«Los músicos del gueto de Varsovia, por el contrario, elegían tocar. Y es en el margen de esa libertad donde la crítica funda su derecho a expresarse.»
En el autosatisfecho relato que él mismo hace de su vida, Marcel Reich-Ranicki (Mi vida, Galaxia Gutenberg, 1991), el eminente crítico alemán acusa un ligero temblor. Tiene que ver con su atroz experiencia en el gueto de Varsovia y su colaboración entonces con la Gazeta Zydowska (La Gaceta Judía), el periódico que durante un tiempo las autoridades alemanas permitieron publicar dentro del gueto.
Aunque controlada por los alemanes y destinada en su mayor parte a reproducir los comunicados oficiales del frente y las disposiciones de las autoridades, la Gazeta incluía también reportajes e informaciones diversas sobre la vida en el gueto, o sobre cuestiones de orden práctico (recetas, consejos de salud), aparte de anuncios y secciones dedicadas al ocio y a la cultura. Entre éstas se contaban las reseñas de las actividades artísticas que, con increíble determinación, seguían realizándose en las cada vez más duras condiciones de la vida en el gueto.
Diversas circunstancias condujeron a que, en determinado momento, Reich-Ranicki se hiciera cargo de la crítica musical de la Gazeta. “Dudé, pues nunca en la vida había publicado una crítica. Tenía miedo, pero la tarea me gustaba. Así que accedí”. Muchos años después, sin embargo, Reich-Ranicki se muestra intranquilo respecto a su proceder de entonces. Y no tanto por haberse atrevido a una tarea para la que no se hallaba suficientemente preparado como por el hecho de haberla ejercido, según él, con temeridad e impertinencia, también con innecesaria crueldad. “Al leer hoy mis artículos de entonces, siento vergüenza. No es por el estilo, aunque, por increíble que parezca, llamé una vez ‘titán’ a Beethoven, y a Schubert, ‘un gran maestro’. Todavía me ruborizo al leerlo. Tampoco es que aquel reseñador veinteañero repartiera a veces alabanzas y elogios un tanto profusamente. Pero ¿para qué puse reparos y censuré algunas cosas? ¿Para qué lastimé a músicos que se esforzaban seriamente?”
Un petulante jovenzuelo permitiéndose poner objeciones (cosas del estilo de “una ejecución insuficiente y superficial”) al resultado de los esfuerzos presumiblemente ímprobos de una maltrecha orquesta sometida a todo tipo de vejaciones y privaciones: no existe un modo más dramático de contrastar, hasta límites casi intolerables, una cuestión que, de modo más o menos tácito, ronda de forma constante la tarea del crítico: el daño del que se hace responsable en el desempeño de su propio oficio.
Los términos groseramente sensibleros, cuando no estrictamente personales, en que suele tratarse esta cuestión las pocas ocasiones en que se plantea, la suelen privar de crédito para toda discusión seria. Pero ello no obsta para que su latido se deje notar en el pulso del crítico (al menos del crítico de buena fe, si es que se acepta que pueda existir tal cosa) toda vez que se siente empujado a agredir o a descalificar el resultado de un determinado esfuerzo artístico.
Crítico tan implacable como Clarín fue víctima de escrúpulos de este tipo, como se deja ver en uno de sus artículos más tardíos, incluido en su libro póstumo Siglo pasado (1901). El artículo se titula, significativamente, “No engendres el dolor”, y en él asegura Clarín haber sido asaltado durante la noche por una voz que trataba de disuadirlo de seguir provocando dolor con sus escritos. “El mal que causa tu pluma”, le susurra esa voz, “el daño que produce tu censura agria y fría en el amor propio ajeno, es cosa tuya por completo; eres creador de algo en el mundo moral; de ese daño, de ese dolor. No engendres dolor…”. En el mismo texto, Clarín despeja cualquier duda acerca de que su artículo consienta leerse como una declaración de arrepentimiento. Pero ello no desdice sus escrúpulos. Como no desdice lo que la voz denuncia: que por el hecho mismo de serlo, el crítico asume la responsabilidad del dolor que pueda motivar. Ese dolor que, décadas después, todavía rebota en el espíritu de Reich-Ranicki: “Cuando pienso lo que aquellos músicos judíos sufrían antes de los conciertos, todavía me siguen doliendo cada uno de los juicios escépticos y hasta desfavorables emitidos por mí”.
