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Dos taurinos

Además del juicio legal sobre el toreo, hay otro juicio social sobre los aficionados. Han sido llamados asesinos, sanguinarios y monstruos. Para Miguel Quijano y Orlando Herrera, dos veteranos taurinos, este es un espacio familiar y de amigos al que han asistido desde hace más de cincuenta años.

por

Sebastián Payán R.


16.02.2017

Ilustración: Maria Elvira Espinosa Marinovich

Las corridas que conocí

— Lleva una cachucha. Va a hacer mucho sol. Aquí está tu paquete, —me decía mi mamá. En el paquete hay unos Manímoto, un jugo Hit y un sánduche envuelto en aluminio. —Tu papá ya está abajo.

Abajo estaba mi papá con el celular en mano y haciéndole señas a una van para que se orillara enfrente. A su alrededor, algunos señores de más de cincuenta años con gorras, botas rellenas de manzanilla al hombro y cojines en las axilas. Ya adentro de la van, un hombre sube el volumen al máximo y suena el pasodoble, los señores le siguen ondeando sus gorros y pasando las botas para tomar la mezcla de alcohol. Pasamos el Parque Nacional y entramos a la Macarena, el tráfico se complicaba. Filas de carros y gente caminando con pintas similares a los que iban en la van. El vehículo se detuvo.

Miguel Quijano, quien iba en la parte de adelante, repartió las entradas a los que se bajaban. Ya había ido a un estadio de fútbol y conocía este ambiente, pero esta vez no estábamos entrando a un partido de América y Millonarios, no se sentía un ambiente tenso. Había un par de policías, pero nada fuera de lo común. Entramos, subimos la escalera y al entrar lo primero que ví fue el círculo de arena en la mitad de la plaza: brillante y sin una sola pisada que lo manchara. Llegamos a nuestro lugar, saqué mi paquete de comida y puse el cojín para que no se aplanara la nalga, como decía mi padre. Poco a poco los asientos se llenaban y no había mucho espacio para estirar las piernas, era bastante incómodo. No podía mover mis pies hacia adelante porque le pegaba al que estaba enfrente y si me rascaba la cabeza podía pegarle al de al lado. La plaza era mucho más íntima que el estadio, todos estaban cerca e ir al baño era casi prohibido. Siempre me dio curiosidad que atrás de la plaza, en esos edificios altos, mucha gente se asomaba para ver el espectáculo, desde lo alto.

No era mi primer ruedo y conocía la rutina, la música empezó a sonar en lo alto de la plaza La Santamaría. Los asistentes se emocionaron, la fiesta brava había comenzado. Después de los actos protocolarios, la plaza se quedaba callada, expectante. El primer toro iba a entrar. Al entrar, algunas aplaudían, otros observaban callados. El toro daba vueltas mientras era examinado y estudiado en ese círculo de arena que ahora estaba manchado por sus pisadas. No entendía palabras como ‘capote’, ‘casta’; pero conocía el orden de cada toro. No conocía los términos oficiales, pero en mi cabeza era así: primero la evaluación del toro, la picada en la que entraban caballos con armaduras, la puesta de las banderillas y por último, cuando el torero entraba con el capote rojo, la estocada final. Al final de la tarde, limpiaban la sangre y las pisadas del círculo de arena y quedaba intacto, pero ya no tenía el mismo brillo, eran casi las siete de la noche. En la corrida toreaba ‘El Juli’, era la temporada taurina de Bogotá, siete años atrás. Esa fue la última vez que recuerdo haber ido a una corrida de toros. Ahora, la temporada taurina volvió después de casi cinco años de ausencia, desde que Gustavo Petro decretó su cierre en el 2012. En la primera corrida hubo un enfrentamiento muy fuerte entre protestantes, espectadores y seguridad. Miguel Quijano, uno de los viejos amigos de mi padre, fue empujado en la entrada y le robaron su bota. Las cosas han cambiado.

Lo único que pido es que si se acaba, se acabe porque la gente deja de ir, pero que no se acabe por un proceso legislativo

La época dorada

“Soy aficionado por la gracia de Dios desde los siete años cuando mi padre me empezó a llevar a toros”. Miguel Quijano tiene 67 años. Es comisionista comercial desde hace 35 años, también estudió zootecnia y es ganadero de reses. Hablar con él, que dice palabras como “chato” como quien dice cualquier cosa, es hablar con el rolo de vieja guardia. Su afición por los toros se ve en su apartamento: hay una pintura hecha por su hermana en la que se ve un toro, un toro de bronce en la mesa de la sala y varias revistas sobre las corridas. Llevamos hablando casi una hora mientras esperamos a que llegue Orlando, su amigo de las peñas taurinas que quiere hablar conmigo. En la última corrida, hace dos semanas, Quijano tuvo que salir antes porque tuvo un problema cardiaco que lo dejó en cuidados intensivos. Ya no tiene el cuerpo que tenía antes, no aguanta el ritmo de ir a varios países a distintas temporadas taurinas. Al igual que el toreo en Bogotá, para él, su aguante ha cambiado. Ahora en vez de ir a Las Ventas en Madrid, prefiere sentarse a ver la corrida en una pantalla:

