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El capítulo invisibilizado de las 418 mujeres víctimas de ‘falsos positivos’

Según la base de datos que logró consolidar la JEP, el 6,5 % de los 6.402 crímenes de este tipo cometidos entre 2002 y 2008 corresponde a mujeres. Gloria González Ardila y Érika Viviana Castañeda López son sólo dos de ellas. Sus casos sirven para comprender mejor un drama del que se ha hablado muy poco hasta el momento.

por

Laila Abu Shihab Vergara , para Vorágine, La Liga Contra El Silencio y Colombiacheck

@LigaNoSilencio


22.10.2023

La madrugada del martes 7 de mayo de 2002, pasadas las 6:15 de la mañana, mientras Gloria González Ardila amamantaba a su hija Daniela, en ese instante entrañable que era sólo de ellas, una bala atravesó una de las paredes del rancho de madera donde vivían y perforó su cuello. De todos los momentos que permiten que una madre cree lazos afectivos y emocionales con un hijo, la lactancia es tal vez el más íntimo. Gloria logró lanzarle una última mirada a su hija mayor, Jennifer Johana, que presenciaba aterrada la escena a menos de dos metros de distancia, pero con el siguiente suspiro cayó al suelo y soltó a Daniela. La bebé tenía 11 meses de nacida. 

Gloria vivía con su esposo Carlos Enrique Londoño y sus cuatro hijos en una casa que le había prestado un tío en el barrio Juan XXIII La Quiebra, sector La Divisa, de la Comuna 13 de Medellín, donde según el Centro Nacional de Memoria Histórica, entre febrero y octubre de 2002 el Ejército y la Policía llevaron a cabo 12 operaciones para “limpiar” la zona de milicianos de las guerrillas. 

El operativo en el que la asesinaron fue ordenado por el Batallón de Infantería No. 32 General Pedro Justo Berrío, adscrito a la IV Brigada. En el comunicado que ese día se envió a la prensa, el Ejército aseguró que en los hechos había “dado de baja” a cuatro milicianos: los primeros fueron dos muchachos de 17 y 18 años que estaban en la casa vecina de los Londoño González, a la que los soldados entraron a la fuerza y desde donde salió la bala que acabó con la vida de la mamá de Daniela. En la lista seguían Gloria y un joven que murió en la loma más alta del barrio, horas más tarde. A todos los calificaron como “auxiliares de la guerrilla”

Gloria González Ardila tenía sólo 32 años y cuando no estaba cuidando a sus hijos y oyendo vallenatos o música guasca a todo volumen, se dedicaba al reciclaje o vendía lapiceros y borradores en los buses. Era su manera de aportar al hogar, porque el sueldo de Carlos como mensajero no alcanzaba para mucho. 

Cinco días después, los médicos anunciaron una nueva tragedia para la familia: Daniela había perdido el ojo derecho, producto de las esquirlas del disparo que también le quitó a su madre.

El sí más amargo

Uno de los momentos más íntimos que Gloria Lucía López, la otra protagonista de esta historia, tiene con su hija menor Érika Viviana Castañeda, es hablando con ella a través de una fotografía.  

No puede escuchar su voz ni abrazarla como quisiera porque el sábado 9 de marzo de 2002, unos minutos después de las 6 de la tarde, Érika Viviana, una niña de 13 años que había salido sonriente de su casa en San Rafael (Antioquia) porque iba a la fiesta de cumpleaños de un compañero del colegio, fue asesinada por soldados del Batallón de Artillería No.4 Coronel Jorge Eduardo Sánchez Restrepo.

«Mami, te amo. ¡Muchas gracias por darme el permiso!», fue lo último que la menor le dijo a su madre, hacia las 4:30 de la tarde. Vestía jeans y una camiseta ombliguera de color amarillo. Lo siguiente que hizo fue encontrarse en una tienda del pueblo con su mejor amiga, Daisy Carmona, una niña de 14 años a la que por su larga cabellera le decían ‘La Caponera’. 

