“Cuando la muerte se vuelve paisaje, perdemos gran parte de nuestra humanidad”: César Acevedo

Entrevista con el director y guionista colombiano César Augusto Acevedo a propósito de su nueva película Horizonte. Hablamos de cómo filmar la guerra sin reproducirla, del diálogo entre víctimas y victimarios, y de la geografía moral que construyen el sonido, la naturaleza y lo espiritual.

por

Isaac Vargas


12.11.2025

Arte: Isabella Londoño

En 2015, César Acevedo ganó la Caméra d’Or en Cannes con La tierra y la sombra. Después de eso vino el vacío: festivales, focos, puertas que se abren y se cierran, y la sospecha de, tal vez, no querer filmar más. Horizonte nació de esa intemperie y de otra mayor: la que dejó el plebiscito por la paz.

Ocho años de idas y vueltas, de investigación y rigor, de conversaciones, y de poner —como repite— “todo lo que soy” en una obra que tuvo como resultado la creación de un lugar propio: un limbo colombiano donde caminan una madre y un hijo ya muertos. Es una película que le habla al país desde los restos: lo que queda después del estallido. 

Páramos de Boyacá, ríos del Casanare, un pueblo intervenido en Las Mercedes, la casa como territorio interior donde se apilan armas y ropa —gente—, aquello que negamos y que, tarde o temprano, regresa. 

En la película lo espiritual aparece, no como catecismo, sino como ética concreta: perdón, compasión y amor son actos humanos.

Entre el ruido de los festivales y el silencio del páramo, Acevedo volvió a filmar. Su nueva película no pide aplausos: pide atención, y quizá algo más difícil: apertura para caminar juntxs.

Acá la entrevista para 070:

¿Qué pasó después de ganar en Cannes con tu ópera prima?

Después de La tierra y la sombra yo no quería hacer más películas. Estaba agotado. Ese foco mediático, los festivales… son importantes, bonitos, pero si uno vive de festival en festival uno pierde el alma, uno queda vacío. Pensé en buscar un trabajo “normal”. También sentí que me cerraban puertas después de los premios.Ya mis amigos no me volvían a llevar a sus rodajes: “no, pues es un artista”. Y yo: es mi primera película, apenas me estoy formando. Me di cuenta de que si no hacía otra película tampoco iba a volver a pisar un set. Para mí estar en rodaje es muy importante, muy enriquecedor. 

¿Y entonces en cuándo nace Horizonte?

Con el tiempo empecé a pensar esta película. Ocho años escribiendo y tratando de sacarla adelante. Rodajes muy esporádicos. También fue un tiempo de pensar si quería seguir haciendo cine y qué sentido tiene sacrificar tantas cosas de la vida por eso. Pero estuve trabajando todo el tiempo. Si me preguntan “¿dónde estuviste diez años?”: haciendo Horizonte. Ocho años en esto. 

Te gusta trabajar así…

Financiar una película toma tiempo. Pero a mí la investigación y la escritura me interesan mucho. Soy riguroso; no me interesa “contar una historia ya”. Yo pongo ahí todo lo que soy y lo que me importa en este mundo. No lo trato de manera banal: lo asumo como un compromiso con la vida; pensar quién soy y qué relación tengo con el mundo para poder hablarle a otros.

¿Cómo fue ese proceso? ¿A quién le compartes lo que vas armando?

Horizonte nació de la desesperanza de vivir en este país; de no entender por qué seguimos matándonos en una guerra sin sentido. Coincidió con las votaciones del plebiscito por la paz: fue un golpe muy duro. Sentí que ningún cambio era posible, que habíamos perdido la fe en nosotros mismos. Pero no quería una película pesimista, derrotada. Hacerla implicaba transformarme: yo no quiero vivir en un mundo en el que no puedo creer.

Pensé: ¿qué cosas grandes y poderosas pueden oponerse al cinismo y la desolación? Entre más terrible el mundo, más hay que esforzarse por crear ideales contrarios. Empecé a escribir con ese anhelo. Configuré un universo propio para contar este “mito colombiano”. Desde el principio me acompaña Paola Pérez, productora de mis películas y mi mejor amiga: no solo consigue plata; compartimos sensibilidad y compromiso.