—De pronto empieza a llover y mientras todos se mojan allá, yo estoy tomando un trago en mi casa, —comenta entre risas y me cuenta que ha visto decenas de videos. —Hay gente que dice que eso no es igual que en vivo. Por supuesto que no lo es, es más cómodo.

Recuerda que las corridas en Bogotá siempre fueron un espacio familiar para él. Recuerdo cuando llegaba con mi padre a su casa y estaba llena de personas con boinas y gorras, Quijano nos recibía con la misma energía que mantiene hoy en día. Estos almuerzos, que los taurinos denominan como “condumios”, empezaban desde por la mañana: la comida se arregla, las botas se llenan y los paquetes de comida se arman. Quijano no sólo organizaba muchos de estos condumios, sino que también era el que compraba los abonos, e invitaba a sus amigos cercanos y familiares. Con más de veinte invitados, Quijano podía gastar una cifra cercana a los 20 millones de pesos sólo en abonos. El toreo mueve mucho dinero. Ahora, el ambiente ha cambiado y no puede invitar a tantas personas, y algunos de los que ha dejado de invitar, no han sacado plata de sus bolsillos para ir.

— ¿Por qué es más cara la boletería ahora?

— Tres cosas. Primero está el alza del dólar, los toreros españoles se contratan en dólares. Segundo, teniendo un alcalde que prohibió las corridas y otro que no las apoyaba, la imagen se dañó. Muchos contratos publicitarios se han perdido y las vallas que estaban llenas de avisos, ahora sólo tienen unos pocos. Y por último, con la reforma arquitectónica de la plaza, se perdieron más de mil asientos, entonces los asientos que quedan son más caros.

Antes de continuar, somos interrumpidos por la llegada de Orlando Herrera. Hombre de 73 años y administrador público de la escuela superior de administración. Él no es sólo un aficionado, sino que pertenece a una peña taurina. Desde que Alberto Corredor, cronista taurino, lo llevó a él y a su padre a una corrida.

— Mi papá me contó que una vez me quedé viendo uno de esos carteles que traían de España en el que anunciaban la temporada de ese año, —comenta mientras se organiza el pelo, dice que si su pelo no está bien, su cabeza tampoco lo está. —Después de ver el cartel le dije a mi papá que quería ser torero. Nunca logré serlo, pero es un recuerdo bonito.

Durante muchos años su acompañante a la plaza fue su esposa, con quien lleva más de 50 años de casado. Pero llegó el día que ella no quiso ir más y se quedó sin su compañía. Fue cuando se acercó a las peñas o porras taurinas como se les denomina en Bogotá. Las peñas en la plaza La Santamaría son fáciles de distinguir: suelen tener una pancarta que señala quiénes son y casi todas las peñas tienen un uniforme. Según Quijano, esto es algo latinoamericano, en España no hay tantas peñas uniformadas, pero se hacen sentir por la fanfarria que arman y por su tamaño . Antes de cada corrida, Herrera se pone su vestuario y aclara que es un vestuario. Le ofende que lo denigren a un disfraz. Para él, ir uniformados a la plaza no es más que la sensación de hacer parte de un grupo distinto, un grupo que vive los toros fuera y dentro de la plaza. Aunque entiende que algunos lo ven como algo más, como una manera de estar por encima de los demás aficionados, no está de acuerdo. Para ellos el toreo siempre fue uno de los pocos focos de distracción que encontraban en la ciudad, ahora lo que pasa es que hay miles de distracciones que la gente prefiere por encima de la fiesta brava. Y Herrera me recuerda que la plaza fue, durante muchos años, un espacio de encuentro entre estudiantes y políticos. Ahora, los estudiantes prefieren otras distracciones y aunque unos pocos pueden pagar los altos precios, deciden gastar su plata en otra cosa. Y ahora, algunos políticos temen ser reconocidos en una plaza y que su imagen sea perjudicada.

