Para las mujeres venezolanas, parir en su país —en el que escasean los medicamentos y los servicios de salud son cada vez más precarios— no es una opción. Según el Ministerio de Salud de Colombia, 80 mil mujeres gestantes han sido atendidas en el país. En Colombia, sin embargo, las migrantes se enfrentan a un sistema de salud xenofóbico, a la discriminación y la violencia.
Para llegar a Colombia, Marian Gutiérrez y su madre brincaron un muro. Habían llegado hasta allí por una trocha, un paso fronterizo ilegal por el que miles de venezolanos cruzan de país en país en su éxodo.
— A esa trocha le dicen La pampa y ahí le preguntan a uno que qué va a hacer en Colombia. Son puros muchachitos con armas —recuerda Marián—, a la mayoría le calculo la edad mía 17, 18, puros niños… Estábamos asustadas y después tuvimos que brincar una pared pa’ pasar pa’ Colombia. A mí en ese momento ya se me notaba la barriga.
Del otro lado, en Villa del Rosario, un pueblo caótico y caliente de quince mil habitantes, la esperaban su hermano Royderick con un amigo. Se metieron en un barrio de calles de tierra, por donde sale una trocha sin que nadie les pidiera papeles.
No hay certeza de cuántas trochas hay en los 2219 kilómetros de frontera que van desde el extremo norte del Caribe hasta el Orinoco entre Venezuela y Colombia. Tampoco se sabe con exactitud cuántos migrantes pueden pasar diariamente por ellas. Lo que sí se sabe es que estos caminos son usados por aquellos, como Marian, que no tienen pasaporte.
“Ya estamos en Colombia”, cuenta Marian que les dijo el amigo. Vio las aceras atestadas de mujeres durmiendo con niños en colchonetas y supuso que eran venezolanos. “Primera vez que veía eso en mi vida y apenas estaba comenzando el camino”, dice.
Colombia nunca ha sido un país de migrantes. Alguna vez lo llamaron “el Tíbet de América”, por su aislamiento y su cerrazón a la migración extranjera.
Pero en los últimos años, cada día salen miles de personas de Venezuela hacia Colombia, escapando de la hiperinflación que desintegró sus salarios, la escasez de comida y medicinas y el colapso del sistema de salud. Colombia se volvió el mayor receptor de población venezolana del mundo. Hasta finales de octubre de 2019 1’630.903 venezolanos vivían en el país según Migración Colombia. Una población superior a la de Barranquilla, la cuarta ciudad con más habitantes de Colombia.
Villa del Rosario es un pueblo de calles sin pavimentar. La aridez de la época seca levanta grandes nubes de polvo y se vuelven un lodazal durante las lluvias. Sus caminos se cruzan entre sí sin mucho sentido, y para transitarlo hay que convertirse en un saltimbanqui urbano: sortear el gentío, los puestos ambulantes, los camiones, los taxis y las motos, todo al mismo tiempo. En ese caos, pensó Royderick, la espera de su hermana podría complicarse.
Era mejor que Marian regresara a San Antonio a esperar que su hermana María Alexandra le enviara dinero desde Perú para viajar a Ecuador. Con el primer giro habían podido llegar a Colombia.
Para evitar tener que volver a cruzar por trochas peligrosas, Royderick les dijo que les iba a sacar unos “carnés especiales”. Se refería a la Tarjeta de Movilidad Fronteriza (TMF), creada por el gobierno colombiano, que permite ir y venir de un lado de la frontera a otro sin problemas, y que los venezolanos pueden obtener del lado colombiano solo con su cédula. Desde 2017 hasta mediados de octubre de 2019, Migración Colombia había expedido casi 4,4 millones de TMF. Dos terminaron en las manos de Marian Gutiérrez y su mamá.
Las dos mujeres regresaron a San Antonio del Táchira, ahora sí por el puente oficial que une —y separa— a Venezuela y Colombia.
—Allá en San Antonio la cosa era más tranquila, no había tanta gente, porque en la frontera con Colombia eso sí es una locura—, dijo Marian, recordando esos días.
No quiere decir, sin embargo, que San Antonio sea un lugar apacible. Basta pasar unas horas en el centro de ese pueblo para ver un hervidero de personas cargando grandes maletas llenas de alimentos, ropa, útiles escolares. Es difícil caminar entre la gente que va con el afán de quien se prepara para el fin del mundo.
