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El hogar

Hace un par de años no hablaba con Elsa. Perdimos el contacto cuando terminé mi voluntariado en el hogar. Pensé que verla a través de un computador sería extraño, pero era la misma mujer elegante y seria de siempre. Fue un reencuentro lleno de recuerdos, la mayoría gratificantes, pero no todos. Recuerdo el día en […]

por

Camila Gómez Hoyos

Estudiante de antropología y Narrativas Digitales en la Universidad de los Andes.


02.01.2022

Hace un par de años no hablaba con Elsa.

Perdimos el contacto cuando terminé mi voluntariado en el hogar. Pensé que verla a través de un computador sería extraño, pero era la misma mujer elegante y seria de siempre. Fue un reencuentro lleno de recuerdos, la mayoría gratificantes, pero no todos.

Recuerdo el día en el que la conocí, vestida de negro, con su pelo elegantemente amarrado y su voz comandante, tuve una imagen inmediata de ella, de que era amable pero dura. Pero luego entró un niño a saludarla, con sonrisa de oreja a oreja y un cuaderno en su mano. Al verla alzar al pequeño, tomar el cuaderno y darle una caricia a su cabeza, me di cuenta de que de dura no tenía nada. Me llevó a conocer la casa, y cada vez que entrábamos a un cuarto veía como se le acercaban los niños, le hablaban de sus días y le tomaban la mano cariñosamente. Ella con orgullo los felicitaba por sus logros y les sonreía con el mismo sentimiento. Elsa es una mujer enamorada de su trabajo y de los niños, pero me atrevería a asumir que el cariño con el que los mira viene acompañado con un poco de tristeza, porque ella es una figura elemental, casi parental, en su vida. Pero sabe que muchos, en unos cuantos años, se van a olvidar de ella cuando su trabajo esté terminado. 

—Eso es una bendición, y una cruz. — decía ella. 

Nos acordamos ese día en el que llamaron al hogar los que, en ese momento, habían adoptado a una pareja de hermanas hacía dos semanas. Angelica y Kelly, de trece y quince años, quienes habían quedado bajo la custodia del Bienestar Familiar unos años atrás, cuando su hermana mayor denunció a su madre drogadicta antes de escaparse. Entraron al sistema y lograron mantenerse unidas hasta llegar al hogar. 

—Su proceso fue complicado, —me dijo, —Kelly se paraba frente a su hermana siempre que un adulto se les acercaba, no la dejaba ir al baño sola, no quería separarse de ella, buscaba pleitos con los otros niños y le daba miedo ir al colegio. 

Ese primer año fue duro, pero poco a poco aprendieron a confiar en Elsa y todas las que trabajaban en la casa. Angelica hizo amigos rápidamente, Kelly no, el miedo a separarse de su hermana no se le quitó nunca.

En enero de su tercer año en el hogar, llegó una pareja estadounidense que quería empezar el proceso de adopción. Es común en este país que vengan del extranjero en busca de adoptar, hasta el punto de que lo hacen con más frecuencia que las familias colombianas y las razones de este fenómeno puede entenderse desde una perspectiva meramente cultural. Es más común entre extranjeros adoptar parejas o incluso tríos de hermanos, también tienen menos inconvenientes en adoptar niños mayores de cuatro años que usualmente presentan un reto diferente, y claro, la barrera lingüística es mucho mayor. Según la Subdirección de adopciones, el 55% de las adopciones en Colombia son por parte de extranjeros, lo cual demuestra claramente el efecto de ciertas iniciativas del Bienestar Familiar, como programas de vacaciones en Estados Unidos, y contacto entre los niños y familias potenciales. Y por parte de las fundaciones, se han empeñado en que los niños alcancen un buen nivel de inglés desde pequeños.

La trabajadora social encargada de esta pareja pensó inmediatamente en las hermanas, y empezaron los procesos. Se conocieron una vez en persona, Elsa recuerda vívidamente la emoción de Angelica al entrar a conocer a sus futuros padres, no hubo timidez y ellos se enamoraron instantáneamente de ella. No fue así con Kelly, entró tímida y a la defensiva, pero la pareja entendió que tomaría tiempo crear confianza. 

—Fue impactante, —dijo en voz baja, —el placer de hacer esté trabajo es que cuando un niño se va, tú sabes que encontraste el mejor lugar posible para él. Y esperas no volverlo a ver, porque tú sabes que están bien, y que tu trabajo ahí terminó. 

En efecto es una cruz, que te mire un niño con esperanza de que tú vas a ser quien le de la niñez de sus sueños. 