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Si sumaramos entre Quijano y Herrera la cantidad de tiempo que llevan yendo a toros en Bogotá, podríamos llegar a los cien años.  Para ellos, es tan tradicional como el bogotano que compra el abono para la temporada de Millonarios y va todos los domingos al estadio con su familia. Al igual que el toreo, el fútbol despierta discusiones en torno a la violencia que ocurre dentro y fuera de los estadios, pero no ha llegado al punto de prohibirse o de cerrarse estadios. Según Quijano, el toreo ha sido puesto a juicio público y decidido por la mayoría, a pesar de ser el espectáculo de una minoría. Y luego de cuatro, casi cinco años de cierre, la plaza La Santamaría volvió a abrir sus puertas, pero sin los resultados esperados.

Un panorama gris

Octubre de 2016. Se anuncia el regreso de la temporada taurina a Bogotá en enero del 2017. Un proceso que había sido dilatado por el distrito después de que la Corte Constitucional fallara en favor de las corridas de toros en Bogotá y ordenara su reapertura. El entonces alcalde Gustavo Petro se declaró enemigo de la fiesta brava y ese divorcio con la Alcaldía, según Quijano, fue la pieza fundamental de la caída del toreo en Bogotá.

— Los toros se politizaron, pasaron a ser un factor político y su apoyo o rechazo definía de quién eras amigo —comenta Quijano.

— Además —replica Herrera— mediante acciones populistas, Petro encontró un nicho al cual podía explotar y arrastrar hacia su campaña política. Echó leña al fuego hasta dejar el incendio que tenemos ahora.

Con incendio se refiere a los altercados que ocurrieron en los alrededores de La Santamaría el 23 de enero, durante su reapertura. Aunque tuvieron un par de días con la plaza llena, ambos piensan que no fue la temporada que se esperaba. Y esto fue por varios factores. El primero fue que algunos toreros españoles de renombre, como José Tomás, no se unieron al cartel, a pesar de que muchos daban por hecho su regreso a la capital colombiana. Entonces el cartel decepcionó, no por su baja calidad, sino por las altas expectativas. El segundo fue que los abonos se empezaron a vender a pocos meses de la temporada, y para personas como Quijano quien compraba para todas sus amistades y familiares, menos tiempo significaba que tocaba pagar en menos cuotas: “los precios eran más altos y no podía comprar tantos abonos. Este año los abonados fuimos menos de lo que se esperaba”. Y por último, creen que muchos aficionados tuvieron miedo y se dejaron intimidar después de la primera corrida. Herrera cree que esto es algo entendible: “cuando tú eres un padre que va con sus hijos de diez y ocho años a la plaza, y no sientes que sea un espacio seguro para ellos, decides no ir. Casos así fueron muchos, dejó de ser un espacio familiar por la inseguridad”.

El panorama para la supuesta temporada de 2018 en Bogotá es incierta. La Corte Constitucional le ordenó al congreso legislar sobre las corridas en un plazo de dos años. De no llegar a una decisión, los espectáculos taurinos quedarán prohibidos en todo el territorio nacional. Pero para estos aficionados taurinos de la vieja guardia, el problema va más allá de una decisión legislativa.

— Una decisión de una autoridad fue la que empezó todo esto, por allá en el 2012, —me explica Quijano— pero el problema es que los empresarios no van a invertir en un negocio incierto. Y si no hay empresarios, y el apoyo baja, es difícil que esto tome vuelo. Yo no soy optimista.

— Por el contrario yo sí soy optimista —replica Orlando— la fiesta va a seguir. Lo único que pido es que si se acaba, se acabe porque la gente deja de ir, pero que no se acabe por un proceso legislativo.

Ya son casi las diez de la noche, y Orlando nos pide que terminemos la entrevista porque tiene que ir a cuidar a su esposa. Llevamos casi tres horas hablando de lo que más disfrutan desde hace casi 50 años: toros. Para terminar les pido una foto para el artículo. Miguel dice que la foto tiene que ser con las gorras, y corre a su cuarto. Mientras tanto Orlando se vuelve a peinar. Regresa con dos gorros y le da uno a Orlando. Ambos posan para la cámara y Orlando me advierte que tome una foto que los haga ver jóvenes, Miguel replica que ninguna cámara hará eso.

Ambos veteranos taurinos han escuchado muchos insultos por su pasión. Ir a corridas de toros ha sido tan tradicional para ellos como la familia que va a una misa todos los domingos. En la primera corrida de esta nueva temporada taurina en Bogotá, Miguel Quijano fue con algunos de sus amigos. Lo empujaron y lo robaron. Miguel tiene 67 años y desde hace años sufre de gota, dolor en sus articulaciones. Al igual que él, Orlando Herrera fue agredido físicamente por los protestantes cerca a la plaza. Orlando tiene 73 años.

— Empujar a un señor de tercera edad, escupirle y robarlo, no tiene justificación alguna, —me dice Quijano molesto y levantándose de su sillón. —Si está en desacuerdo, está bien que lo manifieste, pero no empuje a un viejo que podría ser su abuelo.

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