“Estas frente a los futuros enmascarados de San Fernando, eres afortunada por poderlos ver antes de que tengan una máscara”. En ese momento no entendía muy bien el porqué del conocido enigma de la identidad de los luchadores libres. En realidad, no entendía nada porque no sabía nada sobre lucha libre. Como muchos de los habitantes de Bogotá, ni siquiera tenía idea de que se practicara en la ciudad. Mucho menos me imaginé que hubiera eventos, a los que en un buen día asistieran alrededor de 500 personas. Mi conocimiento sobre la lucha libre se limitaba a una asociación por inercia con la palabra llaves y una sospecha de que requería una indumentaria de súper héroes. El salón comunal del Barrio San Fernando no sólo estaba por llenar estos vacíos, sino por poner ante mis ojos uno de los espacios más híbridos de la capital.
“Gracias cachorro pero no pelee por mí”, le oí decir al único joven que se encontraba afuera de aquel lugar cuando llegué. Las puertas estaban cerradas y al parecer, ambos habíamos llegado con demasiada anticipación. Él ya estaba sentado cómodamente en el andén, mientras hablaba por una especie de radio- teléfono. Al parecer, discutía con Cachorro sobre un problema y luego le contó de sus vacaciones en familia. Después de recordarle que no necesitaba que pelearan por él, contó que en las vacaciones su esposa había saltado primero de una cascada porque él casi que no es capaz.
Poco a poco fueron llegando los demás aspirantes a futuros enmascarados, hasta completar un grupo de 12. Unos eran más jóvenes que otros, la mayoría llegó en moto. Además, a excepción de dos o tres que venían de traje, todos venían en ropa deportiva. «Espérese que ahorita con unos buenos golpes se lo quito», repetía uno de los mayores cuando alguien se quejaba por el cansancio. Las puertas se abrieron y les tomó menos de diez minutos estar en pantaloneta, alistar la colchoneta y empezar a calentar. Lo siguiente fueron sólo rugidos, sonidos de cuerpos golpeándose y cayendo en las colchonetas.
No había máscaras, personajes o seudónimos, es más, utilizan sus nombres de pila. Empezaron el calentamiento disciplinadamente, no se escuchan risas o conversaciones entre ellos. El único sonido presente es el de los jadeos mientras corren o hacen series de abdominales. Son tres cosas las que tienes que saber para entender la lucha libre: es una pasión, el poder utilizar un traje y encarnar un personaje es un privilegio y por último, la clave es el misticismo y el enigma, es lo primero que me dice Edwin, el encargado del entrenamiento, quien aún seguía en su traje de paño.
Después de indicarle a los muchachos que practicaran lo que habían visto la última vez, me dice que ellos van a ser los próximos enmascarados y que soy afortunada por verlos sin máscara. El enigma, el misterio que la gente no sepa quién está detrás de la máscara, es lo emocionante de este asunto, ya te dije, esa es la clave, me repitió. Justo en ese momento, detrás de la figura elegante de Edwin, dos de los jóvenes practicaban una especie de movimiento. En el momento menos esperado, el más escueto de los dos agarró a su contrincante, le hizo dar una vuelta en el aire y lo lanzó de espalda a la colchoneta. ¡Buen agarre Daniel! Jonathan, hay que mejorar la caída. ¡Concéntrese hermano!, dijo Edwin un poco serio.
No todo son llaves, también aprenden a caer, traté de retomar la conversación. Sí, llaves, castigos, caídas y lanzamientos. El silencio entonces desapareció, ahora cada golpe, cada caída, cada contacto se traducía en diferentes sonidos. No era el ruido de ellos cayendo o del contacto, sino de las expresiones que hacían. ¡Buah, pac, puh!, eran como exhalaciones exageradas para parecer más rudos. Edwin continuó: los castigos se hacen no con el propósito de inmovilizar, sino de lastimar ciertas zonas.