Comenzaron a buscar transporte. Iban hasta la vereda El Silencio, a unos 35 minutos del casco urbano, pero como al día siguiente se realizarían las elecciones legislativas ya casi no pasaban buses. El único que les paró fue el conductor de una camioneta marca Chevrolet Luv, doble cabina, color verde y sin placas. Les dijo que se subieran en el platón, arrancó y en el camino recogió a otros tres jóvenes. 

Diez minutos después, justo cuando cruzaban el puente Los Balsos, en la carretera que va hacia San Carlos, la camioneta fue emboscada por un grupo de casi 30 soldados. El mismo comandante de la IV Brigada, general Mario Montoya, viajó hasta San Rafael junto con el entonces comandante de la Policía Metropolitana del Valle de Aburrá, general Leonardo Gallego, para informar que en un operativo para evitar que la guerrilla saboteara los comicios habían sido “dados de baja” cinco guerrilleros del noveno frente de las Farc que, aseguraron, habían abierto fuego desde una camioneta cuando vieron el retén militar a un lado de la carretera. El conductor del vehículo y el copiloto, que años más tarde serían identificados como paramilitares, salieron vivos y se les escaparon a los soldados.

«Ese ‘sí’ que le di para ir a una fiesta es el sí más amargo que yo he pronunciado en toda mi vida», me dice doña Gloria mientras prende un cigarrillo en su casa, ubicada en el barrio Popular 2 del nororiente de Medellín. Es un apartamento pequeño, de piso de cemento sin afinar y bloques de ladrillo sin pañete y pintados de blanco, en el que duermen ella, su hija menor Jéssica, sus nietos Matías y Lauren, y su exesposo, Alberto Castañeda.

Érika Viviana apenas estaba en octavo grado en el Liceo San Rafael, pero ya tenía claro que quería ser odontóloga. Decía que así, atendiendo pacientes en un consultorio, iba a sacar adelante a la familia Castañeda López.

Un capítulo que todavía está oculto

Del universo de 6.402 personas que “fueron muertas ilegítimamente para ser presentadas como bajas en combate por parte de agentes del Estado” entre los años 2002 y 2008, establecido por la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), hay 418 casos en los que las víctimas aparecen registradas como mujeres, lo que representa el 6,52 %. 

Sin embargo, 11 de esos 418 casos también tienen al lado, en la columna de la identificación de las víctimas, nombres de hombre. De acuerdo con los magistrados de la JEP que trabajan en el Caso 03, como se le conoce al de los ‘falsos positivos’, lo más probable es que se trate de errores en algunas de las cuatro bases de datos que cruzaron para investigar estos crímenes, pues entidades como la Fiscalía General de la Nación aún no incluyen ningún enfoque diferencial en sus estadísticas de víctimas de homicidio y no hay cómo saber si eran personas trans, por ejemplo. 

Como sea, el país todavía no conoce a profundidad el capítulo de las mujeres víctimas de ‘falsos positivos’. 

El de Érika ha sido tal vez uno de los casos más mediáticos, por la batalla incansable de su madre para que se conozca toda la verdad sobre lo que pasó ese 9 de marzo de 2002 y se borre la mancha que el Ejército puso entonces sobre su hija, y por las amenazas que eso ha supuesto en su vida. El de Gloria González ha sido todo lo contrario, un caso hasta ahora invisible para la prensa. 

Sin embargo, es más lo que une a ambos asesinatos que lo que los separa. Los dos ocurrieron en el año 2002, a manos de soldados de batallones adscritos a la IV Brigada cuando era comandada por el general Mario Montoya, hoy imputado por la JEP junto a otros ocho militares, por 130 casos de ‘falsos positivos’. También los dos se dieron en Antioquia, el departamento con el mayor número de casos de los que fueron priorizados por la JEP dentro de sus investigaciones (1.611 de los 6.402, un 25 % del total) y con la mayor cantidad de víctimas mujeres (106 de los 418 casos, el 25,3 %). 

