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Cuando muere un taita amazónico

Con la llegada del COVID19 al Amazonas el miedo por un etnocidio está latente. Las comunidades indígenas son las más vulnerables por esta amenaza y los taitas y mayores se están muriendo. Este es el relato de una de sus hijas.

“Cuando un Taita muere se pierde la memoria de nuestros pueblos. Ellos son nuestros guías espirituales. Son quienes nos acompañan, nos curan y nos protegen física y espiritualmente. Nos enseñan a cuidar del territorio para conservarlo, para proteger la naturaleza de la contaminación, que nos afecta a todos”

La que habla es Rosita, la hija del taita Agustín Jacanamijoy. Pertenece al pueblo Inga del Putumayo y es contratista para la Comisión de la Verdad. Su voz es suave y por momentos, se quiebra durante la llamada. No se sabe si es por la mala señal en la zona en la que vive, -una montaña desde la que se pueden ver los cuatro municipios del valle de Sibundoy-, o por la tristeza de recordar a su padre que acaba de morir por el Coronavirus. 

Mi papá siempre fue el que más se preocupó por proteger la selva y los ríos. Si se tumbaba un árbol, él nos ponía a sembrar cantidad de árboles. Cuando lo perdimos, no se afectó sólo nuestra familia, ni nuestra comunidad: cuando mi papá murió todos perdimos un protector. 

Él era muy viajero, recorría muchas zonas. Ya luego los espíritus y la selva lo reclamaron y él se quedó, principalmente, en el Amazonas. Él practicaba la medicina tradicional, era nuestro sinchi, o nuestro médico tradicional. También era nuestro guía espiritual. Siempre fue muy entregado y muy preocupado por su pueblo, pero él ya sabía hacía un tiempo que estaba cercano a morir. Fue entonces cuando nos entró la pandemia al territorio”. 

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Amazonas es el departamento del país con más casos de coronavirus por 10 mil habitantes. La capital, Leticia, es la cuarta ciudad del país con más muertos por esta enfermedad. Al menos tres razones lo explican: sus habitantes, de mayoría indígena (57 %) son más vulnerables, el sistema de salud es pésimo (sólo hay 167 camas hospitalarias, cero de cuidados intensivos,  el único hospital público acaba de ser intervenido por la SuperSalud por malos manejos y, en ese mismo hospital, el generador de oxígeno se dañó) y la triple frontera es tan permeable al virus que en menos de un mes, la cifra de contagios brincó de 0 a más de mil cien casos. 

A eso se suma que menos del 40% de la población tiene servicio de acueducto, el 35% tiene alguna necesidad básica insatisfecha y el 16% de los hogares vive en hacinamiento, según  datos recolectados por Dejusticia.

“Es una población que presenta también un alto grado de comorbilidades manifiestas en problemas nutricionales y metabólicos que terminan en diabetes, obesidad, hipertensión”, dice Pablo Martínez, médico, antropólogo y salubrista que ha desarrollado programas de salud pública de la mano de las comunidades indígenas en la región. Eso, sumado a la minería, el narcotráfico y el conflicto armado que han controlado la zona durante décadas, han hecho que  las comunidades indígenas sean propensas a una serie de enfermedades que las ponen en peligro: “cada vez estamos viendo más frecuente el riesgo de desarrollar otras enfermedades, que aún nos cuesta entender, dadas por la exposición al mercurio por la minería en la zona, por ejemplo”, dice. 

Es también, un problema de presencia del Estado en esta región: “La Amazonía es pensada en razón de la selva, no de las personas”, asegura Martínez. Esto ha llevado a que únicamente se considere la explotación de los recursos naturales, o del turismo creado por personas externas al territorio, y se terminan dejando de lado los intereses de los indígenas. Este pensamiento, dice, viene de una discriminación racial que se refleja en acciones como desfinanciar a las organizaciones indígenas, no responder a sus necesidades y obligarlos a articularse a la fuerza a las políticas del Estado: “si bien no hay un racismo tan visible como el de Brasil, sí hay una violencia estructural que esconde discursivamente bastantes rasgos de racismo y xenofobia”, dice. 

“A mi papá le tocó quedarse en Leticia porque la cuarentena lo cogió allá. Nosotros intentamos explicarle que, como él ya estaba mayor, tenía que cuidarse mucho. Él de todas formas seguía preocupándose por cómo iba a acompañar a su comunidad, por cómo iba a continuar con las curaciones. Dos de mis hermanos se quedaron cuidándolo y seguramente en algún descuido por ir a comprar las cosas que necesitaban, entraron el virus. 

Él ya venía con sus achaques, pero recuerdo que mi mamá habló con él y él le dijo que tenía una gripa, que creía que ya no iba a vivir más. Nos mandó a decir que nos cuidaramos. La última vez que hablamos nos dijo que estaba un poquito mejor, pero de todas maneras tenía mucha tos. Luego de eso se nos descompensó y se agravó. Lo llevaron a la clínica pero ya luego nos anunciaron su fallecimiento. Murió en una clínica de Leticia. Resultó víctima del COVID-19. Él siempre tuvo mucha fe, fue muy devoto. Siempre nos insistió en que íbamos a salir bien. Esas fueron sus últimas palabras. 

