Hay por lo menos tres interpretaciones que hoy en día predominan con respecto a la noción de “populismo”. La primera, que tiene una connotación histórica, se refiere a procesos políticos que a mediados del siglo XX impulsaron una serie de reformas sociales y económicas en algunos países, apoyadas en la construcción de una identidad popular que desafiaba a las oligarquías nacionales. Una segunda, que alude a procesos políticos que, como mecanismo de legitimación, implementan políticas públicas orientadas a la satisfacción de necesidades inmediatas de las clases populares.
Por último, hay otra interpretación entiende el populismo como una interpelación, o un intento de construcción de identidad política en torno al concepto de “pueblo”, de lo popular, que se contrapone a la oligarquía, la partidocracia, o cualquier otra noción similar que aluda al gobierno de unos pocos. Particularmente, me siento más cercano a esta tercera interpretación, pero creo que bajo ninguna de ellas el gobierno de Iván Duque puede ser descrito como populista.
Lo de Duque es autoritarismo, incluso podría hablarse de neofascismo, pero nunca de populismo. Él utiliza el miedo y la moral para apelar a un sector muy específico de la población, generalmente denominado como ‘la gente de bien’. Pero la administración Duque no parece muy interesada en legitimar su gestión asociandola a una amplia voluntad popular, ni se esfuerza demasiado por construir una vinculación con ella. Esto se refleja en los pobres resultados que tienen Duque y sus ministros en términos de favorabilidad ante la opinión pública. Tienen una imagen muy negativa y, aunque todos los gobiernos quieren ganar favorabilidad, este no se esfuerza mucho por cambiar esa situación.
No se trataría entonces de obedecer la “voluntad popular”, sino acaso la de una escasa mayoría.
Tengo la impresión de que muchas de sus acciones y propuestas legislativas, más que crear un vínculo con la voluntad popular, funcionan como cortinas de humo: están dirigidas a generar debates, desviando la atención de cuestiones más sustantivas en términos de políticas públicas.
Lo que sí hay, es un intento por posicionar la existencia de un “estado de opinión” que se opone al proceso de paz, como mecanismo para deslegitimar la Justicia Especial para la Paz y la Corte Suprema. Pero dicha narrativa está asociada al referendo, en donde se vio que dicha posición es respaldada por poco más del 50 % de la población. No se trataría entonces de obedecer la “voluntad popular”, sino acaso la de una escasa mayoría.
Ahora, es importante mencionar que, frente a la opinión pública, tanto el Centro Democrático como el gobierno, se presentan como garantes de la moral y las buenas costumbres. Esta es una posición bastante conservadora que corresponde, precisamente, a la vinculación de dicho partido político con una mentalidad hacendataria, que proviene precisamente del sector más retardatario de la sociedad colombiana.
Las ideas de Duque y su partido están alineadas con una tendencia política global. Lo que tenemos es el auge de gobiernos autoritarios no solamente en Latinoamérica sino también en Estados Unidos y en Europa. Desde Trump en EE.UU. hasta Duterte en Filipinas, pasando por Bolsonaro, vemos el predominio de discursos conservadores, autoritarios y neofascistas. En ese sentido, tanto Duque —que entre otras cosas es una figura política bastante débil— como el Centro Democrático forman parte de este viraje global hacia la extrema derecha.