En la lista de los departamentos con más víctimas mujeres siguen, aunque bastante lejos, Tolima (28 casos), Meta (26 casos), Putumayo (22 casos), Norte de Santander (20) y Arauca (18). 

Para la magistrada de la JEP Catalina Díaz, relatora del Caso 03, «a pesar de que la inmensa mayoría de las víctimas de ejecuciones extrajudiciales son hombres», ella y sus colegas de la Sala de Reconocimiento se han esforzado «por hacer visibles, como casos emblemáticos y representativos, aquellos en los que las mujeres han sido las víctimas», porque el país también necesita conocerlos. 

«De mi parte quisiera que en todos los autos que vayamos a expedir de ahora en adelante podamos incluir y esclarecer esos casos, y reivindicar el nombre y la dignidad de esas mujeres, de esas niñas», agrega la magistrada.

A Érika y a Gloria, además, los militares las presentaron como guerrilleras dadas de baja en combate y luego se probó que eso no era cierto. Y sus familias tuvieron que abandonar las ciudades donde vivían por las amenazas que comenzaron a recibir casi inmediatamente después de los asesinatos. Por el primer caso hubo ya una condena del Consejo de Estado al Ministerio de Defensa y el Ejército. Por el segundo, la Unidad de Víctimas y la Agencia Nacional de Defensa Jurídica del Estado tuvieron que comprometerse ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) a adelantar varias acciones de reparación para Daniela, sus hermanos Carlos Josué, Luisa Fernanda y Jennifer, y su padre, Carlos Enrique.

“Míreme que sí soy yo”

Tres veces le han fallado las piernas a doña Gloria Lucía López. Fallado hasta casi hacerla caer, hasta que de tanto temblar, resultan incapaces de sostener el resto de su cuerpo.

La primera vez fue aquel 9 de marzo de 2002, cuando el Ejército asesinó a Érika Viviana. La segunda fue justo dos meses después, el 9 de mayo, cuando encontraron el cuerpo de Johanna Castañeda, la mayor de sus hijas, que acababa de cumplir 15 años. Una mañana de abril Johanna salió del colegio para encontrarse con su tía y arreglar la tumba de su hermana Érika en el cementerio del pueblo, pero nunca llegó a la cita. A Johanna la asesinaron los paramilitares del bloque Metro junto con un joven que hacía parte de ese grupo armado. Tenía dos meses de embarazo, pero no lo sabía. 

La tercera vez fue mucho más reciente: el 27 de mayo de 2023, durante una audiencia en Granada, organizada por la JEP para que más de cien víctimas se pronunciaran sobre las versiones de varios militares, incluido Montoya, alrededor de los mal llamados ‘falsos positivos’ en Antioquia, doña Gloria se sintió desfallecer y las piernas dejaron de responderle. 

—Yo fui esa mamá que le dijo a usted, Montoya: ‘Le va a hacer falta vida para que me compruebe que mi hija es una guerrillera y a mí me va a sobrar para comprobar que no lo era’. Aquí estoy. Compruébenos que eran guerrilleros. Usted invitó a medios y dio una rueda de prensa testificando que eran del noveno frente. ¡Infame, canalla, son mentiras! Eran niños, mi hija era una estudiante. Usted me condenó a vivir sin ella y a vivir con miedo de que mi otra hija, Jéssica, salga a la calle aún hoy con 27 años que tiene, porque me da miedo que le hagan lo mismo: un ‘falso positivo’. Todavía no tengo ese valor de soltarla.

Doña Gloria miraba a la cámara para dejar salir lo que tenía atascado en la garganta, con la esperanza de que Montoya estuviera del otro lado de la pantalla. «Míreme que sí soy yo», decía. Hubo un momento en que incluso creyó tenerlo en frente, como esa única vez, 10 de marzo de 2002, cuando el entonces comandante de la IV Brigada se bajó del helicóptero que lo llevó a San Rafael para dar una rueda de prensa en el asilo de ancianos del pueblo, al que había ordenado trasladar los cuerpos de las cinco víctimas, impidiendo que sus familiares pudieran verlos, para presentarlos a todos como guerrilleros de las Farc asesinados en medio de un combate.