La lucha libre representa un enfrentamiento entre el bien y el mal. Están los luchadores técnicos (el bien) y los rudos (el mal). Los técnicos son los más apoyados por el público, crean empatia con él. Mientras que los rudos son los que se pasan por alto las reglas en los combates, pero por eso mismo son los que generan expectativa. La apariencia del personaje, generalmente da una idea del bando al que pertenece, pero rara vez de la persona que está detrás de la máscara, explica Edwin.
Daniel es uno de los más delgados y jóvenes, lleva siete meses entrenando, pero, según él, desde los tres años le ha obsesionado la lucha libre. A su abuelo y a su padre les gustaba y ahora esta tradición la sigue él. WWE, CMM y Lucha libre AAA son sus canales favoritos. Sus iconos son los de la vieja escuela: Rayo de plata, El Siniestro, Rasputín, El tigre de Colombia, entre otros grandes que dejaron los primeros años de lucha libre en el país. Su apariencia, su hablar despacio y formal, hacen creer que está pensando en ser un luchador técnico. Yo no mato ni una mosca, soy lo más pacífico de por aquí y por eso mismo quiero ser rudo, dice, para justificar su elección.
Rápidamente entre sus compañeros empiezan las burlas. Él quiere ser rudo pero toca ver si puede, dice uno. Si, este man se pasa de pacífico, pero este man es Daniel, no es el que se va a subir a luchar, dice Esteban para defenderlo y todos se quedan en silencio. Daniel retoma el entusiasmo y se aventura a decir que está diseñando su personaje en base los vampiros y a lo gótico. Yo si quiero usar máscara. Esteban porque es más creíble que él es rudo, pero yo si quiero ser otro y mientras peleo que nadie dude que puedo ser bien pasado, porque sepan que allí no soy Daniel.
¿Yo? ¿Por qué te…? No, dijo finalmente Edwin cuando le pregunté si él era luchador. Entre risas dice que cómo va a serlo con la barriga que tiene. Edwin aparenta alrededor de unos 36 años, es moreno, de baja estatura y a pesar de su contextura ancha, no es gordo. Las fotos que con tanto orgullo muestra de los enmascarados profesionales, dejan ver a más de uno que le gana en barriga. La pregunta de si es luchador parece incomodarlo, lo que genera una tensión en la conversación. A pesar de su negación, siempre se refiere con un «nosotros» cuando habla de los enmascarados. Todos tenemos trabajos normales, somos normales, dice mostrando su carné del trabajo, del cual solo se alcanza a ver una PRENSA verde. Imaginárselo detrás de una máscara y con seudónimo no es difícil, el problema es que ya se había presentado como Edwin Ayala, el encargado temporal de entrenar a «los muchachos». Por la idea del enigma que él mismo defiende, si es luchador no lo aceptaría jamás frente a nadie.
Bullying, vida privada y misticismo son las razones por las que, según Edwin, los luchadores prefieren no dar a conocer su identidad. Lo que pasa es que él ya lo ha revelado porque ya está fuera. Ha dado muchas entrevistas y pues es veterano, dice refiriéndose a Siniestro, a quien ahora los jóvenes conocen como “el profe Joaquín” que de vez en cuando va a los entrenamientos. Aún así, es muy complicado que los luchadores de las nuevas generaciones digan su verdadero nombre. Aún sin haber debutado, se escucha entre los jóvenes un ¡Pero yo no quiero que mi identidad se sepa!, cuando se les pregunta por sus nombres. Esteban es uno de los poco a los que no les preocupa que sepan quién es. Él tiene claro que el misterio es importante pero para él, el misterio no solo lo da la máscara.
