Es ortopedista de brazos refundidos o rotos, dermatólogo de caras desteñidas y rayadas, cirujano plástico de peluches y oftalmólogo de francesas, rusas e italianas.
José Antonio Vanegas sostiene con su mano izquierda una muñequita desnuda. La empuña, mientras con su otra mano hunde un pincel en una mezcla de pintura, revuelve el blanco y el rojo, acerca la escobilla al rostro de ojos azules y, como si el pincel fuera una aguja, imprime puntos en la catadura de plástico. Poco a poco el juguete va ganando el color deseado. José Antonio se levanta, deja la muñequita sobre la mesa de trabajo y entra a su estudio de herramientas, donde lo esperan vírgenes de cerámica, enanos de arcilla, muñecas con bucles dorados y cuerpos rellenos de cartón y aserrín.
José Antonio Vanegas trabaja en la restauración de juguetes desde hace treinta y cinco años. Empezó lavando peluches, carritos y caballitos de madera en otra clínica. En aquella época la demanda de clientes era tal, que todo el día lo pasaba en la lavandería. Funcionaba la Fábrica Nacional de Muñecos y se producían en masa Angelinos, Ricarditos y Paolas. Las familias colombianas solían repararlos con frecuencia. José Antonio, mientras refregaba el champú en las cabelleras sintéticas, observó cómo funcionaban los otros departamentos de ese hospital: aprendió a ensamblar las partes rotas, a suturar los torsos de trapo, a devolverle el sonido a las chilladeras de las muñecas. Se convirtió en uno de los mejores cirujanos del país, y hace catorce años, fundó, junto a su esposa, Luz Marina Vargas, la Clínica de Muñecos y Personajes.
José Antonio Vanegas en su espacio de trabajo.
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Angelino, producido por la Fábrica Nacional de Muñecos, vino al mundo en 1972. Era el tercero de una nueva generación de juguetes inscritos en la categoría de línea dinámica. Es decir, muñecos que se movían, hablaban e interactuaban con los niños colombianos. La primera fue Bambina, la muñeca caminadora; la segunda Tilly, la que arrulla a su bebé. Pero fue Angelino quien se convirtió en la estrella de la FNM. Vestido con saco, pantalón y sombrero azul, este muñeco de mechones rubios y chupo blanco, lloraba cada vez que se le retiraba el chupete. Cuando le quitas el chupo llora, para que deje de hacerlo, abrázalo contra tu pecho o pónselo de nuevo, era el lema con el cual Angelino se convirtió en la estrella de la empresa.
La Fábrica Nacional de Muñecos abrió sus puertas en Bogotá en el año de 1940. Los hermanos Jorge y Guillermo Bernal fundaron la empresa, motivados por la oportunidad de negocio que les ofrecía el estallido de la Segunda Guerra Mundial. Las muñecas hechas en celuloide, importadas a precios económicos desde la fábrica Tortuga, en Alemania, fueron los primeros juguetes que consolidaron a la FNM entre los colombianos.
Al final de la década de los cuarenta, Jorge Bernal —uno de los fundadores de la FNM— viajó a los Estados Unidos. Trajo un diseño norteamericano, y en su fábrica lo convirtieron en el popular Ricardito, al que bautizó así, en honor a uno de sus hijos. Pero fue Angelino, treinta años después, quien sería la figura central de la Fábrica Nacional de Muñecos, el mismo que fue sacado al mercado como Angelino el paseador, o como Angelino, el que se mece y llora en su silla. El muñeco rubio fue la estrella en Colombia hasta inicios de la década de los noventa, cuando César Gaviria llegó a la presidencia e implementó la Apertura Económica, el proyecto que poco a poco insertó al país en la economía global. Los juguetes importados de Estados Unidos, China y Europa, hirieron de muerte a los de la FNM. Angelino, al igual que la empresa de los hermanos Bernal, trastabilló, mordió el polvo y dio sus últimos estertores en el año 2009.
Luz Marina Vargas —dice— odiaba a las muñecas de niña.