La necropsia que le hicieron a la niña arrojó que recibió seis heridas “por proyectil de arma de fuego de carga múltiple y alta velocidad” en varias partes del cuerpo, como ambos brazos, el muslo izquierdo y el pie derecho, pero la que acabó con su vida fue una que impactó en la cara y la dejó desfigurada.

Encontró una última fracción de fuerza en su vientre. 

—Usted nos condenó a vivir en una ciudad donde no somos felices, a vivir en cuatro paredes, que no es lo mismo que estar en un pueblo. A eso nos condenó con ese resultado. Entonces, aquí estoy. Yo fui esa mamá que lo increpó ese día. Llegó el momento de que usted reconozca que lo hizo mal… Le pido en nombre de todas las víctimas que no pueden estar aquí, de los que se fueron esperando este momento, que diga la verdad; ya no más mentiras, porque ustedes saben que la verdad la tenemos nosotros. Montoya, ya no más. Por la dignidad de mi hija, de mi niña, y por el buen nombre de sus amigos también, que fueron asesinados con ella ese día, no más mentiras. Eso es lo que yo espero y lo que esperamos todas las víctimas, que seamos dignificados —dijo mientras giraba su cabeza hacia el lugar donde se encontraba la magistrada Díaz. 

De repente, la sorprendió un escalofrío y sus piernas dejaron de pertenecerle.

—No soy capaz de más. Muchas gracias —se le escuchó pronunciar ya con hilo de voz muy bajito.

Las cámaras no enfocaron la imagen siguiente: mientras el magistrado Óscar Parra luchaba por encontrar las palabras para llenar el silencio que ocupó el auditorio e improvisaba un receso, Jéssica le daba aire a doña Gloria con unos papeles que hacían las veces de abanico. Su hija tenía miedo porque a su mamá le han dado dos infartos en los últimos años.

«Yo sentí que algo salió de mí ese día, un peso que cargaba aquí en mi pecho y un grito que hacía mucho quería sacar de la garganta. De alguna manera me siento más liviana porque estoy segura de que en alguna parte él [Montoya] me estaba escuchando, y también se lo pude gritar al mundo. Eso no me quita el dolor, pero sí calma», dice hoy mientras acaricia un cuadro con las fotos de las dos hijas que perdió por culpa de la guerra. 

Montoya fue comandante de la IV Brigada desde el 1 de enero de 2002 hasta el 14 de diciembre de 2003 y su nombre ha sido mencionado en más de 30 versiones entregadas por militares que están vinculados al Caso 03 de la JEP. Él mismo ha rendido versión en dos oportunidades ante la Sala de Reconocimiento: el 12 y 13 de febrero de 2020, cuando se le preguntó por el periodo en que fue comandante del Ejército, y el 29 y 30 de septiembre de 2022, cuando tuvo que dar explicaciones por su labor en Medellín, cuando estuvo al frente de la Brigada que ordenó los operativos en los que fallecieron Érika Viviana Castañeda y Gloria González Ardila.

La puesta en escena

La investigación por el asesinato de Érika, su mejor amiga y los tres jóvenes que iban con ellas en el platón de la camioneta estuvo plagada de irregularidades desde el principio. 

De entrada, la fiscal 77 de San Rafael no pudo trasladarse al lugar donde ocurrieron los hechos para hacer el levantamiento de los cadáveres porque la Dirección Seccional de Fiscalías de Antioquia le ordenó esperarlos en el hospital del pueblo, donde ella sólo pudo hacer su trabajo pasadas las 10 de la noche. 

Luego, la misma fiscal afirmó que no podía practicarles la prueba de absorción atómica, necesaria para comprobar si habían disparado algún arma de fuego. El argumento era que los químicos se habían agotado en el municipio, por lo que les comunicó a los familiares de las víctimas, incluida doña Gloria Lucía, que debían correr con los gastos del traslado de los cuerpos hasta Rionegro. Por falta de recursos, todos desistieron de la prueba.