— Me hice un ecograma en San Antonio —dice Marian—. Como es la frontera, sí hay de todo. Ahí vi por primera vez al bebé y me confirmaron que era varoncito.
Marian y su madre esperaron en San Antonio hasta que llegó la plata necesaria para continuar el viaje. Estuvieron entre San Antonio y Villa del Rosario dos semanas, esperando con impaciencia. Sabían que Marian necesitaba partir lo más pronto posible: ya completaba cinco meses de embarazo.
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Parir en su país no es una opción para muchísimas venezolanas. El Ministerio de Salud de Colombia registra, en los últimos dos años, casi 83 mil mujeres venezolanas gestantes atendidas. Muchas de ellas no querían quedar embarazadas, pero en su país la planificación familiar —como cualquier otro ejercicio de delinear futuros— es imposible: en 2012 Venezuela importaba 326 toneladas de anticonceptivos. Cinco años después, apenas entran 23. Si se consiguen, es en el mercado negro, a precios altísimos, dice el informe Mujeres al Límite producido en 2017 por organizaciones civiles de Venezuela.
A diferencia de Marian Gutiérrez, Yendis Mendoza no era primeriza. A los 34 años contaba el octavo mes de gestación de su sexto hijo. Llegó a Bogotá junto a su esposo, Hébert Sánchez, y sus cuatro hijos, desde Maracaibo, una ciudad diezmada por el calor abrasador, los apagones constantes y la falta de agua, a la Fundación de Atención al Migrante (Famig), un albergue de la Arquidiócesis de Bogotá en una zona industrial de la capital colombiana.
Entre bodegas y fábricas, en un edificio de tres pisos, la familia Sánchez esperaba paciente en el patio del primer piso a que un médico atendiera a Yendis. Los niños más pequeños —Branyel de dos años e Isabel de cuatro— tenían algunos juguetes tirados en el suelo, Brayan y Zaira —de 10 y 12— los cuidaban, y también corrían por el lugar.
Al mediodía, una monja tocó una campana y todo se detuvo en el albergue: era la hora del almuerzo. Había sopa de pasta y arroz atollado, un plato colombiano que combina varios tipos de carne (ese día era cerdo y pollo) con verduras. Después de comer, Yendis me contó las oleadas en que su familia había dejado su país.
— Voy pa’ un mes aquí en Bogotá, dijo. Mi esposo se vino primero, pero pa’ Riohacha (la capital de La Guajira, departamento al extremo norte de Colombia). Luego me vine yo.
Yendis, morena, pequeña, de pómulos marcados, pelo negro y abundante que le llega a la cintura, se ve flaca; apenas se le nota una pancita pequeña. Ella y su familia son Wayúu, un pueblo indígena que se extiende por el departamento de La Guajira, en Colombia, y el estado Zulia, en Venezuela. Para los Wayúu, su gente es una sola y su territorio es ancestral y no reconocen fronteras políticas. Por eso van y vienen por la región según les convenga: los Wayúu tienen derecho a transitar libremente por su territorio, sin importar de qué lado de la frontera estén. Si tienen cédula venezolana o colombiana, da lo mismo.
Yendis y su familia dejaron Venezuela porque, según dijo, el dinero ya no les alcanzaba ni para comer. La atención en salud no servía.
Primero llegó Hébert y empezó a vender bolsas de agua en las calles de Riohacha, la capital guajira. En un buen día ganaba diez mil pesos colombianos —tres dólares aproximadamente—. Esto no le alcanzaba para vivir y mucho menos para enviarle dinero a Yendis a Maracaibo. Así que le dijo a su esposa que llevara a toda la familia a Riohacha.
— Tuve que vender cosas de la casa para los pasajes, pa’ no venirme a pie con los niños y, pues, por el embarazo.
Al principio todo parecía ir mejor. Recién llegada, pudo hacerse dos controles más de su embarazo. Empezó a vender empanadas, arepas, deditos de queso, todo frito, en un carrito callejero. El carrito era de un hombre que les propuso un trato: él les daría los fritos, ellos tendrían que poner las servilletas y las salsas. El negocio era que ellos le compraban los fritos al hombre y le pagaban, además, un alquiler por el carrito.