Entrando a la película: es sobre la guerra, sobre sus consecuencias, pero esa guerra muchas veces se intuye en el paisaje, en el sonido, en los símbolos. ¿Por qué contarlo así?

Me interesaba ver lo que queda después de los actos de violencia. No quería una descripción somera del conflicto ni un inventario de errores; tampoco dar una explicación histórica/política/ideológica. Quería ir a cuestiones fundamentales de nuestra existencia: ¿cuál es el verdadero valor de la vida en un mundo que nos quiere hacer pensar que todo está perdido?

Somos una sociedad acostumbrada a la violencia; olvidamos el valor de la vida. Decidí hablar desde los muertos, no como cifras, sino como seres humanos con familias, sueños, motivos para vivir. Y que el espectador entienda que hablar de los muertos no es hablar de “algo que ya pasó”, sino de nosotros, que aún podemos transformar la realidad.

Entiendo…

Construí un universo propio, un limbo, para el viaje físico y espiritual de una madre y un hijo que al mismo tiempo son víctima y victimario. La película plantea lo difícil que es reconocernos a nosotros mismos y al otro; pero eso es fundamental para sanar la salud moral del pueblo y emprender actos de amor, perdón y reconciliación.

Era arriesgado proponer este mundo. Quise que la historia fuese de la oscuridad a la luz; de los muertos al oído. Usé el sonido: es un sentido imaginativo y evocador, le permite al espectador crear sus propias imágenes. No podía “hacerle justicia” a ese horror representándolo de forma cruda. Preferí otros recursos. 

Ese encuentro entre muertos, es una conversación constante del personaje con sus víctimas y consigo mismo. ¿Sientes que Colombia está en ese diálogo?

Desde el principio quise invocar la palabra. Era el momento en que más diálogo necesitábamos. Pero no estuvimos a la altura: muchos decidimos que la paz, el perdón, la reconciliación eran “cosas de otros”. No entendimos que todos estamos conectados. Los discursos se vuelven palabras vacías.

La película muestra esa gran incertidumbre: nadie sabe qué hacer, cómo entendernos y perdonarnos. Eso llama a crear nuevas palabras y gestos que no conocíamos. Hoy hemos mejorado en algunas cosas, pero como sociedad pareciera que no entendimos y que queremos hacer borrón y cuenta nueva para empezar otro ciclo de violencia.

Cuando la muerte se vuelve paisaje, perdemos gran parte de nuestra humanidad. La película insiste en invocar otras acciones. Es complejo. El limbo nace tras el plebiscito; el limbo como lugar para curar el sufrimiento y transformarse. No quise fantasía, sino estar muy relacionado con lo que vivimos.

El hijo empezó como víctima reclutado; en la guerra se convirtió en criminal. Nada le cambia: solo destruyéndose física, moral y espiritualmente recobra su humanidad. Debe enfrentar culpas y vergüenzas. 

¿Y la madre?

La madre es más parecida a lo que somos: víctima a la que le quitaron esposo e hijo. No quería definirla solo como “la mamá de un asesino”. Es una mujer que enfrenta sus ideales contra la materialidad del horror. El mundo corrompe el amor. Ella incluso llega a darle la razón al hijo: “mejor no contar la verdad, solo trae sufrimiento”. Pero el hijo ya ve diferente: en esa ceguera aprende a ver.

Mencionas la palabra “limbo” pero a mí me pareció más un purgatorio. ¿Pensaste en el viaje de Dante?

Pensé algo sencillo: si dos personas pudieran pensar y sentir lo mismo al mismo tiempo, sería fácil entendernos. Es imposible. El único camino es el diálogo y avanzar juntos sobre esta tierra. Por eso madre e hijo: vínculo físico, emocional, espiritual mayor. Y también víctima y victimario. Al principio no logran reconocerse, no han compartido una experiencia conjunta. Avanzando juntos encuentran lo que les falta.

Sobre Dios: en Colombia siempre “Dios juzgará, perdonará, salvará”. Lo que los personajes descubren es que eso que buscan en Dios son actos humanos: perdón, amor, compasión. Solo eso abre una nueva espiritualidad. Puse la historia en este limbo para no limitarme al realismo como fin, sino como medio. Un tiempo subjetivo donde pasado y presente conviven; personajes atrapados entre vida y muerte.