«En lo relativo a los disparos que supuestamente recibieron los uniformados por parte de los ocupantes del vehículo, este es un hecho que pudo demostrarse mediante una prueba de absorción atómica que no fue practicada. Lo expuesto denota que las autoridades no procuraron la realización de la prueba técnica antedicha y le trasladaron la carga de realizarla a los familiares de las víctimas, pese a que correspondía ser impulsada por las autoridades pertinentes, puesto que el homicidio es una conducta punible que se persigue de oficio y el Ejército Nacional reputó el carácter de combatiente de los fallecidos como justificación a su actuación», se lee en el fallo del Consejo de Estado del 22 de febrero de 2019. Esa decisión revocó en segunda instancia una sentencia proferida en 2010 por el Tribunal Administrativo de Antioquia, y ordenó pagarle una reparación de cien salarios mínimos legales mensuales vigentes a Gloria Lucía López, otros cien a Alberto Antonio Castañeda Velásquez y cincuenta a Jéssica Nataly Castañeda López. Cuatro años después, todavía no les han desembolsado el dinero. 

Al dolor y a las preguntas que le golpeaban la cabeza se sumó la impotencia de no poder ver el cuerpo de su hija sino hasta al día siguiente a las 5:30 de la tarde, porque así lo había ordenado el general Gallego. 

—¿Qué tenía que hacer Gallego allá, si él era general, pero de la policía y en Medellín? —se pregunta doña Gloria en este momento, con 59 años. Su pelo corto ya está completamente cano y acaba de desplegar en la mesa cientos de cartas y fotocopias de expedientes, sentencias y derechos de petición que guarda juiciosamente en un maletín negro. 

Fue la misma pregunta que se hizo la revista Cambio el 13 de febrero de 2008, cuando publicó un artículo que reseñaba que seis años después la investigación por fin había comenzado a moverse. El texto comenzaba así: «El domingo 10 de marzo de 2002, oficiales de la IV Brigada del Ejército escogieron un escenario poco usual para presentar ante un grupo de periodistas un balance de sus operaciones en materia de orden público: el solar del asilo de ancianos de San Rafael. Allí pusieron en fila cinco camillas con cinco cadáveres cubiertos con sábanas. A su lado, en un mesón de madera había cables y dispositivos metálicos usados en la fabricación de explosivos. Según el parte oficial, los cadáveres eran de guerrilleros de las Farc muertos en combate con tropas del batallón de Artillería Número 4 que los sorprendieron cuando intentaban volar un puente, en vísperas de las elecciones».  

Luego, el artículo tenía más datos que terminaron siendo trascendentales para el curso que tomaron las investigaciones: «Tanto la fiscal como el entonces alcalde, Édgar Eladio Giraldo Morales, las otras autoridades y la dirección del Hospital Presbítero Alonso María Giraldo de San Rafael, reconocieron como única autoridad en esas diligencias al entonces comandante de la IV Brigada, general Mario Montoya. Según un registro del hospital, el general llamó la noche del sábado 9 para pedir que, por ningún motivo, entregaran los cadáveres a alguien distinto de la autoridad militar, y anunció que al día siguiente él mismo, o alguien de su entera confianza, iría a San Rafael para ponerse al frente del caso». 

Y así sucedió. El domingo 10, día de las elecciones, aterrizó en la cancha de fútbol un helicóptero de la IV Brigada con Montoya y con Gallego a bordo. «Pese a que Gallego era el comandante de la Policía de Medellín y de su área Metropolitana, sin jurisdicción sobre San Rafael, nadie pareció sorprenderse […] Compañeros y subalternos de esa época dicen que no era extraño ver al oficial de la Policía actuando fuera de su jurisdicción y recuerdan que antes, durante y después de la cuestionada “retoma” de la Comuna 13 de Medellín, en la que los dos generales hicieron llave, era común que viajaran juntos o que se delegaran misiones», se lee en el reportaje. 

