En la década de los ochenta la izquierda colombiana empezó a adquirir mayor fuerza en el escenario político. Tras los acuerdos de paz de La Uribe, entre el presidente Belisario Betancur y la guerrilla de las FARC en 1985, se dio paso a la creación del partido Unión Patriótica como una alternativa para que las FARC, el Partido Comunista Colombiano y demás personas interesadas en apostarle a un forma diferente de gobernar, lograran consolidar una propuesta política y ofrecerle al país un partido del y para el pueblo.
Para nadie es un secreto que el país posee una herencia política bipartidista que, de alguna manera, se ha visto inclinada hacia la derecha y el conservadurismo desde hace varias décadas. Por eso, cuando en las elecciones del 1986 la UP consiguió un respaldo inesperado por parte de los votantes, los partidos tradicionales (Liberal y Conservador), que anteriormente se habían adueñado del poder a través del pacto del Frente Nacional, se preocuparon ante esta situación inusitada que evidenciaba que la izquierda colombiana empezaba a dar la batalla por el poder del Estado. Así, ante el surgimiento de varios líderes de la UP en diferentes regiones del territorio nacional, comenzó a maquinarse una suerte de complot en contra del partido de izquierda y la persecución política, a través de la violencia, empezaría a dejar víctimas prácticamente a diario, hasta el punto de que años después, exactamente en el 2002, el partido tendría que desaparecer ante la falta de dirigentes, militantes y votantes.
Este escenario, que no ofrecía garantías por parte del Estado a los partidos políticos, y la inminente resistencia de algunos sectores para aceptar la libertad de pensamiento nos dejaron una historia llena de asesinatos, líderes exiliados y un partido político exterminado por querer apostarle a una reconstrucción del país a partir de una ideología diferente a la tradicional. Y aunque resulta inverosímil, incluso conociendo que esta parte del conflicto empeoró la estabilidad y la pretensión de paz del Gobierno y de las guerrillas, nos estamos volviendo indiferentes ante la repetición de dicho suceso en la actualidad.
En el 2016, según cifras presentadas por el periódico El Espectador, se presentaron 116 asesinatos de líderes sociales, ambientalistas y demás personas vinculadas a la defensa de los Derechos Humanos y de la preservación del medio ambiente. Lo triste del caso es que, en lo que llevamos de este 2017, la cifra de asesinatos asciende ya a las 24 personas, es decir, un promedio de 2,2 asesinatos por semana.
La paz firmada entre el gobierno Santos y las FARC debe comprometerse a defender y respetar la pluralidad y la libertad de pensamiento en la arena política
Ahora bien, a pesar de que el Gobierno insiste en que aquí no hay un escenario de asesinatos sistemáticos, vemos que la persecución a los políticos o personas con inclinación a los ideales de izquierda, son similares a aquellos que se dieron hace más o menos 20 años con el partido de la UP. En 1989 fueron asesinados 121 integrantes de la Unión Patriótica y en 1991 se contabilizaron 117, de modo que estas cifras no se alejan tanto de las del año pasado, donde 116 personas fueron víctimas de la intolerancia y de la violencia política que sigue acechando los diferentes rincones del territorio nacional. Es más, los 24 asesinatos mencionados superan las estadísticas de 1984, donde el total fue de 12 asesinatos, y 1995, con 23.
Así, lo preocupante del caso es que este fenómeno de violencia —que no cesa— se está esparciendo en muchas zonas del país: departamentos como Córdoba, Cundinamarca, Cauca y Antioquia han sido escenarios de crímenes que atentan contra la paz del lugar y que preocupan a la población y a las autoridades, pues esto demuestra que no hay lugar en Colombia donde los líderes sociales, y posiblemente los desmovilizados, puedan reintegrarse y trabajar en pro de la comunidad.
Lo anterior demuestra —una vez más— que la paz firmada entre el gobierno Santos y las FARC debe comprometerse a defender y respetar la pluralidad y la libertad de pensamiento en la arena política, pues evidenciar una nueva persecución a quienes trabajan defendiendo a la población vulnerable nos hace perder la esperanza en un cambio que le dé al país “una segunda oportunidad sobre la tierra”.
Es momento, entonces, de dejar de comentar en la calle cosas como “era de esperarse que los empezaran a matar a todos” o “a esa gente le va a pasar lo mismo que a la UP, este país no tiene remedio”. En cambio, es momento de empezar a apostarle a la conciencia civil, a la solidaridad con las víctimas y la exigencia de cada uno de nosotros para hacerle saber al Gobierno que la “no repetición” y las garantías al partido de las FARC y a los líderes sociales se mantengan estables. De manera que no sólo logremos construir los cimientos para una cultura que respete la diferencia, sino que también podamos ofrecer como comunidad un espacio para que los nuevos desmovilizados de las FARC tengan el derecho a la seguridad y a la participación política, sin temor a recibir amenazas por sus ideas y su postura ante el mundo.