El mismo Reich-Ranicki parece acudir como atenuante de ese dolor a su juventud extrema, a su inexperiencia, al hecho de que “nunca escribí a la ligera, de eso estoy completamente seguro”. Pero ni la pericia ni la ecuanimidad de sus argumentos exculpan al criminal de su delito. Al crítico doliente, el único consuelo puede procurárselo la necesidad o –mejor aun– la conveniencia del daño cometido. Y si ese daño es de orden moral, también de orden moral habrá de ser la razón que lo condene o lo absuelva.
Lo dejó dicho Walter Benjamin: “La crítica es una cuestión moral. Si Goethe no comprendió a Hölderlin, ni a Beethoven y Jean Paul, esto no atañe a su comprensión del arte, sino a su moral”. Y en el mismo lugar añadía: “El entusiasmo artístico le es ajeno al crítico. En sus manos, la obra de arte es el arma blanca en el combate de los espíritus”.
El arma blanca, pues. Lo cual significa que, si hay un daño cometido por parte del crítico contra el artista, la obra misma de ese artista no sería el objeto, sino el instrumento de ese daño. Y lo sería por cuanto, a través de ella, el artista mismo se habría expuesto voluntariamente a una intemperie de cuyas corrientes esa obra pasa a formar parte.
La determinación, por parte de un puñado de músicos judíos, de celebrar conciertos en el gueto de Varsovia, constituye por sí misma un acto de profunda significación moral. Pero la dignidad que emana de ese acto está ligada, tanto como a esa determinación, a la dignidad del objeto al que se consagra.
No basta, pues, con tocar, por grande que sea la voluntad de hacerlo bien. Los asistentes a los conciertos de la Orquesta Sinfónica Judía del gueto de Varsovia son sordos al patetismo que entraña el hecho mismo de tocar en las circunstancias en que lo hacen esos músicos, circunstancias que al fin y al cabo ellos comparten. Los asistentes van a escuchar a Beethoven, a Schubert, a Chaikovski. Y el valor que ello tenga es proporcional a la excelencia en que Chaikovski, Schubert o Beethoven suenen en sus oídos. La educación y la cultura que los predisponen a esa escucha son las mismas que les dotan del sentido crítico por virtud del cual reconocen ellos en qué grado su expectativa ha quedado cumplida. La crítica es el órgano en que esa expectativa reclama su cumplimiento, y expresa, en relación al mismo, su decepción o su contento.
Por lo demás, los músicos del gueto de Varsovia no son, al menos todavía, los que evoca Paul Celan en su escalofriante “Fuga de muerte”. Éstos eran obligados por las autoridades de los campos de exterminio a amenizar sus orgías, o a tocar mientras sus compañeros cavaban. Los músicos del gueto de Varsovia, por el contrario, elegían tocar. Y es en el margen de esa libertad donde la crítica funda su derecho a expresarse. Y es la posibilidad de que esa crítica se exprese la que confiere a la decisión de tocar una dignidad que no reclama compasión ni condescendencia, sino que arriesgadamente acude a un territorio –el del arte– que redime de las penosas circunstancias que inspiran aquéllas. El dolor que pueda engendrar la crítica es condición de su propia existencia, que es a su vez condición del arte mismo toda vez que brota dentro de una determinada tradición. “La sensiblería”, escribe Clarín hacia el final de su citado artículo, “no lleva a ninguna parte; por lo cual, en otra ocasión demostraré a la voz de marras que tengo derecho, y en cierto modo deber de engendrar dolor, dentro de ciertos límites, porque… ahora que es de noche y va a amanecer no se me ocurren argumentos”.