Todo eso se supo gracias a lo que produjo la primera versión libre que Parmenio de Jesús Usme García, el paramilitar que manejaba la camioneta, dio ante una fiscal de la Unidad de Justicia y Paz de Medellín en febrero de 2008. 

Según Usme García, que en el oriente antioqueño llegó a ser el segundo al mando del Bloque Metro de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) después de Carlos Mauricio García, alias ‘Doble Cero’, él se podía mover libremente por la región con la anuencia del Ejército. Ese 9 de marzo, aseguró, sólo iba a recoger unos víveres en el vehículo cuando las dos amigas –Érika y Daisy– le pidieron que las acercara a la vereda donde se llevaría a cabo la fiesta, porque el transporte estaba escaso por las elecciones. Testificó que las conocía porque él era de la zona y que no pertenecían a ningún grupo armado, lo mismo que los otros tres jóvenes.

El paramilitar aseguró que en el vehículo sí había armas, pero todas eran suyas y estaban en la cabina. También señaló que no era cierto que llevara cables como los que el Ejército mostró en la rueda de prensa del asilo, porque no tenía sentido que las autodefensas detonaran los puentes que eran esenciales para su movilización.

Además, dijo que cuando los militares abrieron fuego él desvió la camioneta a una cuneta y salió del carro arrastrándose por el parabrisas, pero alcanzó a recibir dos impactos de bala, y que se escapó sin mucha dificultad del hospital, a donde llegó hacia las 8:45 de la noche. 

La confesión, como en un efecto dominó, llevó a que los militares implicados en el hecho comenzaran a cambiar sus primeras versiones y a contradecirse entre ellos. De repente, no podían ponerse de acuerdo sobre el armamento incautado, el lugar desde donde habían disparado los soldados, la visibilidad de la carretera en ese momento o si las cinco víctimas iban o no vestidas de civil y por qué se llevaron los cuerpos en una volqueta, alterando la escena del crimen. 

Fue entonces cuando una nueva versión del sargento viceprimero Evert Ospina lo cambió todo: la operación no había sido planificada para evitar un atentado de la guerrilla contra el puente Los Balsos, sino para dar de baja a Parmenio, por un trato que el sargento había hecho con otro comandante paramilitar al que le decían ‘Diablo Rojo’.

Han pasado 21 años y doña Gloria Lucía López aún llora todos los días y aún se pregunta en las noches qué será lo que Dios tiene guardado para ella. 

Nacida en Hispania en 1964, de niña fue abusada sexualmente por la pareja de su madre y llegó a pensar en quitarse la vida con un frasco de veneno. Luego la separaron de las dos hijas que tuvo muy joven, a los 15 y los 19 años, antes de conocer a don Alberto. Después, en 2002, mataron a Érika y a Johanna, y tuvo que abandonar San Rafael prácticamente con lo que tenía puesto.

—Una vez un psicólogo me preguntó qué me motiva a estar en pie. La respuesta es Dios y Jéssica y mis nietos. Yo tengo la convicción de que Dios guarda algo muy maravilloso para mí y que eso tiene que ver con mi sueño de ver a mi hija Jéssica bien y de darles una casa a los niños donde ellos puedan ser un poquito libres, una casa con patio y con una ‘manga’ para que corran y jueguen, una casa en la que la cocina no esté prácticamente pegada a la cama.

Lo dice mientras prepara, generosa, un sudado de pollo a la naranja. De repente, me da la espalda con la excusa de pelar verduras, aunque en realidad es para que no la vea llorando. Sus ojos negros y achinados están ocultos por unas gafas de marco dorado.

—Yo aprendí a vivir con esto.

—¿Y cómo se aprende? —le pregunto. 

—Llorando. Usted me ve aquí fuerte, tranquila, pero de un momento a otro me da la ‘chiripiorca’ y puedo comenzar a llorar por una canción, una comida, una frase. Yo doy las gracias por haber tenido la oportunidad de limpiar la reputación de mi niña. A ese señor, que lo perdone Dios. Yo no puedo.