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Hay varios Angelinos desnudos, sucios y rotos, junto a una montaña de juguetes en el suelo del patio de la Clínica de Muñecos y Personajes. La clínica funciona en una casa de un piso, en la intersección de la Calle 80 con Avenida Boyacá. En el frente de la vivienda queda la recepción donde Luz Marina Vargas recibe a los clientes. Hay una vitrina con varios juguetes restaurados, un sofá que sirve como sala de espera, un escritorio y una silla en donde la mujer toma los pedidos y diagnóstica a los pacientes. Hay un biombo de hospital y, tras la cortinilla, se apilan perros sin ojos, muñecos calvos quemados con cigarrillos, anfibios de peluche destripados. “Este sapo, por ejemplo”, comenta Luz Marina, “lo trajo una pelada y me contó que había sido un regalo de su novio por el aniversario. En una pelea, él despedazó al pobre sapo con sus manos”.
Luz Marina Vargas nació hace cincuenta años. Siendo una niña, sus padres se separaron y ella se fue a vivir a Bogotá con su papá, hermanos y madrastra. Su mamá, antes de despedirse, le regaló una muñeca rubia, de vestido blanco, labios rosados y zapaticos negros. “Yo adoraba a esa muñeca. La bañaba todos los días y mi madrastra me regañaba porque decía que yo nunca hacía nada. Una mañana, al despertar, la muñeca ya no estaba. Uno de mis hermanos me dijo que ellos la habían botado a la basura por orden de mi madrastra. Yo corrí hasta el basurero, pero el camión ya había pasado. Desde ese día, odié a las muñecas y cada vez que veía una niña con alguna, me daba mucha rabia”, cuenta Luz Marina Vargas, mientras diligencia en su escritorio, un recibo de pago: “pero vea cómo es la vida, después conocí a José Antonio y desde entonces me la paso entre muñecas. Ahora yo soy la que se encarga de hacerles los vestidos, de coserles la ropita, de cuidarlas y entregarlas a los clientes de la mejor manera”.
Socorro de París y su colección.
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“El único que puede tocarlas es José Antonio”, afirma Socorro de París, mientras extrae una muñeca antigua de rizos negros y ojos azules de su enorme colección particular. “Esta junto a esas otras” y señala un grupo que usa vestidos largos, con encajes y cintas, “fueron fabricadas en Francia, bueno, en realidad en Francia, Italia y Alemania. Las cabezas en Francia, los cuerpos en Alemania y las extremidades en Italia”, continúa la coleccionista y devuelve al grupo la muñeca europea. “Si uno va a restaurar estas hermosuras tiene que hacerlo con alguien que sepa, y en este país el que más sabe es José Antonio”.
Socorro de París vive entre Cartagena y Bogotá. Su apartamento en la capital parece un museo de muñecas, aunque el verdadero museo lo esté preparando en Cartagena, en una casona cercana a la quinta de Rafael Núñez, que planea tener lista para finales de este año, en la cual albergará cerca de mil juguetes antiguos. “Será un museo precioso, cuyas ganancias irán destinadas a una fundación que ayuda a los niños enfermos de cáncer”. Su apartamento en Bogotá tiene una sala amplia y bien iluminada. En el sofá y en los sillones, hay incontables muñecas –aseadas, peinadas y vestidas con pulcritud- que se observan entre sí. Si Socorro de París ofreciera unas onces para varias personas, no tendría donde sentarlas porque sus muñecas ocupan estos espacios. “Yo las peino y arreglo seguido. Fíjate que se ven radiantes y felices, pero cuando se me pasan los días sin hacerlo, se ponen opacas, tristes”.
Socorro de París tiene el pelo rubio y largo hasta la mitad de la espalda. Usa un saco blanco, unos aretes, un collar de perlas. Jean y botas de cuero café. Habla de sus muñecos, recuerda historias relacionadas con ellos. “A estos dos, que en la época les llamábamos vomitones, yo les zurcí los saquitos que llevan puestos”, y los ojos claros de Socorro, maquillados con sombras negras y pestañas largas, sonríen. “Yo era una niña, tenía quince años y aún no tejía bien, no era capaz de hacer sacos con botones que se abrieran por la mitad. Entonces para ponérselos, les quitaba la cabeza a los vomitones y listo. Un noviecito que tenía me bromeaba, ‘ay Soco, cuando tengamos hijos recuerda que a ellos no les vas a poder quitar las cabezas para ponerles tus sacos’”, recuerda Socorro y se carcajea con la vitalidad de la niña, que tejía sacos sin botones.