— Nos estaba matando porque pagábamos diario y no nos quedaba ni pa vivir—, dijo Yendis. Muy pronto, era más lo que le debían al dueño del carrito que lo que lograban juntar para sobrevivir. —E so no tenía que ser así, o sea, se estaba aprovechando de nosotros—, se quejó Yendis. Hérbert no conseguía trabajo, y en la última cita, el médico le dijo que estaba desnutrida, y que su bebé estaba baja de peso.
A riesgo de que los agarraran por no tener pasaporte, los Sánchez se fueron a Bogotá a buscar mejor fortuna. La ciudad, abrumadora, fría y difícil, los recibió con más desengaños.
— Arrendamos una pieza en San Victorino por diez días –cuenta Yendis –, pero no nos daba. Mi esposo se puso a trabajar de albañil y la señora le quedó mal, no le quiso pagar. Nos echaron de la pieza y no nos dejaron sacar nada. Se quedaron con nuestros corotos.
Pasaron varios días durmiendo en la calle con sus niños. Un par de días antes de llegar al albergue tuvieron que pasar la noche justo al lado de una iglesia cercana a la terminal de transportes de El Salitre, la más grande de la ciudad. Ahí, alguien —no recordaba quién— les dijo que había un albergue en el que podían refugiarse por una semana. Después, tendrían que buscar otro lugar para vivir.
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A las nueve de la noche cierran la frontera entre San Antonio del Táchira y Villa del Rosario. Marian Gutiérrez llegó con su mamá y su hermano Royderick dos horas antes. Era la última vez que la joven, de 18 años y 5 meses de embarazo, cruzaría entre ambas poblaciones. Ya no regresaría a dormir a San Antonio: el dinero de su hermana había llegado y, con él, el fin de su espera y el comienzo de otro tramo de su viaje hacia Lima. “Bueno, Piru” —así le dice cariñosamente su familia— “nos vamos, que te vaya bien”. Se abrazaron y Marian se quedó en la agencia de viajes desde donde saldría el bus hasta la frontera con Ecuador, a 967 kilómetros de Villa del Rosario.
Marián creyó que tomaría el bus que la llevaría por territorio colombiano hasta la frontera con Ecuador de inmediato, pero el viaje se retrasó. Todos en el bus eran venezolanos y ninguno había sacado la carta andina, un documento que también permite transitar por varios países de Suramérica. Sin él no podrían salir de Colombia. Mientras todos hacían el trámite, Marian, que lo había obtenido con antelación, se quedó sola.
—Tuve que amanecer en la agencia de viajes —cuenta—. Había mujeres con sus hijos que no querían dejarlos solos para ir a hacer la cola de la carta andina y estaban muy enojadas. Yo les hice el favor de cuidarles los niños porque no tenía sueño.
Al día siguiente, justo antes de cruzar de regreso a Venezuela, la mamá de Marian pasó por la agencia de viajes. Quería preguntar cómo le había ido a su hija.
—¡Cónchale! ¿qué te pasó? Menos mal vine porque yo pensé que tú ya estabas rodando—, le dijo sorprendida su mamá.
Ahí, madre e hija se despidieron definitivamente. Habían pasado 18 horas. A las 4:30 de la tarde de un jueves de agosto de 2019 arrancó el bus que llevaría a Marian Gutiérrez hasta el municipio de Ipiales, fronterizo con Ecuador.
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Me quedé en Cúcuta unos días, en busca de otras mujeres como Marian, que estuvieran a punto de dejar su país, con sus barrigas de mamás en ciernes, y persiguiendo una mejor atención médica.
En el centro pululan los vendedores ambulantes. Colombianos y venezolanos venden ropa, zapatos, juguetes, comida y medicamentos, como si fueran dulces. Miles de personas cargan equipajes de un lado a otro, atareadas, como hormigas. El aire es caliente. Huele a fritura, a esmog, a fruta y a basura.
En la calle también se ofrecen tratamientos de ortodoncia y compran pelo. Pagan trescientos mil pesos, poco menos de cien dólares, por una buena melena. Las venezolanas que nada tienen, lo venden.
Otras más desesperadas venden sus cuerpos a una cuadra de allí, en el parque Mercedes Abrego. Con lo que ganan pagan comida y vivienda. Ni en su peor pesadilla se imaginaron ser prostitutas. Sin documentos y sin dinero, no les quedó otra.