Violencias múltiples

Daniela, la niña que sobrevivió en los brazos de su mamá durante un operativo militar en la Comuna 13, alguna vez escribió un cuento con la historia de su familia. Tendría 14 o 15 años y el texto le gustó tanto a la profesora del colegio que la convenció de que lo enviara a un concurso. 

En la historia, su madre tenía el pelo largo y crespo. Justo como el que luce en una de las pocas fotografías que Daniela conserva de ella, una imagen ampliada de fondo azul con nubes blancas, de esas de fotoestudio, en la que Gloria González viste una camisa roja de manga larga y tiene un peinado típico de los años ochenta: abombado, con mucho volumen y copete. 

«Yo escribía sobre mi vida pero lo hacía en forma de fábulas. Siempre inventado. Le ponía el final que yo quería. Por ejemplo, si en el cuento pasaba lo de mi mamá, yo me imaginaba un final distinto», cuenta mientras observa la foto, que tiene colgada al lado de su cama. 

Hoy, Daniela es una joven de 22 años, muy tímida, a la que no le gusta que la reconozcan sólo como víctima, sino como una mujer que tiene una historia que va más allá de la violencia, que ama bailar y patinar y sueña con ser periodista. 

«Yo soy víctima dentro de un proceso porque me arrebataron varios derechos, el derecho a crecer con una mamá, a disfrutar de la niñez, a tener un hogar estable y no tener que vivir desplazándome con mi familia de un sitio a otro, el derecho a ser como todos los demás. Pero más allá del proceso yo me llamo Daniela. Durante mucho tiempo pensé que mi historia era sólo lo que me había pasado, pero luego entendí que mi historia es lo que yo estoy escribiendo permanentemente, lo que hago ahora. Lo que pasó en 2002 ya no me describe tanto», dice con voz aguda pero también con firmeza. Está vestida con jeans rotos, una camiseta ombliguera negra y unos tenis blancos. Acaba de pintarse de azul un mechón de pelo y está estrenando piercing

Llegar a ese punto, sin embargo, no ha sido nada sencillo. Primero, por la ausencia inexorable de una figura materna en su vida. Luego, por el complejo que le creó haber perdido el ojo derecho, por el matoneo que sufrió en el colegio y las consecuencias físicas que eso le ha traído. 

Lo cuenta mientras se ríe, pero la verdad es que vive en el piso: «Yo me la paso cayéndome y pegándome, porque para ver mejor tengo que voltear más la cabeza y me mareo con frecuencia». Los ojos de Daniela son pequeñitos y rasgados pero el derecho es mucho más delgado, parece como si casi siempre lo tuviera cerrado, y para tratar de emparejárselos le tocó aprender a maquillarse unas líneas más gruesas en ese párpado.

Según los expertos, cuando se pierde un ojo se afectan principalmente dos aspectos: la visión periférica (lo que acorta el campo de visión de la persona sin que esta gire la cabeza) y la percepción de profundidad (lo que dificulta el proceso de juzgar con exactitud a qué distancia se encuentra un objeto o una persona y la puede hacer dar un mal paso cuando sube una escalera, servir más líquido de lo que cabe en un taza o accidentarse más fácilmente si conduce un vehículo).

Leer, por ejemplo, es una de las actividades favoritas de Daniela, pero no puede hacerlo por largos periodos de tiempo porque se cansa mucho. Concentrarse en lo que a veces escriben los profesores en el tablero también le cuesta.

«Uno quiere aprender de la misma forma que los demás, pero le toca más lento», dice. El día que la conocí estaba triste, porque después de mucho pelear a través de los abogados que han acompañado el caso de la familia recibió por fin una prótesis ocular por parte de la EPS, pero esta quedó mal construida y cuando se la puso se le inflamó el ojo. Se supone que debe cambiarla cada dos años, pero tiene la misma desde que cumplió 15.

Y está el hecho, para seguir con la lista de los obstáculos que ha tenido que sortear en la vida, de que sólo hasta ahora comienza a sentir que puede echar raíces, porque su papá fue amenazado en la Comuna 13 después del asesinato de su mamá y cuando ella salió del hospital todos tuvieron que irse a vivir a Ecuador. Sus hermanitos tenían 10, 9 y 4 años.