¿Limbo o purgatorio? También es incertidumbre: si ya no hay miedo a la muerte, ¿qué sentido tiene seguir? En la odisea entienden que siempre habrá motivos para creer y la necesidad de hacer lo mejor por los demás. La idea de sacrificio no es otra cosa que entregarse honestamente a los otros.

Te dijeron que mezclar violencia y espiritualidad no iba a funcionar…

Sí, sobre todo en Europa: “la espiritualidad solo sirve para hablar de Dios; es una estupidez”. Yo no era creyente, pero entendí que acá es vital. No impongo una idea de Dios; digo que no estamos solos. Mostrar esa “idea de Dios” a través de la naturaleza: la película va de lo muerto a lo vivo. A medida que los personajes recobran humanidad, el mundo entra en armonía: pájaros, colores. Es para que el espectador sienta que ese mundo sigue ahí, dándonos oportunidad. 

Cuéntame sobre esa naturaleza, los paisajes en la película son impresionantes.

No buscaba solo expresividad física, sino carga emocional, moral y espiritual. Ningún territorio en nuestra geografía ha sido ajeno a la violencia. El viaje del hijo en vida: montañas en Boyacá, en la zona del Cocuy; en los llanos, Casanare con sus ríos y paisajes vastos. También espacios alegóricos, metáforas del mundo interior.

Como la casa del hijo…

Es su espacio interior. Al principio tiene poder y encarna la palabra, pero ya no cree en nada. Intentó “limpiar” el mundo: cerrar personas, guardar armas, ropa (los muertos). Negó, huyó. Nada sirvió. Cuando la madre entra es porque él espera que ella lo ayude. Ella libera los horrores. No podemos construir un país distinto si no afrontamos lo que somos. Lo que negamos está en la tierra y en la sangre.

¿Cómo construir personajes que alberguen “un poco de todxs”: víctimas y victimarios múltiples?

Arranqué sin investigación formal: conversaciones con gente de todo el país. Donde uno llega, hay alguien que sufrió violencia directa o indirecta. Al decidir hacer la película, ya con rigor: audiencias de Justicia y Paz y JEP. Promueven encuentros víctima–victimario.

Del lado de victimarios: muchos arrepentidos, culpas grandes, incertidumbre sobre cómo reparar; no pueden deshacer, no pueden devolver a los suyos. Un tormento moral y espiritual. No quería “el monstruo” plano. Un problema del país: blancos/negros, buenos/malos; creer que quien piensa diferente es enemigo. Parto de lo extremo para buscar humanidad ahí. Tras el plebiscito había quien decía: “a esos hay que asesinarlos, desaparecerlos”. ¿Qué paz construyes así?

Del lado de víctimas: reconocer su valor y dignidad. A pesar del dolor, creían en la vida. Exigían justicia, verdad, reparación. No sabían cómo perdonar a quien les hizo tanto daño, pero muchos decían: “si es necesario, puedo intentarlo”.

Con eso construí los personajes. No son personas concretas; son muchas historias que nos acompañan. La madre fue lo más delicado: se parece a nosotros. Avanza con anhelos e ideales, intentando que los demás dialoguen. Descubre que no es tan fácil. A veces, por luchar por un mundo mejor, terminas señalada. Quería “destruirla” no porque sus ideales no importen, sino porque debían nacer en armonía con el mundo que transita.

Aun así, en medio de todo, su compasión sostiene el mundo: no dejar a una niña sola, preguntar por unas fotos, abrazar a una mujer con el vientre vacío. Parece mínimo, pero es lo único que evita que todo se caiga. 

O como la escena de las manos en el río, que se tiñe de rojo. ¿Cómo construyes esos momentos para que no caigan en morbo y se vuelvan simbólicos?

Parte del criterio artístico es no derrotar al espectador. Cada encuentro está guiado por una pregunta: ¿qué es el perdón? ¿Qué es la reconciliación? El hijo, al principio, no cree en nada. Llega un punto en que duda: cree que solo le queda violentar. Decide destruirse físicamente. Necesita a su madre. “Si mis manos solo sirven para destruir, necesito transformarlas”.