En una esquina del parque, siete mujeres conversan, mientras esperan a que llegue algún cliente. Se cuentan historias y se ríen entre ellas. Gabriela Pérez* de 26 años aceptó conversar conmigo en un cuarto del prostíbulo donde trabaja.
— Las cosas me han sido muy difíciles aquí—, me dice con la resignación de quien no tiene más alternativas. —Trabajo en la calle no porque quiera sino porque no consigo algo más. En enero me violaron, salí embarazada, no me quisieron atender. Yo decidí no parir sino interrumpir porque no era algo deseado.
Después me cuenta de sus tres hijos y la cara se le ilumina.
—Todo esto lo hago es por ellos—, dice.
Gabriela no quiere contar cómo quedó embarazada por violación, dice que no y sonríe como disculpándose por la vergüenza que siente, pero sus compañeras sí saben cómo ocurrió y hablan cuando ella ya no está.
— Gabriela estaba teniendo sexo con uno de sus clientes y al tipo se le rompió el condón. Ella le dijo que no más pero él no quiso y siguió. En ese momento ella no estaba planificando.
Dos semanas después, cuando Gabriela supo que estaba embarazada, decidió pedir ayuda.
Si acceder a los servicios mínimos de salud puede ser complicado para las migrantes, realizarse una interrupción voluntaria del embarazo es casi imposible. No se considera una urgencia médica, salvo que sea consecuencia de una violación y por eso tienen que pagar por el procedimiento, explica Carolina Triviño, abogada de la organización civil La Mesa por la Vida y la Salud de las Mujeres.
Sin dinero, Gabriela buscó a la corporación Mujer, Denuncia y Muévete. Allá le dieron medicamentos para abortar. Hasta agosto de 2019, Médicos Sin Fronteras ayudó a 178 mujeres migrantes a interrumpir sus embarazos por diversos motivos, dentro de los que permite la ley (violación, riesgo de muerte para la mujer o de malformación grave del feto).
Pero a muchas otras les niegan el derecho. La Mesa por la Vida recibió 11 denuncias entre enero y septiembre de 2019 por negación de la interrupción voluntaria del embarazo a mujeres venezolanas.
Después de charlar con Gabriela, me fui al hospital de Cúcuta, a ver si encontraba otra historia, quizás menos triste. Las noticias escandalosas y las batallas ideológicas sobre la atención a las migrantes, me habían hecho imaginar que encontraría un hospital de guerra, atestado de pacientes y caótico.
Pero no. Justo allí en la frontera de cruce de miles de migrantes, está el Hospital Universitario Erasmo Meoz, donde siete de cada diez partos que atienden son de venezolanas. El lugar estaba tranquilo. Los médicos pasaban sin afanes por el corredor, haciendo su trabajo. El único ruido era los pujos y gemidos de alguna mujer en labores de parto.
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Cuando tuvieron que salir del albergue de la Arquidiócesis de Bogotá, Yendis, Hébert y los cuatro niños se fueron a vivir a Soacha, un pueblo aledaño a la capital que desde los años 80 ha recibido a miles de personas desplazadas por el conflicto armado interno. Allí también han llegado más de 16 mil migrantes venezolanos, según cifras del gobierno local.
Para que un médico atendiera a Yendis la mandaron de un lugar a otro. Una vecina, también venezolana, le explicó que “el carné de la patria”, el documento creado por el gobierno Maduro en 2016 para entregar ayudas sociales en Venezuela, no servía en Colombia. Era mejor que fuera a la Secretaría de Salud de Soacha a ver qué le decían.
Allá le pidieron estar afiliada al Sisbén, el régimen de salud en Colombia para personas de bajos recursos. Tampoco pudo afiliarse porque no tiene el Permiso Especial de Permanencia (PEP). Le explicaron que solo podrá obtenerlo cuando Migración Colombia abra una nueva jornada de regularización de migrantes venezolanos —desde el 2017 se han hecho cuatro de estas jornadas en todo el país, la última entre diciembre de 2018 y abril de 2019—.
A menos de un mes de dar a luz, Yendis no tenía idea de cómo estaba su bebé y en dónde iba a parir.
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Cada ciudad de Colombia es una historia distinta para las migrantes embarazadas que llegan de Venezuela. En Barranquilla conocí a Jessica Montaño, de 35 años. Morena de rizos abundantes, acababa de llegar a la ciudad y estaba desorientada. Su hermano Héctor, que lleva varios años viviendo en Colombia, era su guía y su apoyo.