El problema es que hasta allá lo persiguieron las amenazas y el exilio se extendió hasta Santiago de Chile. En total, la familia duró casi ocho años por fuera, con asistencia de la ACNUR y de la organización estadounidense de ayuda humanitaria para los refugiados HIAS. Daniela y sus hermanos veían muy poco a Carlos, que tuvo que aprender a “superarse”, como él mismo dice, y a ser mamá y papá al tiempo. Incluso, en Chile los niños vivieron durante un periodo en el Servicio Nacional de Menores (Sename), que es como el ICBF en Colombia. Todo mientras él también daba sus batallas internas contra la depresión crónica y el alcoholismo.

«Hasta que entendí que no podía desmoronarme, porque yo era el único pilar que les quedaba a los niños», admite. 

Carlos Enrique Londoño tiene 56 años, ojos color miel y piel trigueña. Ha perdido algunos dientes y prácticamente no tiene cejas. Habla muy rápido, casi sin tomar aire, y se le ve cansado. «Yo sí lloro, pero lo hago más bien a solas porque no me gusta que mis hijos me vean flaquear o causar lástima», comenta.

En Chile estudió cocina, primero para poder servirles a sus hijos algo más que un caldo de papa aguado y luego con la ilusión de montar un restaurante que nunca llegó a ser realidad. Ahora le gustaría conseguir una beca para estudiar Derecho en la Universidad de Antioquia, y así poder defender a otras víctimas del conflicto.

Florecer

El 20 de agosto de 2015, en San Antero (Córdoba), Carlos y sus cuatro hijos pudieron por fin despedirse de su madre, porque cuando ella murió él no quiso que la vieran ni que los niños fueran al entierro. 

Por un acuerdo al que llegaron con la CIDH, la Unidad para las Víctimas y la Agencia Nacional de Defensa Jurídica del Estado organizaron un acto público de dignificación de la memoria de Gloria González, que incluyó un acompañamiento psicosocial previo con la familia. Todos estaban vestidos de blanco.

De ese día queda un álbum con fotos, dibujos y frases que tuvieron que anotar antes de esparcir parte de sus cenizas en el mar. Daniela escribió lo siguiente: “Se muere quien se olvida”. 

Parte del proceso de sanar se refleja en los siete tatuajes que tiene en su cuerpo. Hay uno que tiene la palabra “Gloria” con una corona encima, otro que le recuerda la fuerza que le daba su abuela cuando de niña llegaba llorando a la casa porque en el colegio le decían “bizca”, y uno que tiene tres palabras que comienzan por la misma letra: “Crear, crecer, creer”. El último que se hizo, el año pasado, es el de una mujer a la que las ramas de un árbol que comienza a florecer le tapan los ojos.

—Me lo hice justamente porque creo que por fin estoy floreciendo. 

Y sí que lo está haciendo. Está becada en la Universidad Luis Amigó de Medellín, donde ya cursa tercer semestre de Comunicación Social y Periodismo. Cada seis meses, si no pierde ninguna materia, le llega un subsidio que ella juiciosamente ha ahorrado, hasta el momento, para comprarse un computador y una cámara de fotos.

—Si me hubieran propuesto contar mi historia y la de mi mamá tiempo atrás, no hubiera aceptado —asegura Daniela mientras sostiene varios de los peluches que la acompañan en su cuarto—. Era un tema muy personal. Cada vez que lo hablaba yo lloraba, siempre. Pero ya he ido soltando. 

Al final, sólo pide una cosa: «No me gusta que me encierren en el núcleo de la víctima. Yo tengo mi identidad. Que me digan ‘Daniela, la hija de Gloria’ está bien, pero ‘Daniela, la hija de la mujer que mataron’ ya no es necesario».

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Laila Abu Shihab Vergara , para Vorágine, La Liga Contra El Silencio y Colombiacheck

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