Ella entiende. En el mundo de los muertos, perder sentidos desconecta de la vida; lo que lo atormenta es perderlo todo. Pero la madre ve que él se está transformando y transforma su realidad. Para mí, entender a los personajes y el sentido de cada escena (las preguntas del perdón) lleva a construir la imagen cinematográfica. Así como podemos destruir, podemos sanar.

Hacemos el mundo a imagen de lo que llevamos en el corazón. Ese es el “horizonte”: no solo la línea que une cielo y tierra, sino una utopía que se construye caminando y no se camina solo. 

Esos horizontes en la película parecen mostrar la geografía de la guerra, ¿o tú cómo lo ves?

Los personajes no siempre podían expresar sus pensamientos con palabras. Viven incertidumbre, desasosiego. El mundo en el que han dejado de creer empieza a manifestarse y a hablarles. Quería hacer concreto que nuestra tierra está herida, con huellas palpables de la violencia.

Pero la naturaleza sigue su ciclo; busca armonía con la vida. Es un país rico y maravilloso que no puede pensarse como postal: los paisajes están cargados de lo que nos pasó. Lo más bello fue el encuentro con comunidades: nos recibieron con los brazos abiertos, actuaron, trabajaron en arte y producción, compartieron sus historias.

Ya…

El pueblo del inicio que es Las Mercedes (Boyacá). Lo intervenimos para que pareciera más destruido, pero quienes aparecen son habitantes de allá. Mientras grabábamos, recordaban tomas, incursiones, lo que vivieron sus abuelos, padres, ellos mismos.

La primera proyección en Colombia fue con esa gente; muchos viajaron ocho horas a Tunja; para la mayoría era su primera vez en sala. Se sintieron representados. La película pregunta por el verdadero valor de la vida y por no rendirse. Me llevo eso como regalo y compromiso: creer que las películas son necesarias porque nos hacen sentir más humanos.

Hoy muchas películas colombianas enfrentan ventanas cada vez más cortas, poca promoción en salas y decisiones de programación que se toman por el primer fin de semana. En tu caso, a dos días del estreno y sin confirmación plena de cines ni número de exhibiciones, ¿cómo ha sido lidiar con ese sistema desde Horizonte?

Desde el principio fue difícil por el tema y por la forma. “Ya hay muchas historias de violencia”, dicen algunos, como si fuera algo superado. Y sí, mis películas exigen al público; no las hago para un público “erudito”, están abiertas a quien quiera completarlas.

Pero comercialmente empiezan los “peros” y limitantes: “el público quiere tal cosa”. Yo no trabajo pensando en lo que el público quiere, sino en lo que creo que necesitamos. Hay homogeneización del lenguaje; el espectador como consumidor.

Valoro mi libertad, lucho por que nadie me imponga qué decir ni cómo. Me duele que haya tan pocas salas para cine colombiano y tan poca promoción. Existen cinematecas y circuitos culturales: ahí el cine conversa de verdad. 

El cine colombiano vive un gran momento por su diversidad: géneros, ensayos, directoras y directores, equipos talentosos y comprometidos. Los últimos dos años han sido históricos en producción, pero paradójicamente tenemos menos lugares para exhibir. Menos salas, menos compromiso de exhibidores.

Dicen: “los colombianos no quieren ver cine colombiano”. Es injusto. Hay que reconectarnos con el público, que descubran lo que se está haciendo. No midamos arte y cultura solo por retorno económico.

¿Cómo ves entonces el estado del circuito alterno en el país?

Por “alterno” no es menor. Ahí se vive y se dialoga. Forma públicos y da lugar a lo desamparado por el cine de consumo. Espero que Horizonte pase por esos circuitos y llegue a territorios, ciudades pequeñas, pueblos. Que la vea la mayor cantidad de gente posible. No hago cine por dinero —nunca me ha dado— sino por el encuentro con las personas. Horizonte está hecha para llegar a los rincones más profundos del país.

COMPARTIR ARTÍCULO
Compartir en Facebook Compartir en LinkedIn Tweet Enviar por WhatsApp Enviar por WhatsApp Enviar por email
  • Ojalá lo lean
    (0)
  • Maravilloso
    (0)
  • KK
    (0)
  • Revelador
    (0)
  • Ni fú ni fá
    (0)
  • Merece MEME
    (0)

Relacionados

#ElNiusléterDe070 📬