Contra el plan de la raclette Una reflexión sobre la filosofía que subyace al acto de comer.
Una reflexión sobre la filosofía que subyace al acto de comer.
Una reflexión sobre la filosofía que subyace al acto de comer.
Cómo es de complicada la vida cuando a uno lo invitan al plan de la raclette. Ustedes saben: esa especie de cena en la que hay un manual de uso previo para que porfa, no se vayan a quemar o, igual de grave y aparatoso, el queso no se les quede pegado en la resistencia porque se daña. Ese tipo de cosas que no ocurren en circunstancias de vida más favorables, como cuando se ofrecen platos colombianos tan típicos como un sancocho o unos tacos (sobre la taquización de este país podría referirme en otra ocasión).
Pero bueno. Uno va a eso que lo invitan con la esperanza firme de que no pase a mayores. De que, por ejemplo, la paleta triangular de puntico rojo distintivo que nos cupo en suerte no se vaya a confundir con la del vecino de raclette, a quien le tocó la de puntico verde, y que, Dios nos libre, uno no se le vaya a comer el casado que hizo en cuatro centímetros de teflón con los mismos ingredientes que todos tienen a disposición en la mesa.
Estoy divagando y escupiendo veneno. Me disculpo. Aquí va la historia.

Nacemos, crecemos y morimos en un mundo que pesa más en plástico que en mamíferos y donde cada uno de nosotros come no menos de 5 gramos de plástico por semana.
Click acá para verEsto empezó meses atrás cuando a un grupo de amigos se le ocurrió la idea de armar lo que hoy llaman un compartir. En este caso particular, el compartir se decantó a lo largo de la noche, y favorablemente, hacia una fiesta con consumo de licor, parranda vallenata casera, baile de tiro largo y unos invitados insospechados que estaban por supuesto por fuera de la lista. Hubo final feliz, quiero decir, y esto se lo agradezco a mis anfitrionas, pese a que la trama estuvo llena de unas vicisitudes a las que me voy a referir a continuación.
En primer lugar, y eso debió ser un signo de alerta, la invitación fue precedida por la advertencia de que no se trataba de una simple cena (no señores) sino de otro tipo de evento: algo distinto a lo regular. Una mezcla de elementos que excedían por mucho las herramientas y la disposición humana de la media colombiana. Súmenle a esto que la respuesta en coro de los miembros del grupo no fue un qué rico o un qué delicia, sino un sospechoso qué chévere.
Ahí fue cuando me di cuenta de que se cumplía a carta cabal un comentario que, tiempo atrás, me hizo mi amigo Escobar sobre cierto tipo de restaurantes: “Páramo —me escribió por chat— con eso quiero decir que el fuerte de esos lugares no es la comida sino la representación de la comida”.
Léase bien: la representación de la comida. La teoría de Escobar daba en la diana para este caso también. No se trataba, lo sé, de un restaurante, sino de una iniciativa pequeña, íntima, de un grupo de amigos, pero sí resultaba clarísimo que el fuerte no era la comida. Al principio, ahora que recuerdo, la comida ni siquiera ocupó un lugar en la conversación. De eso no se debatió ni se habló ni se ofreció. Lo primordial, lo fundamental, lo preocupante, la cosa en sí, era conseguir el armatoste. Había uno disponible, me dijeron, de 12 puestos (12 paletas), comprado en Europa y apropiado para la tarea que se nos venía encima.
No piensen que la palabra tarea la estoy diciendo en vano, porque aquí viene el problema que traía consigo: el cable de ese aparato tenía, al final, como todos, un conector. Pero era distinto: estaba enrarecido, creo que incluso una mente poco perceptiva, enemiga del detalle, hubiera dicho que estaba dañado, porque tenía una pata vertical y otra horizontal. Investigué como pude la razón de esa anomalía y di con la respuesta: no estaba diseñado para este país. La vida ofreciendo metáforas.
Permítanme aquí la maniobra de pasar de activista a técnico: las fábricas diseñan así el conector para que no pueda enchufarse al suministro eléctrico estándar de, por ejemplo, Colombia (que va de 120 voltios a 60 hercios), sino que solo sirva en las regiones de donde proviene, como, no sé, Francia o Suiza (de 240 voltios a 50 hercios). Lo llaman enchufe seguro o conector macho de seguridad.
Una posibilidad, “si es que están muy encocainados con el tema de la raclette”, me dijo por llamada mi amigo el Osito —que hace trabajo eléctrico de profesión: la cuestión iba en serio— era conseguir “un transformador elevador, que lo venden en un solo lugar de Bogotá”. Esta era, sin embargo, una moneda echada al aire.
La otra opción que me dio —él la llamó la apropiada— consistía en instalar un enchufe en la casa.
Así es. Instalar. En la casa. Contratar a alguien e instalar. En la casa.
El tomacorriente ideal, me dijo, estaría “alambrado desde el tablero de alimentación principal, cuya alimentación es dada por dos devanados equivalentes del transformador del servicio de la casa”. Dos devanados de 120 voltios cada uno que, sumados, llegarían a lo que necesitaba el aparato. También debería tener una ranura vertical y otra horizontal para que se correspondiera con las patas del conector.