Jessica llegó a la ciudad, también desde Maracaibo, para poder tener a su hijo en un hospital. En su tierra, para atenderla, le pedían que comprara todos los implementos para el parto y las reservas de sangre por si había alguna emergencia durante la cesárea.
Todo iba bien en su nuevo hogar. Le pusieron cita para hacerle su cesárea el viernes 6 de septiembre a las cinco de la mañana en el hospital público Niño Jesús. Ella y su hermano Héctor estaban seguros de que el bebé nacería ese mismo día. Pero no fue así, Jessica estuvo internada 24 horas sin que la atendieran porque había congestión de mujeres en parto.
El sábado al amanecer la examinaron. Estaba bien pero no sentían los latidos del corazón del bebé. La operaron de urgencia. El niño parecía sano. Pero por la tarde dejó de respirar y tuvieron que reanimarlo.
Jessica estaba en recuperación y asustada. En la sala de espera, Héctor lloraba mientras llamaba a sus conocidos a pedir ayuda. “Se me va a morir el niño”, les repetía.
El bebé necesitaba incubadora, pero no había. Tenían que trasladarlo a otra clínica, era urgente, pero no lo hicieron porque el bebé no estaba afiliado a ninguna EPS, o al menos eso fue lo que les dijeron a Jessica y a Héctor. Sin incubadora, el bebé Emberth Jesús sobrevivió. Luego de un mes regresó a casa con su mamá.
Glenmar Villalobos de 25 años también llegó a Barranquilla en 2017 para trabajar y enviar dinero a su familia en Maracaibo. En 2018 conoció a Samir, su novio barranquillero y unos meses después quedó embarazada.
— En Venezuela siempre me dijeron que tendría problemas para quedar embarazada porque tengo quistes y pólipos—, dice. Luego se toca la barriga y se ríe: aquí está el pólipo, refiriéndose a su bebé.
Glenmar también me contó que a los cinco meses de embarazo tuvo una fiebre muy fuerte y que no la atendieron en los dos hospitales a los que fue.
—Me pidieron una carta de residencia, una declaración juramentada y copia de la cédula —me contó, quejosa—. Sin esos papeles no me podían atender. Yo cogí un taxi porque ya no podía con mi vida y nos vinimos a la casa.
Su suegra llamó a una parienta obstetra, quien le dijo por teléfono que se hiciera un examen de orina. Ella se lo hizo y le mandó los resultados por WhatsApp. La médica le recetó unas pastillas y empezó a mejorar. “Esa fue la única ayuda que recibí, si no yo creo que hubiera perdido el bebé”, dijo.
Glenmar y Jessica me dijeron que pensaban quedarse en Barranquilla. En los últimos dos años, el Ministerio de Salud registró un total de 4.570 gestantes venezolanas atendidas en esa ciudad.
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El 9 de octubre de 2019 Yendis Medina tenía una cita en una sede de la Cruz Roja en Soacha, donde solo atienden población venezolana. Ella esperaba que le hicieran un control prenatal y le dijeran cómo estaba su hija.
En el lugar, que es una casa familiar antigua, la atención fue rápida y amable. Allí por primera vez le dijeron que tenía derecho a ser atendida por urgencias, tuviera o no sus documentos al día, y que negarle esa atención iba en contra de la ley.
Como ya le habían dicho que no la atenderían en el Hospital Mario Gaitán Yanguas de Soacha, un abogado de la Cruz Roja le aconsejó que fuera a la sede regional del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF) para que le asignaran un defensor de familia que hiciera valer sus derechos.
En el ICBF le repitieron la retahíla de siempre: si no tiene Permiso Especial (PEP) no se puede afiliar al Sisbén y si no tiene Sisbén no la van a atender en ningún lado. Yendis salió enojada y frustrada:
— Estoy cansada de esta mierda, me mandan pa’ aquí, me mandan pa allá y siempre me dicen que no.
A los periodistas nos enseñan a no involucrarnos. Pero, a veces, ser solo un observador es imposible. Nosotros también estábamos indignados y cansados. En ese momento decidimos intervenir para que Yendis no pariera en su casa o en la calle. Finalmente nos dijeron lo que ya sabíamos: ella tenía que ir al hospital por urgencias y allá debían atenderla.