Yo no soy la persona que se sube a pelear allá, dice Esteban sobre su personaje. Él quiere ser rudo pero sin máscara y por eso no ha pensado en algo específico para su traje. Lo único que tiene claro es que no le importa que la gente sepa que se llama Esteban. Hay luchadores que quieren mantener una vida privada, pero a él no le interesa diferenciar la lucha libre de su otra vida: ambas son mi vida, son mis dos facetas pero no quiero separarlas por una máscara. Esteban, a diferencia de Daniel, es acuerpado y refleja una personalidad segura. Practicó por algunos años lucha libre en Estados Unidos, por lo que le ha costado ajustarse a la tradición mexicana que se maneja en Colombia. Tal vez por esta razón es que no se siente tan atraído por el show y el espectáculo de construir una identidad a través de un personaje. Conozco un tipo que le gustó mucho el papel del Guasón en la película de Batman y de ahí sacó su personaje. A mí me gusta ser yo, eso lo va a hacer más real para mi, dice Esteban para defender que si la gente sabe quién es, la admiración va a estar todo el tiempo y no solo cuando esté disfrazado.
¡Pero métale su personaje! ¡Pero están peleando huevón!, le dice Esteban a dos de sus compañeros que están trabajando juntos en un movimiento. Un segundo entrenador llega en medio de tales gritos, acompañado por tres hombres grandes, serios e intimidantes. Inmediatamente, el ambiente del entrenamiento cambia. Hay una tensión evidente en los jóvenes. Rápidamente buscan la mirada de Edwin, quien me dice que nos queda poco tiempo. Como Edwin sigue en traje de paño, el segundo entrenador toma el control y pone a los jóvenes a cargarse unos a otros en los hombros, a hacer carretillas y flexiones. Cuando ya están practicando, llaves y movimientos más sofisticados en parejas, el castigo, para quien lo haya hecho mal, es un golpe de antebrazo o patada en el pecho. Mientras tanto, las tres figuras intimidantes sentadas lo más alejado posible hacen gestos de desagrado, cada vez que yo, ajenamente, tomaba una foto. Por su corporalidad y forma de actuar parecen ser los profesionales. Con su llegada, todos empiezan a actuar como si los entrenamientos funcionarán bajo una lógica de agrupación secreta y yo fuera una intrusa.
– De pronto vienen los muchachos y a ellos si no les gusta que hayan extraños
-¿Cuáles muchachos?, pregunté.
– Los enmascarados.
Ese es el diálogo con el que Edwin me pide amablemente que me retire del entrenamiento. A pesar de haber afirmado que los profesionales y los jóvenes muy rara vez entrenan juntos, se pone nervioso cuando le pregunto quiénes son el segundo entrenador y los tres hombres acuerpados. Los mira antes de responder y me recuerda que ya me ha dado suficiente información y entre risas nerviosas, me pide que no vaya a imaginarme cosas. Ya fuera del salón comunal que esconde la identidad de esos hombres, me cuestiono si pude haber estado ante la presencia de alguno de los enmascarados de San Fernando. Esto es algo que ya no sabré, pero que no puedo negar, hace que me interese más en la lucha libre.
Edwin tenía razón, es el enigma la clave de la lucha libre. No son las máscaras, ni los atuendos, es la identidad con doble naturaleza de quienes hacen parte de la lucha libre. Es la división de ficción y realidad, del bien y el mal, de lo cotidiano y lo extraordinario a través de un personaje. Una construcción de una identidad y la potencialización de las diferentes facetas que todos tenemos, teniendo en cuenta que pueden no responder a lo que queremos mostrar día a día en nuestros hogares, trabajos o en cualquier espacio. Todos somos potenciales enmascarados, todos somos híbridos-mutantes de alguna manera. Entre nuestros vecinos, amigos, familiares o conocidos, puede haber uno que exprese esa doble naturaleza a través de la lucha libre ¿No le da curiosidad saber si, sin darse cuenta, tal vez conoce la identidad de un enmascarado?
*Luisa Fernanda Aldana es estudiante de Lenguajes y estudios socioculturales. Esta crónica se realizo en el marco de la edición Ciudad Híbrida de la clase Laboratorio de Medios del CEPER.