Así, con esperanza me miraban cada vez que iba a dar mi clase de cocina. Ahí conocí a Kelly y a Angelica, haciendo galletas un martes con otros trece niños. Conocí la dulzura de Angelica y el carácter fuerte de Kelly quién, sorprendentemente, nunca actuó a la defensiva conmigo. Recuerdo esa primera clase vívidamente, fue caótica. Llegué con mi caja de galletas y unos cuantos tarros de crema para decorarlas, entraron quince niños al salón y al instante se les iluminaron las caras. Fue una hora de desorden, regueros, lavadas de manos, más regueros, un colorante estallado en el piso, uniformes manchados, galletas medio mordidas y labios azules de comerse la crema sola. Pero entre el desorden, los niños se habían puesto en la tarea de dejar unas galletas bien decoradas para repartirle a los adultos de la casa, una para el cocinero, dos para las enfermeras, unas cuantas para quienes trabajaban en la administración, otro par para la psicóloga, y claro, una grande para Elsa. 

Fue muy dulce, verlos en medio de ese desastre de salón pensando en que querían compartir sus creaciones con quienes los cuidaban y los querían tanto. Y luego empezaron a discutir, todos querían repartir las galletas, todos querían darle la galleta a Elsa, pero obviamente, entre quince no podían llevar el plato. Kelly entró en la discusión sin pensarlo ni un minuto, decía que la mayor era ella y que ella iba a llevarlo. Me tomó por sorpresa el lenguaje que usó, gritarles que “¡Coman mierda!” a los demás me pareció algo crudo para alguien de su edad, y más hablándole a niños menores. Pero su hermana la tomó del brazo y ella se calmó. Eventualmente dividieron entre ellos las galletas que iban a repartir y salieron a hacerlo, no sin refunfuñar un poco antes. 

Vine mejor preparada a las demás clases, tratando de ser estratégica para no dejar tanto desorden. Fui entendiendo y observando las dinámicas que existían entre los niños y me di cuenta realmente de esa dura relación que creaban entre sí. Los hermanos eran inseparables, no sólo Kelly y Angelica, sino todos.

—No hay muchas amistades de verdad, creo que es difícil que nazcan ese tipo de relaciones, sabiendo que en cualquier momento alguien puede irse con una nueva familia y empezar una nueva vida.—contaba Elsa, — esa actitud cercada y algo distante de los demás que tenía Kelly, y tienen muchos niños, es simplemente una forma de cuidarse el corazón. 

El mismo día que la pareja estadounidense se fue con Kelly y Angelica, se fueron también Mateo y Lucía, unos hermanitos pequeños que participaban en mi clase, la semana anterior habíamos hecho manzanas caramelizadas, el postre que entre los cuatro habían escogido de despedida. A Mateo y Lucía no los volví a ver, ni volví a saber de ellos, pero los recuerdo con cariño. A Kelly y a su hermana sí las vi.  

—Salieron de acá y se quedaron unos días en Bogotá, hicieron el turismo típico y parece que los primeros días fueron tranquilos, —respiro hondo y continuó, —ya después empezaron a pelear, la señora no se aguantaba el carácter de Kelly, ella no sabía cómo comportarse en su nueva familia y mientras tanto Angelica estaba feliz, se la llevo bien con la otra hija que habían adoptado ellos antes, y no tuvo problemas con ninguno. Un día la señora las llevó al cine y el señor volvió al apartamento y les empacó todo. 

Las dejaron en el hogar ese mismo día, no sin antes preguntarle a Angélica si quería quedarse con ellos. 

El hogar está preparado para situaciones difíciles, niños con pasados turbios y traumas imposibles de concebir. Mi encuentro con Elsa logró revolcarme el estómago de una nueva manera, y hasta este momento me pregunto con qué ánimo se levanta y va a trabajar cada mañana. Siento que requiere mucha inteligencia emocional para lidiar con lo que Elsa y sus compañeras lidian cada día, tener que balancear el inevitable cariño que tienen por todos los niños y la distancia que tienen que mantener para poder hacer su trabajo de la mejor manera posible. Con ir una vez a la semana al hogar yo me encariñe con ellos y verlos ir me arrugó el corazón, y más conocer los recuerdos que tienen de sus vidas antes de llegar al hogar. Es una labor admirable, la que realizan en esa casa.

Hace poco, me contaba Elsa, llegó una niña algo mayor al hogar, a quien el Bienestar Familiar había separado de sus dos hermanos menores para hacer el proceso de adopción más fácil para los tres.

