –solo que no en broma ni con esas palabras– hablaban los pastores religiosos afines a la ultraderecha estadounidense cuando reaccionaron a la epidemia del vih-sida en la década de 1980, y la calificaron de un merecido castigo por el desenfreno y la promiscuidad sexual de los homosexuales de Nueva York y San Francisco, el primer grupo focal de contagio. Al día siguiente la misma Cadahia califica su publicación como un “chiste bobo” y un intento por desactivar, a través del humor, la paranoia generalizada. Me pregunto, no obstante, si algo de la broma queda resonando en el modo de comprensión de la crisis por la que pasamos.
Lo más seguro es que la joven del aeropuerto no haya leído a la Susan Sontag de La enfermedad y sus metáforas. Lo más seguro es que Cadahia sí. Con herramientas distintas, en un caso la abstracción inocente y desinformada y en el otro la distancia crítica del humor, se muestra el funcionamiento de una tendencia a suponer que, como dijo Cadahia en su publicación, el cosmos –y en este caso la enfermedad– expresa algún tipo de moralidad. Como en las discusiones sobre el aborto, de semanas anteriores, las cortinas morales impiden o enrarecen las discusiones puntuales sobre salud pública.
¿Podemos hablar de salud sin hablar de moral? La crisis del coronavirus y la inflación de los discursos sobre el autocuidado, la responsabilidad con los otros o la empatía, revelan esa terca inclinación, amplificada por la inmediatez de las redes sociales, a convertirnos en los inquisidores del comportamiento de los demás. Si en otros tiempos el lenguaje prescriptivo era una especialidad de médicos o sacerdotes, hoy las herramientas de la censura y la vigilancia están al alcance de todos, a la distancia de un clic; una facilidad que nos convierte en jueces autorizados de las divisiones entre lo correcto y lo reprochable.
El coronavirus no solo está dividiendo a la humanidad entre contagiados y limpios, también marca una distancia entre responsables e irresponsables, conscientes e inconscientes, comprometidos e indolentes. Contrario a lo que podría esperarse, la crisis y la complejidad de su desenvolvimiento no han favorecido la aceptación de las amplias zonas grises del comportamiento humano o la admisión de que estamos atravesados por dilemas éticos y que no hay nada más difícil de establecer que el lado correcto. Al revés, se están calcificando las identidades y las categorizaciones. Se afirma la autoridad del yo, esa sombra, convirtiéndonos a todos, como sugería el filósofo Simón Ganitsky, en un superyó: el ojo vigilante del movimiento de los otros, su Gran Hermano.
Estoy de acuerdo con Cadahia en que hay que arrimarse a la indeterminación del humor, cobijarnos en su ambivalencia, a pesar de que lo que está en juego son vidas humanas y sufrimientos concretos. De otro modo, abriríamos la puerta a un infierno paralelo al de la crisis: el de unas interacciones sociales marcadas –además de la sospecha– por la acusación y el señalamiento. Cuando la pandemia pase –y esté cercano el día– algo habrá pasado en nuestra conciencia de la interdependencia y el vínculo social. Espero que sea algo mejor que la distribución de culpas. Sobre todo, hay que dirigir ese discernimiento en sentido vertical y no horizontal, y así establecer la escala justa de las responsabilidades. Para que los Gobiernos y los poderes económicos, que son quienes tienen herramientas verdaderamente efectivas para enfrentar las crisis, no se inmunicen mientras nos echamos la culpa entre nosotros.