Un presidente y su practicante, una ola de manoseos en una estación de tren, una denuncia de abusos cometidos por miembros de la iglesia, una periodista secuestrada y un defensor del pueblo denunciado por acoso. Cinco profesores del Ceper analizan cómo actuó el periodismo en algunos de los más famosos escándalos sexuales que se colaron en los titulares.
El pasado sábado 23 de enero, el periodista Daniel Coronell publicó en Semana una columna titulada «El acoso no solo era laboral, también era sexual» en la que denuncia que el ahora exdefensor del pueblo, Jorge Armando Otálora, acosaba sexualmente a su exsecretaria privada Astrid Cristancho. La acusación se volvió una bola de nieve y armó una conmoción nacional que terminó en la renuncia e investigación del defensor del pueblo. El periodismo fiscalizó al poder.
Pero este también es uno de los casos en los que el periodismo tuvo que hablar del encuentro entre el sexo y el poder, uno de los temas —que cuando sale a la luz pública— se adueña de los titulares . 070 hace un recuento de cinco historias en las que el sexo y el poder estuvieron en primera página a través del análisis de profesores del Ceper.
Estación central de trenes en Colonia, Alemania. Foto: Wikicommons.
Ataques en Colonia y el silencio que conviene
Por: Alejandro Gómez Dugand
Casi 100 mujeres fueron víctimas de acosos sexuales, manoseos violentos y violaciones el pasado 31 de diciembre en Colonia, Alemania, y otras ciudades de Europa por pandillas compuestas principalmente de inmigrantes que, según fuentes, “parecían musulmanes”. 100: el número es escandaloso. Y es escandaloso porque en la mayoría de los casos —acosos, manoseos violentos, violaciones— vienen rodeados de mucho silencio. Por razones obvias, muchas víctimas prefieren nunca hablar sobre lo que les pasó. A las víctimas de abusos sexuales les hemos enseñado que denunciar no es un buen negocio, que una vez lo hagan sus vidas entran en políticas Creative Commons, y que todos tenemos derecho a opinar y a cuestionar sus razones para hacerlo.
Pero en los eventos del fin de año de Colonia hubo otro silencio inquietante. La prensa liberal, la prensa más de izquierda que de derecha y que defiende los derechos humanos, prefirió guardar silencio y poco, o nada, dijeron sobre los ataques. Apenas habían pasado unos meses de los ataques del Bataclan y de que la derecha europea capitalizara el miedo del mundo entero para culpar a los refugiados musulmanes por todos los males del mundo. La prensa liberal —esa a la que esta misma revista parece pertenecer, esa que cree estar convencida que puede mejorar el mundo— decidió romper con los estereotipos, defender —ni más faltaba— a los refugiados. Por un momento pareció palabra sagrada decir que era urgente que los refugiados eran monolíticamente víctimas. Defenderlos era defender una mejor idea del mundo. Y entonces, ¡BUM!: las manos violentas, las violaciones, los manoseos criminales. Para la prensa convencida de que las obsesiones de la derecha eran peligrosas, los eventos de Colonia se convirtieron en un elefante invisible que era mejor evitar. Parecía más prudente no decir nada. Parecía que entrar a poner en tela de juicio la bondad y el papel de víctimas de los refugiados —que llegaban hambrientos y de a cientos a las costas de Europa— podía echar para atrás tantos esfuerzos que habían hecho para hacer del mundo un lugar mejor.
El problema es que los periodistas no vinimos para mejorar el mundo sino, apenas, para narrarlo. Para tratar de atraparlo en un texto de pocos caracteres, deadlines absurdos y estructuras de pirámide invertida. El problema es que el periodismo militante, incluso militante de las causas más nobles, se elimina a sí mismo.
Colonia es un ejemplo terrible de auto censura y, además, de revictimización. En un afán por no satanizar a los inmigrantes, la prensa —tan noble, tan convencida de que en todo ser humano crece el árbol de la bondad— banalizó la tragedia de las víctimas.
El rol del periodismo, diría Leila Guerrero, es entender hasta que nos duela.
Foto: Eneas de Troya @ Flickr
Lydia Cacho: la otra parte de la historia
Por: Sandra Sánchez
Siete meses después de publicar su libro Los demonios del Edén —en el que denunciaba delitos de pornografía y prostitución infantil que involucraban a poderosos como el millonario Jean Succar Kuri—, Lydia Cacho fue secuestrada y torturada durante veinte horas. La periodista mexicana había recibido varias amenazas en las que prometían “hacerla pedacitos” y “ponerla en una cárcel de locas y lesbianas para que la violaran”.
Hablar del caso de Lydia Cacho es hablar de dos problemas diferentes. Por un lado, está la censura y las formas de tortura que usan los poderosos para silenciar al periodismo. Por el otro, el vacío de un seguimiento sobre temas de sexualidad por parte de los medios: las denuncias hechas por Cacho en su libro Los demonios del Edén pudieron haber sido semilla de muchas investigaciones fructíferas sobre sexualidad, pederastia y pornografía infantil. Sin embargo, la historia que los medios contaron con más tenacidad fue una de secuestro y tortura. El asunto se volcó sobre la libertad de expresión y los poderes que limitan el ejercicio periodístico, mientras que la denuncia inicial, esa que trajo como consecuencia tantas amenazas y veinte horas de violencia física, parece haber sido pasada por alto.