Pensé de nuevo en ese fenómeno de la adopción extranjera; culturalmente, los colombianos no adoptan parejas o tríos de hermanos, niños mayores de cuatro años o niños que presenten alguna dificultad. A causa de esto ella fue separada de sus hermanos, ¿Por qué quien quiere adoptar tres niños de tres edades distintas? Mucho menos de un solo tramo. 

Elsa no me dijo su nombre, pero me contó que tuvo dos incidentes. El primero fue intentar escaparse en busca de sus hermanos, no llegó muy lejos al salir de la casa porque la reconocieron en el barrio y llamaron al hogar de inmediato. El segundo fue más grave. Rompió una ventana y se cortó los antebrazos. Afortunadamente en la casa estaban bien preparados médicamente y la ambulancia no se demoró. Estuvo hospitalizada unos días, en los cuales Elsa, con el corazón partido, organizó con la fundación en la cual tenían a sus hermanos para que los llevaran a verla. Esta niña, que se encontraba en un estado de inestabilidad emocional, se despidió de sus dos hermanos en ese cuarto de hospital. Elsa la acompañó todos los días hasta que los médicos decidieron que se encontraba estable y que ya no era un riesgo para sí misma. 

—Le dije mentiras ese día, —dijo con la voz entrecortada y sin mirarme a los ojos, —que todo iba a estar bien y que dentro de nada tendría una nueva familia y que sus nuevos padres probablemente le ayudarían a mantener contacto con sus hermanos, así que dentro de poco los volvería a ver. Que ese día en el hospital había sido un “hasta pronto.” 

Elsa sabía que las posibilidades de que la adoptaran eran pocas. Tenía dieciséis años y ahora en su historial estaba registrado que sufría de depresión y había tenido un episodio de autolesionarse. Pero no podía ser ella quien le rompía el corazón a esa niña. Elsa simplemente podía estar ahí, demostrarle que no la abandonaría, y hacer su trabajo de la mejor manera posible. Esta niña volvió al hogar y fue una nueva persona, apagada y desapasionada, poco problemática, pero sin ánimos de nada. Se emociona un poco cuando ve a Elsa y eso es todo. 

Elsa es madre, tiene sus hijas a quienes debe dar apoyo y amor incondicional, pero su trabajo a veces le exige ese mismo sentimiento y ese mismo apoyo frente a muchos más niños. Y es por eso por lo que me cuenta estas historias y me habla de este trabajo con la cara apagada y el corazón desgarrado, porque su mundo es uno lleno de felicidad, cariño, respeto y esperanza, pero también de corazones rotos, momentos trágicos y mucha, mucha, impotencia. 

Kelly y Angelica llegaron por segunda vez a la casa, Elsa las recibió en la puerta con los brazos abiertos, entre ella y el cocinero se habían puesto de acuerdo para hacerles una comida especial esa tarde. Elsa se encargó de que hablaran con la psicóloga lo más pronto posible, y entre todos las rodearon durante los primeros días para aliviar su situación. 

Tomadas de la mano entraron, sus caras una mezcla de tristeza, alivio, y decepción. Las paredes de la casa están cubiertas por fotos de niños que se han ido con sus nuevas familias, una forma de recordarlos a todos. Ahí estaba la suya. Caminaron por esos corredores familiares y llegaron al largo cuarto que tan bien conocían. Les dieron sus mismas camas de antes, me contó Elsa: Angelica entró tranquila y acomodó las pocas cosas que llevaba. Pero para Kelly fue más difícil, Elsa cree que le impresionó mucho volver, tener que dormir en un cuarto con otras veinte niñas y volver a esas mismas rutinas que había tenido durante los últimos tres años que pensó haber dejado atrás. 

La casa es enorme y hogareña, tiene un parque recién remodelado, una biblioteca y una pequeña casa de juegos. Entra y sale gente de la casa, un profesor de inglés y una profesora de yoga. Hay niños en el parque a todo momento y alguien siempre está pendiente. Pero Elsa cree que cuando Kelly volvió a la casa no se le hizo igual de hogareña y acogedora que antes, sino más como el sentimiento, la realización y la culpa de que le había quitado a su hermana la oportunidad de salir al mundo. 

***Esta historia se produjo en el curso de Crónicas y Reportajes de la Opción en Periodismo del Centro de Estudios en Periodismo, Ceper, de la Universidad de los Andes.

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Camila Gómez Hoyos

Estudiante de antropología y Narrativas Digitales en la Universidad de los Andes.


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