Mientras almorzábamos, a Andrés, el fotógrafo que nos acompañaba, se le ocurrió una idea que parecía un chiste.
— Yendis, tienes que hacer como que te estás muriendo para que te atiendan. Vamos al hospital y te haces la enferma. Si quieres yo te cargo como si estuvieras desmayada. Así toca aquí.
Yendis se rió de la propuesta. Pero en el fondo todos sabíamos que “hacer como si se estuviera muriendo” no precisaba de demasiada ficción: ella realmente necesitaba atención.
Tomamos un taxi y nos fuimos al hospital público Gaitán Yanguas de Soacha. En el camino, Andrés le decía a Yendis cómo tenía que actuar: él saldría rápido del taxi, abriría la puerta de atrás, la agarraría de los brazos para sacarla mientras yo salía con Branyel, su hijo de dos años.
Llegamos a las urgencias del hospital, Andrés se bajó con cara de angustiado, abrió la puerta de atrás y yo solo atiné a decirle a Yendis: “hazte la desmayada”. Luego ella entró cojeando mientras Andrés la llevaba del brazo. Las puertas de urgencias se abrieron, el vigilante hizo cara de asombro y por fin, ¡por fin!, la recibieron.
Andrés y Yendis siguieron por un pasillo y no los vi más. La sala de espera estaba atestada de gente y no había una sola silla para sentarse. Branyel era muy pesado y se resbalaba de mis brazos. Minutos después reapareció Andrés a llenar los papeles de ingreso de Yendis. En ese momento llegó un vigilante a pedirnos que uno de los dos saliera porque solo podía entrar un acompañante por paciente. Decidimos que Andrés se quedara. Yo me quedé esperando en una panadería cercana mientras Branyel dormía sobre mis piernas.
A las cinco de la tarde Yendis nos avisó que Hébert ya había llegado a la casa y que podíamos dejarlo encargado a él de todo. Lo fuimos a buscar, le entregamos a Branyel y ahí terminó ese día.
Ocho días después, el 17 de octubre, volvimos al hospital, pero esta vez solo éramos Yendis y yo.
A la seis de la mañana me avisó que ya estaba con contracciones. Llegué a las nueve a su casa y esperamos unas horas a que los dolores fueran más intensos, Yendis estaba muy tranquila, solo se ponía muy seria y respiraba profundo cuando venía una contracción.
Tuvimos tiempo para almorzar, comprarle una muda de ropa a la bebé y otras cosas para el parto. Llegamos a la una de la tarde a urgencias y la recibieron sin problemas. La jefe de ginecoobstetricia y las enfermeras la trataron con respeto.
Yendis se veía cada vez más cansada, pero resistía. “Es una berraca”, pensaba yo. Solo la pude acompañar hasta las seis de la tarde y luego me fui preocupada porque Hébert estaba en su nuevo trabajo al otro lado de la ciudad.
Temía que Yendis fuera a parir sola. Pero no fue así. Hébert llegó a las 7 y estuvo con ella hasta el final.
— Buenas noches, ya nació la bebé, es una niña. Todo salió bien, gracias a Dios. La niña es gorda, grandota. Ya la verá.
Ese mensaje de voz de WhatsApp lo recibí a las 9:50 de la noche. Hébert se oía feliz.
***
Marian Gutiérrez tomó la ruta más común para los migrantes que cubre el municipio de Villa del Rosario al nororiente de Colombia hasta Ipiales en el extremo suroccidental. El viaje duró un día y medio.
— No me mareé en ningún momento, pero sí hubo mujeres que vomitaron— contó días después— . Eso era una desesperación porque llevaban niños chiquitos, una lloradera en ese bus, ¡horrible! Incluso al lado mío iba una señora que tenía dos perros.
Ella llegó al puente internacional de Rumichaca en la frontera entre Colombia y Ecuador al amanecer de un sábado. El aire de las montañas, a tres mil metros de altura, era helado. Estaba asustada, pero al mismo tiempo contaba su experiencia como si fuera una aventura. Se veía sonriente y emocionada.
Ya en Rumichaca, sin pena, Marian pidió a alguien con celular que le dejara enviar un mensaje por Whatsapp a sus hermanas en Perú para avisarles que estaba bien. Ella esperaba en la fila para que le sellaran su carta andina en el puesto fronterizo y a pesar de todo se veía contenta; lo único que delataba el cansancio eran sus pies hinchados.