Lydia Cacho ya había abonado el terreno de una reportería y una narrativa periodísticas alrededor de la sexualidad vista más allá del entretenimiento y la trivialización. Esa era una oportunidad para que el sexo y su investigación crítica dejaran de ser materia desperdiciada e hicieran parte del grueso de las denuncias del periodismo. ¿Por qué no se hizo más seguimiento, a la Cacho, de los casos mencionados en Los demonios del Edén? ¿Por qué no se habló más de pornografía, pederastia y delitos sexuales?
Por supuesto, no se trata de restarle importancia a la libertad de prensa. La gravedad de obligar a un periodista a callarse no está en discusión. Continúa siendo un tema recurrente e importante sobre el oficio, sobre sus relaciones con el poder y la violencia como arma silenciaria del debate y el disenso. Preguntarse por qué los medios no persistieron en informar sobre asuntos como los que Cacho denunció en su libro, tampoco significa hacer de lado los problemas de género que rodearon su censura. Si bien la naturaleza fundamental de la censura que padeció Cacho, en este caso el secuestro, no es exclusiva de las mujeres, algunas de las especificidades, como las amenazas de violación e irrupción física, sí lo son. Entrar y alterar el cuerpo de una mujer son formas típicas de intimidación que se han usado desde siempre.
Lydia Cacho, su tortura y los maltratos de los que fue víctima llegaron a donde llegaron porque tuvo el acompañamiento de los medios hasta el momento en que sus agresores fueron cuestionados por las autoridades y el aparato institucional. Pero ¿dónde quedó el acompañamiento de los niños, de los violados y los explotados sexualmente? El periodismo parece haberse perdido la otra parte de la historia.
Titulares Clinton-Lewinsky. Foto: Jeanne René @ Flickr
Clinton-Lewinsky: peor sexo que ser corrupto
Por: Omar Rincón
Históricamente los medios de comunicación han tenido dos claves morales que los definen: la violencia y el sexo. Todas las películas y los programas se clasifican en “sexo y violencia”. La violencia genera mucha noticia, pero no escandalo; el sexo, que es una cosa más natural y normal, genera emoción, sonrisitas malévolas y ahora genera clics. Luego sexo gana a violencias y corrupciones.
En la época de Mónica Lewinsky y su affaire con el expresidente de Estados Unidos, Bill Clinton, no importó la realidad política del país. Todos los medios se dedicaron a hablar del sexo que pudieron tener la practicante y el presidente, como si fuera lo más importante para guiar una nación. Se discutía directamente si había habido penetración o no, cómo había sido, dónde había sido, el significado ético y amoroso de eso, qué implicaba para un presidente tener alguito con la practicante. Al diablo la rigurosidad periodística, al cielo el sexo como escándalo mediático. Se usaban altísimos recursos periodísticos y de tecnología para investigar todo acerca de un affaire sexual, mientras la corrupción, las guerras y los modos cínicos del poder seguían su curso de éxito. Y es que en los Estados Unidos robar, matar, corromper es natural, es la vida; el sexo, en cambio, es el premio por corromper, matar, robar. El sexo es toda la cultura. Se es exitoso para acostar.
Desde esa época, y cada vez más, el periodismo está más pendiente de las sábanas de los poderosos que de sus decisiones económicas y sus actos corruptos. Casi uno podría decir que hoy al periodismo le importa más el cuerpo de los que mandan que su cabeza. Ese hecho ha convertido al sexo en una de las herramientas más importantes de los poderosos para crear cortinas de humo, para olvidarse de la realidad, para mover el escenario público, para chantajear a los enemigos. Sin sexo no hay política.
El periodismo cae en ese tipo de sensacionalismo porque es exitoso, facilista moralmente y provocador moralmente. El sensacionalismo de la crónica roja, ese de la muerte y la sangre, vende y casi siempre es de los pobres. Pero hay un tipo de sensacionalismo mucho más efectivo y de más clase: el del semen. Semen por encima de sangre. Creo que de alguna forma asistimos a la farandulización del sexo y del poder.
El periodismo (el serio, el de clics, el popular) y los moralistas (de izquierda y derecha, de academia o fe) nos ponen, entonces, a discutir sobre el sexo de los poderosos, como en la época medieval se discutía del sexo de los ángeles, y no sobre las barbaridades del poder. No hay nada más serio que el sexo: el reprimido, el provocado, el político, el periodístico. ¿Y Clinton? Da conferencias de ética pública. ¿Y la Lewinski? Vende sus memorias de practicante. ¿Y los medios? Se escandalizan del sexo pero sexuan con la realidad. Amén.
Reportajes del grupo de investigación 'Spotlight' en The Boston Globe.
