Al mencionar la palabra “bambuco” inmediatamente nuestra mente trae recuerdos del tocadiscos y la mecedora del abuelo. Eran almuerzos familiares en domingos eternos donde el aguardiente acompañaba a la memoria, pero también el bambuco viene acompañado del horror de masacres campesinas y de fallas electorales gravísimas que debemos revivir en nuestra miserable realidad electoral.
Antes de que el Rock en español tomara las banderas de la protesta contra las élites, nuestra música colombiana denunció, sin pelos en la lengua, que desde las ciudades se propagaba una plaga partidista que hizo que amigos y vecinos se transformaran en enemigos mortales. Las montañas, valles, llanos y campos de Colombia recibieron un veneno político que enfermó a los campesinos, quienes se transformaron en millones de desplazados y en cientos de miles de cadáveres que convirtieron ríos en cementerios fluviales. Además, esa toxina política hizo de nuestra tierra, quizá, la fosa común más grande del mundo.
En ese nefasto panorama al que hemos sometido al campesino y al indígena colombiano, el folclor fundió ritmos paeces y pijaos con tiples, guitarras, bandolas y más cuerdas. Así la dignidad de los hijos del campo consolidó un ritmo que hoy hace parte de nuestra identidad cultural y lo bautizó: “bambuco”. Según, Harry Davidson: “el verdadero origen de la palabra está en las bambas que se cantaban en los bailes llaneros: bambas (bambucas, bambucos)”. Esta idea es un poco más creíble por los antepasados indígenas que habitaron Los Llanos y el Tolima. Hay otros, sin embargo, que asocian el bambuco con la palabra africana: “Bambuk”; que proviene de las tierras del este de Senegal.
Antes de que el virus bipartidista apareciera en la ruralidad colombiana, la violencia no era dueña de estas tierras. La amabilidad, el sudor, el trabajo y el guarapo eran los emblemas del campo
Venga de donde venga a nosotros nos quedó la música. Las melodías recorrieron las regiones colombianas y así un nortesantandereano compuso, a finales de los sesentas, unos versos que narran la infamia política del ayer desde una vigencia absoluta y lamentable. Arnulfo Briceño le dio vida al bambuco “A quién engañas abuelo”. El abogado y compositor dejó la letra para que el magistral dueto “Silva y Villalba”, compuesto por Rodrigo Silva y Álvaro Villalba, marcaran con sus voces y melodías una huella histórica de injusticia, pues denunciaron que la causa de la muerte era el verraco color: “A unos los matan por godos/a otros por liberales”.
Antes de que el virus bipartidista apareciera en la ruralidad colombiana, la violencia no era dueña de estas tierras. La amabilidad, el sudor, el trabajo y el guarapo eran los emblemas del campo. La fortaleza del colombiano se reflejaba en azadones, palas y siembras, no en machetes y plomo. Pero llegaron los discursos, los colores y la muerte se tomó el campo colombiano hasta hoy día. Los vecinos que antes se ayudaban para cultivar y dejaban su calidez agraria en cada saludo, terminaron siendo enemigos declarados, pues el campesino, antes del bipartidismo, no fue enemigo del campesino.
Con la recta final de las elecciones del 2015, es fácil ver la validez de la imagen que compuso Briceño y que Silva y Villalba interpretaron para alabanza de nuestro folclore y vergüenza de nuestra historia patria:
Aparecen en elecciones a unos que llaman caudillos,
que andan prometiendo escuelas y puentes donde no hay ríos.
Y al alma del campesino llega el color partidizo,
entonces aprende a odiar hasta quien fue su buen vecino,
todo por esos malditos politiqueros de oficio.
La dignidad campesina, la claridad de la denuncia y la magistral letra, e interpretación, hacen de este bambuco una pieza nostálgica de nuestra música, pero también dejan un legado para que las nuevas generaciones pensemos en la importancia que tenemos ante el reto de las urnas y para que los políticos comprendan la necesidad de respetar el campo, que es el motor del país. En ese mismo sendero musical Óscar Humberto Martínez, santandereano, abogado y escritor, compuso y cantó a principios de milenio: “El campesino embejucao”, bambuco guasca que muestra al hombre del agro pidiéndole solo una cosa al Estado: trabajar tranquilo. Pero como siempre ha sido perseguido, desplazado y masacrado, pues queda “embejucao”, “arrecho”, “mamao” y ese sentimiento se plasma en la denuncia de su música. El campesino antes de ser de izquierda, centro o derecha, es campesino. Los debates políticos los da desde su jornal y su cosecha. Por eso sostiene:
Trabajo en el surco desde que el gallo me anuncia el día
y solo consigo pa’ mi jamilia poquitas sonrisas y aún menos pan.
Aquí naide viene sino cuando tienen las elecciones,
llegan a joder que con los colores
y con los dotores que el cambio harán.
Cuestiónese con este bambuco:
El bambuco se valió del lenguaje popular y musicalizó denuncias de atropellos infames que desde siempre la clase dominante le ha propinado al campesinado. Es por esto que el gigantesco Rafael Pombo escribió sobre el bambuco: “Es el lamento que lanza/el genio de estas regiones/por tantas generaciones/que vio morir sin vergüenza”. Si nos obligan a escoger una palabra que califique el trato que le hemos dado al campesino, por acción u omisión, “rastrero” sería pertinente. El bambuco nos rememora musicalmente las atrocidades hacia el campo; la invitación es, desde el voto, a silenciar los fusiles y guiar los machetes solo a las zanjas.
Estamos ante una misión histórica para terminar la guerra y allí es fundamental sentir el valor que tiene el campo, pues como lo sostuvo ese valiente sociólogo, Orlando Fals Borda, “no podrá crearse en Colombia un verdadero país –un país que se respete y que merezca el respeto de los demás– mientras en él no se promueva y defienda la dignidad y la integridad del hombre, y mientras más valga el bienestar de un toro importado que la vida de un campesino”.
Los campesinos sufren una guerra de siglos y permanecen erguidos, su dignidad trasciende cualquier visita de politiqueros y, en este caso, el bambuco nos refresca la memoria para que comprendamos que la soberanía colombiana se construye desde el campo.