[Traducción de Jorge Uribe*]
Recientemente, entre la polvareda de algunas campañas políticas, volvió a tomar fuerza aquel hábito grosero de polemista que consiste en reprobarle a una criatura que cambie de partido, una o más veces, o que se contradiga frecuentemente. La gente inferior que usa opiniones, continúa empleando ese argumento como si fuera algo despreciativo. Tal vez no sea tarde para establecer, sobre tan delicado asunto del trato intelectual, la verdadera actitud científica.
Si hay un hecho extraño e inexplicable es que una criatura de inteligencia y sensibilidad se mantenga siempre sentada sobre la misma opinión, siempre coherente consigo misma. La continua transformación de todo se da también en nuestro cuerpo, y se da en nuestro cerebro constantemente. ¿Cómo entonces, sino es por enfermedad, se cae y reincide en la anormalidad de querer pensar hoy la misma cosa que se pensó ayer, cuando no solo el cerebro de hoy ya no es el de ayer, y ni siquiera el día de hoy es el de ayer? Ser coherente es una enfermedad, un atavismo, tal vez; data de antepasados animales en cuyo estadio evolutivo tal desgracia sería natural.
La coherencia, la convicción, la certeza, son además demostraciones evidentes – cuantas veces prescindibles – de falta de educación. Es una falta de cortesía con los otros ser siempre el mismo ante ellos; es aburrirlos, afligirlos con nuestra falta de variedad.
Una criatura de nervios modernos, de inteligencia sin cortinas, de sensibilidad despierta, tiene la obligación cerebral de cambiar de opinión y de certezas varias veces en un mismo día. Debe tener, no creencias religiosas, opiniones políticas, predilecciones literarias, sino sensaciones religiosas, impresiones políticas, impulsos de admiración literaria.
Ciertos estados de alma de la luz, ciertas actitudes del paisaje tienen sobre todo cuando excesivos, el derecho de exigir a quien está frente a ellos determinadas opiniones políticas, religiosas y artísticas, aquellas que estos insinúen, y que variarán, como se sobrentiende, según el exterior varíe. El hombre disciplinado y culto hace de su sensibilidad y de su inteligencia espejos del ambiente transitorio: es republicano por la mañana y monárquico al crepúsculo; ateo bajo un sol descubierto y católico ultramontano en ciertas horas de sombra y de silencio; y no pudiendo admitir sino a Mallarmé en aquellos momentos de anochecer citadino en que desabrochan las luces, él debe sentir que todo el simbolismo es una invención de locos cuando, ante una soledad de mar, no sepa de nada más que de la Odisea.
Convicciones profundas solamente las tienen la criaturas superficiales. Los que no prestan atención a las cosas casi que las ven apenas para no tropezar con ellas, esos tienen siempre la misma opinión, son los íntegros y los coherentes. La política y la religión viven de esa leña y por eso arden tan mal ante la Verdad y la Vida.
¿Cuándo es que despertaremos para la justa noción de que la política, religión y vida social son apenas grados inferiores y plebeyos de la estética – la estética de los que todavía no la pueden tener? Tan solo cuando una humanidad libre de los prejuicios de la sinceridad y la coherencia haya acostumbrado sus sensaciones a vivir independientemente, se podrá conseguir algo de belleza, elegancia y serenidad en la vida.
*Jorge Uribe es egresado de la Universidad de los Andes y doctorando en el programa de Teoría literaria de la Universidade de Lisboa, con una investigación sobre Fernando Pessoa en cuanto lector de Oscar Wilde, Walter Pater y Matthew Arnold. Ha trabajado como editor en Trovas do Bandarra (Guimarães/2010) y A Demonstração do Indemonstrável (Ática/2011); como co-editor en Sebastianismo e Quinto Império (Ática/2011); y como colaborador en Prosa de Álvaro de Campos (Ática/2012). Es miembro del proyecto de investigación Estranhar Pessoa: um escrutinho das pretensões heteronímicas, producto de la colaboración entre el Instituto de Filosofia da Linguagem (IFL) y el Laboratorio de Estudios Literários Avançados (ELAB) de la Universidade Nova de Lisboa.