Spotlight: la foto completa
Por: Jimena Zuluaga
Doscientos curas de la arquidiócesis de Boston y cerca de 7,000 en todo Estados Unidos abusaron sexualmente de menores. Esta práctica se mantuvo durante treinta años a la sombra de la iglesia católica y fue silenciada frente a la opinión pública, es decir, los jerarcas de la iglesia protegieron a los curas abusadores durante años. Solamente a partir de la reportería juiciosa de Spotlight—el equipo de investigación del diario estadounidense The Boston Globe— fue que la historia de los abusos salió a luz en 2002.
En este caso, un tema relacionado con el sexo, que generalmente hace parte del fuero privado, se convierte en un tema de interés público por dos razones. Primero, porque hay un delito de por medio. Y segundo, por un factor clave: el hecho de que el abusador, o los abusadores, son figuras públicas y figuras de poder: los sacerdotes de la iglesia católica y la iglesia como institución.
Lo interesante del trabajo periodístico de Spotlight es que logró conectar una serie de puntos, de episodios, denuncias, aparentemente aisladas o esporádicas, para hacer la “foto grande”, para contar la historia completa, descubrir algo que era una práctica frecuente, lo cual es además aberrante, no solamente en la arquidiócesis de Boston, sino dentro de toda la iglesia católica.
En Colombia, una investigación periodística cuya rigurosidad podría equipararse a la del Boston Globe, guardada la distancia de temas y contextos, es la investigación que destapó la parapolítica. Claudia López y Semana.com, luego de documentar una serie de masacres e identificar atipias electorales armaron la “foto completa” que les permitió denunciar la relación entre esas atipias electorales con los avances de frentes paramilitares en ciertas regiones. Y eso destapó el escándalo de la parapolítica. Unieron los puntos y encontraron una historia gruesa. Finalmente esa es la labor del periodista: salir de lo episódico para explicar la foto completa.
Las denuncias contra Otálora
Por: Lorenzo Morales
Desde noviembre del año pasado, el periodista Daniel Coronell denunció los maltratos, los abusos psicológicos y la violencia verbal que el Defensor del Pueblo, Jorge Armando Otálora, ejercía sobre algunos funcionarios de la Defensoría del pueblo, entre ellos Astrid Cristancho, su secretaria privada. Pero en esa ocasión la noticia no suscitó debate público, ni reacciones y ni siquiera una investigación disciplinaria por parte de la Procuraduría General de la Nación.
Pero con la denuncia más reciente en la que se acusa al ahora exdefensor de acoso sexual, la situación es muy distinta. El elemento sexual es un dique que cuando se rompe cambia las cosas. Y allí, en lo íntimo, hay algo muy fuerte que conmueve, como no lo logran otras cosas. La noticia más reciente involucra a los mismos personajes de la primera denuncia, pero como se refiere a un tema de sexo y de una relación íntima, el debate genera conmoción nacional: editoriales de los principales medios, investigaciones por parte de la Procuraduría, la Fiscalía y todo un movimiento de organizaciones de mujeres en defensa de la que dice haber sido agredida. Está claro que, en esta ocasión, la denuncia estaba acompañada del poder de la imagen. Una cosa es decir y contar que el defensor gritó a alguien y le hizo propuestas indecentes, y otra es ver al defensor desnudo, mostrando su pene y escribiendo mensajes provocadores. En este caso la imagen tiene un poder devastador, que convirtió al defensor en un personaje indigno e insostenible en su cargo.
Es interesante hacer el paralelo con otro caso de un alto funcionario que como Otálora, en principio dijo que no renunciaría y, a la fecha, no lo ha hecho. Me refiero al magistrado Jorge Pretelt, acusado de recibir sobornos para ajustar fallos. Ahí sigue, contra viento y marea, despachando como un impoluto jerarca de nuestra justicia. ¿Sería lo mismo si hubiéramos visto un video de él recibiendo una bolsa plástica llena de billetes? La imagen sigue pesando mucho sin que sea, necesariamente, garantía de verdad.
En el caso Otálora lo que llama especialmente la atención —sin subestimar la importancia de un acoso sexual— es que para nuestra sociedad son admisibles o por lo menos poco graves otros tipos de acoso. Que alguien en una relación laboral grite, humille y maltrate a sus subordinados, también debería generar reacciones de rechazo en el foro público.
Más allá de los detalles, este caso es un ejemplo que muestra para qué sirve el periodismo. Es un buen ejemplo de cuando los ideales que se plasman en los manuales del oficio se vuelven realidad. Como cuando se dice que el periodismo es para darle voz a los que no tienen, a los oprimidos, a los humillados y a los que tienen miedo. En este caso es muy claro cómo el trabajo periodístico logró darle la vuelta a una relación de poder profesional en la que una subordinada estaba sometida al poder de un superior, en algo mucho más allá de su trabajo. La relación de poder se invirtió —o se trasladó—, y es ahora el agresor el que está, como titulaba un diario: «contra las cuerdas». Es de esos casos que podrían reconciliar a alguien decepcionado del periodismo.