“Esta bailarina, por ejemplo”, Socorro de París se acerca a un estante, toma una muñequita, la envuelve con sus dos manos, “se la regalé a mi nieta que hace ballet desde los cinco años. Me la trajo esta semana para que se la mande a arreglar, qué pecadito, fíjate, se le rompió la piernecita” y señala la grieta en el muslo de la bailarina. Socorro deja a la bailarina sobre una mesa, se enfila por el pasillo, entra a una habitación con repisas llenas de muñecas. Las observa, busca y encuentra. Se trata de una muñeca morocha, de labios rojos y pelos furiosamente alborotados. “La compré hace años en Haití”, y la mira, mientras recuerda cosas, “allí viví con mi esposo, él era diplomático y también vivimos en Francia, Italia e Inglaterra; pero a él no le gustaban mis muñecas, preguntaba que para qué las coleccionaba, que cuál era el sentido, que superara esa etapa… pero yo siempre fui feliz así, siendo como soy”.
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Al fondo de la casa, por un pasillo que atraviesa la sala, el comedor y la cocina, se llega al patio donde José Antonio Vanegas le devuelve la vida a los juguetes. Allí hay tres cuartos. En el primero está el taller de herramientas donde penden de una pared alicates, martillos, destornilladores, tijeras, serruchos, cortafríos y llaves inglesas. En el segundo está la sala de confecciones de Luz Marina Vargas, donde hay una máquina de coser, hilazas, camisas en miniatura, mamelucos, escarpines y gorros de bebé. En el tercero hay un cuarto de San Alejo y allí van a parar los juguetes que no se arreglan. Esas cabezas, brazos y piernas le sirven a José Antonio para sus experimentos con la pintura, o para probar un nuevo mecanismo de arandelas que le devuelva el movimiento a las piernas de algún paciente.
José Antonio Vanegas tiene cincuenta y cuatro años. A la edad de tres ya le ayudaba a su mamá con el oficio que les daba de comer: el trabajo artesanal con fique. “Yo siempre fui muy hábil y a los cinco años hacía las cabuyas. También me quedaban bien las enjalmas que mi mamá vendía para cubrir los lomos de las bestias”, recuerda José Antonio, mientras pule la oreja de un duende de yeso en su taller, “yo siempre fui empírico, aprendí mirando y echándole julepe al trabajo”.
Y ha sido eso, el julepe o la consagración con que este hombre se dedica a lo que hace, las razones por las que lo buscan empresas como Cine Colombia y Hamburguesas El Rodeo, para el mantenimiento de sus personajes. Es por ello que personas de la vida pública como Pedro González, el humorista que encarna a Don Jediondo, le encomienda el arreglo y manutención de sus carros de colección. Es por su extraordinario trabajo que Socorro de París, conocedora y apasionada de las muñecas antiguas, les confía al matrimonio Vanegas Vargas, la restauración de sus piezas de colección.
“Yo me considero un Geppeto”, dice José Antonio y revuelve varios ojos de una caja verde, “vea, estos ojos son de plástico y se usan en muñecos de celuloide”, pone la caja verde debajo de su mesa de trabajo. “Estos otros, por ejemplo”, y de una cajita con botones, agujas y balines, extrae dos pequeñas piezas redondas y perfectas, “son ojos de vidrio”. José Antonio se levanta, camina hasta un mueble donde una muñeca aseada, peinada y vestida con pulcritud, está sentada con elegancia. “Estos ojos sirven para trabajar en esta muñeca”, y deja las miniaturas de cristal, acomodándolas con delicadeza, sobre la falda plegada del juguete.
“Que ¿por qué me considero un Geppeto?”, y se retira las gafas, me observa, “¿no conoce la historia de Pinocho?”, asiento con mi cabeza y sonrío, “ah bueno, por eso mismo, porque yo soy el que le da vida a los juguetes viejos”.
*Esta crónica se realizó en el marco de la clase de Crónica de la Maestría en periodismo del Ceper.