Lo que yo sé es que en la clínica lo internaron y lo aislaron. Pero, en las condiciones en que se encuentra el hospital de Leticia, que no tiene dotaciones, que no tiene recursos, no sabemos qué atención le dieron. Ese hospital está en un total abandono. El Amazonas está realmente en un abandono en el sistema de salud”. 

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Durante una contingencia como la actual, las profundas fallas del sistema de salud en la zona llevan a que la atención de emergencias sea imposible. Así lo señala Martínez, quien muestra que la atención debe darse con desplazamientos hasta las cabeceras municipales, lo que implica hasta dos y tres días de recorrido. Una vez allí, la falta de recursos, personal médico y capacitación para el manejo de la enfermedad pintan un panorama catastrófico: “en un caso como el de este virus, la expectativa es que va a morir mucha gente”, dice el médico.

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“A mi papá lo recuerdo como un hombre muy generoso. Siempre que alguien llegaba se preocupaba por darle comida. Mucha comida. No estaba tranquilo hasta que no sintiera que la persona estaba cómoda. Siempre le gustó compartir lo que él tenía. Nuestra relación era muy buena. Siempre se preocupó por curarnos a sus hijos. Por dejar nuestro pensamiento tranquilo, para que afrontáramos la vida espiritualmente. 

Él desde niño viajó constantemente, practicando la medicina tradicional. A través del ritual que se realiza con la toma del yagé, que es la medicina más representativa para el pueblo Inga, nos guiaba en experiencias que nos sanan espiritualmente. Hacemos la toma en la noche y a través de cantos y oraciones ellos nos brindan sus guías. Ellos, además, nos cuentan sus experiencias, lo que han hecho mientras trascendían con el yagé. Ellos son los que nos dan la fortaleza para proteger los lugares sagrados

En el 2011 nos concentramos en el Municipio de Santiago, en el Putumayo, para protestar en contra de la entrada de una empresa minera que querían hacer ingresar al territorio sin respetar nuestra consulta previa. Fuimos 5 comunidades Inga, con sus cabildos, la comunidad Kamentsá y también con el pueblo campesino. Nos conglomeramos alrededor de mil personas. Caminamos por toda la vía, hasta el municipio de San Francisco. Yo estaba embarazada de mi niña, ya tenía 7 meses. Hicimos muchos sacrificios, pero logramos que pararan todo. Que no entraran a la zona. Mi papá fue uno de nuestros líderes”. 

Las amenazas en la zona escalan por la triple frontera. Medidas como la militarización de la frontera, o la tardía llegada de ayudas que anunció el presidente Iván Duque, se quedan cortas ante la integración de las comunidades desde los tres países que residen en el Amazonas y donde la atención a la pandemia es aún menos efectiva. De hecho, según el monitoreo que hace la Gobernación del Amazonas, la entrada del Coronavirus a esta región se ha incrementando radicalmente por la frontera: de los primeros 10 casos confirmados en la Amazonía, 5 llegaron desde Brasil

La escalada de casos ha sido vertiginosa. Manaos registraba 3 mil casos hasta el 28 de abril. La cifra se duplicó para el 8 de mayo y, diez días después los positivos eran casi 10 mil. El virus se extendió a Tabatinga, a una calle de Leticia, y entre el 28 de abril y el 16 de mayo el número se trepó de 83 a 472 casos. 

La inefectividad de las políticas asumidas por el gobierno brasilero causó que el virus se expandiera por el Río Negro y por el Río Amazonas, lo que magnificó la propagación, dice  Pablo Martínez. En Colombia tampoco hay medidas para frenarlo y el virus está subiendo hacia el departamento de Guainía. A esto se suma la llegada de casos desde Perú, específicamente de la ciudad de Loreto, que también se encuentra sumergida en una grave crisis por la pandemia. Esto termina involucrando al otro Departamento del Trapecio amazónico, que es Puerto Nariño. De acuerdo con Martínez lo que esto demuestra es que los casos del Amazonas nos entraron tanto por Brasil como por Perú. 

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“Aquí estamos preocupados, y eso hemos venido hablando. Es a nivel nacional, con las comunidades indígenas. Nuestros pueblos tienen necesidades y necesitamos un apoyo en salud urgente. En nuestros territorios no hay centros de salud occidental. 

Nosotros no estamos perdiendo sólo a los taitas, también estamos perdiendo a los mayores y con cada uno de ellos se va una parte de nuestra tradición y quedamos desprotegidos. Lo que decía mi papá es que antes los mayores nos tenían tan protegidos que a veces no llegaban esas enfermedades. Pero ahora la mayoría se nos están yendo y perdemos nuestra fuerza. Ya no tenemos quién nos enseñe sobre las plantas, sobre la alimentación, sobre los ciclos de la luna. Tenemos miedo de que esto se convierta en un etnocidio. 

Si la enfermedad sigue así, y si la desprotección de nuestros pueblos continúa, van a desaparecer las comunidades indígenas”. 

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