¿En qué momento una invitación a comer se había vuelto esto? ¿Y por qué?
De todas formas, me ofrecí a buscar el transformador, porque soy de alma noble y creo en la austeridad republicana de cancelar la individualidad propia para perseguir el bien común. De tumbo en tumbo, de ferretería en tienda de lámparas, paseándome con el cable al hombro, preguntando por señas para resolver en dónde queda este lugar que antes quedaba en esta dirección, llegué por fin a un portentoso almacén provisto de aparatos y profesionales en la materia. Había variedades de cables y conectores tipo X y tipo Y. O algo así. Y también gente a la que se le notaba, a kilómetros de distancia, que esa no era su primera experiencia en estos menesteres.
Yo por el contrario parecía un náufrago que, cegado de locura por haber tragado un poco de agua de mar, no sabía bien si veía espejismos o tierra firme.
Pregunté por el transformador.
—¿Qué es lo que necesita exactamente, señor?
—Poder conectar esto —mostré el cable— sin dañar una plancha eléctrica para asar comida. Una raclette.
—Le sale mejor hacer el arreglo en la casa.
—¿Lo de los devaneos?
—Devanados. Sí, que se los junten desde el tablero en un tomacorriente.
—¿Pero tienen el transformador?
—Lo tenemos. Pero es que cuesta 400.000 pesos.
Aunque era absurdo pagar esa cantidad de dinero por un cubo de metal que iba a ser útil una sola vez en la vida, la curiosidad me hizo persistir:
—¿O sea, el transformador no sirve y se daña la plancha?
La experta en eso fue muy honesta, muy humana en su respuesta (tierra firme):
—No creo que se dañe. Pero no le va a prender.
Informé a las anfitrionas sobre este decepcionante desenlace y propuse que cambiáramos el menú a algo quizás más colombiano (el sancocho, los tacos), ante lo cual recibí una respuesta contundente, de pujanza incontestable: “no, pues pedimos prestada una que sí sirva acá”.
Era justamente el plan b al que no quería llegar. Se me hacía demasiado difícil, un objeto de valor que no funciona por sí mismo sino con un cuidado debido y que no nos iban a dar así como así, sin su propietario coordinando la operación.
Qué equivocado estaba. Claro que la prestan al desgaire los buenos amigos. Y a falta de una, hubo dos: con los conectores correctos, diseñados para recibir la corriente colombiana, sus patas verticales. Moraleja aprendida.
En fin. Llegó el día y la hora. La mesa era hermosa, larga, y estaba puesta de la siguiente manera: lonjas de jamón serrano, zucchini fresco partido en finas láminas, pepinillos encurtidos, salchichitas, chorizos, rodajas de salami y pepperoni en sendas filas de sendos platos, champiñones y cuatro tipos de queso. Para refrescar, tomates uvalina y uvas moradas. Un banquete. O eso parecía. No perdamos el norte y recordemos en este momento a Escobar: “el fuerte (…) no es la comida sino la representación de la comida”.
Por ese tema de representatividad, las viandas en la mesa no se podían tocar sin haber prendido los aparatos. La comida, que ya casi toda podía ser ingerida, necesitaba de ellos. Muy raro. Ahí hubo al menos tres problemas. El primero, y más debatido, era que no había una extensión en la casa lo suficientemente larga como para conectar alguna de las dos raclettes a la corriente y permitirnos ponerla en el centro de mesa. Teníamos en cambio dos nodos en cada esquina del cuarto del comedor, lo cual sin duda iba a dividir al grupo que, ahora que entro en estas cavilaciones, recuerdo muy emocionado.
El segundo problema fueron las instrucciones: había una plancha en la que se asan cierto tipo de cosas (los champiñones, los chorizos) y debajo de ella unos “puestos” para poner las paletas con las otras (qué sé yo, el zucchini, el queso). Ello generó varias preguntas, una moderación de respuestas, e incluso la necesidad de dictar un instructivo tan formal como el que imparten por norma en los aviones antes de despegar: “en caso de que usted esté al lado de la puerta de emergencia…”, etcétera.
Y el tercero fue la espera por cada porción que, en mi opinión, era muy larga para recibir un bocadillo. “Es como un asado”, le oí decir a una de las anfitrionas. Tremenda blasfemia. Se trataba a lo sumo de una mutación: llevar el asado dentro de las cuatro paredes de una casa en una disposición de circunstancias que obligaban a un disfrute muy compartimentado.
Ojo: el problema no es tener que cocinar (no lo es en un asado). Ni tampoco esperar a que a uno le sirvan (insisto en el asado). Es algo que va mucho más allá de manías personales o caprichos de turno: aquí nos estamos jugando una filosofía subyacente, que nos costó años, quizás siglos en aprender. La prueba es que quienes llegaron tarde a lo que ya era la fiesta no preguntaron, no dijeron, no protestaron, no se aseguraron de temperaturas ni de colores de paleta, no siguieron instrucción alguna, sino que comieron sobras hasta el hartazgo.
Practicaron el delicioso y milenario arte humano de comer sin obstáculos.
*Imagen de portada de Gourmandise.