En junio de 1984 el norteamericano Clyde Snow dirigió la primera excavación en Argentina para identificar desaparecidos. El periodista Felipe Celesia reconstruye los 35 años de historia del EAAF en el libro ‘La muerte es el olvido’. La revista argentina Cosecha Roja publicó un adelanto, y nosotros lo retomamos para Colombia.
En junio de 1984 un tejano jubilado, de botas y bigotes dirigió la primera excavación en Argentina para identificar desaparecidos de la dictadura. El norteamericano Clyde Snow, que había identificado los cuerpos de John F. Kennedy y Tutankamon, llegó acompañado de un grupo de jóvenes estudiantes de la Universidad de La Plata que aprendieron de él y unos años más tarde fundaron el Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF).
En 35 años el EAAF intervino en 55 países: identificó a Che Guevara, Luciano Arruga, Santiago Maldonado, los 43 estudiantes mexicanos desaparecidos en Ayotzinapa y los soldados que lucharon en Malvinas, entre tantos otros. Todas esas historias son narradas por el periodista Felipe Celesia en el libro La muerte es el olvido. Te compartimos el capítulo que cuenta aquella primera excavación.
BOULOGNE
No podía haber tocado peor día para ir a cavar en busca de un muerto. Todo estaba desesperadamente mojado porque llovía desde hacía una semana. La temperatura apenas pasaba los cinco grados y un viento fuerte y arrachado cruzaba como cachetazo todo el camposanto. Por suerte, si bien el cielo seguía gris, ya no caía agua cuando terminaron de reunirse, en el portón del cementerio de Boulogne Sur Mer, todos los actores del procedimiento forense que se iba a realizar por primera vez en la Argentina.
Unos días antes, los estudiantes habían tenido una reunión con Clyde en su habitación del hotel para discutir técnicamente la exhumación del cuerpo. «¿Ustedes cómo lo harían?», consultó Snow desplegando un plano del cementerio. El que respondió fue Hernán Vidal, hijo de un general, que se había sumado al grupo porque era el único con la carrera completa, aunque le faltaba entregar la tesis. El juez había pedido que la pericia la firmara alguien con título o lo más cercano posible. A sus 27 años, Hernán ya tenía su propio proyecto arqueológico en Tierra del Fuego —Bahía Valentín— y estaba en el trámite de radicarse allí, por aquel entonces territorio nacional.
Hernán estimó que delimitaría una cuadrícula alrededor de la tumba, sondearía la profundidad en la que estaba el cuerpo y bajaría con pala hasta unos diez centímetros antes de llegar a los huesos y allí iniciaría el trabajo con cepillo y cucharín levantando capas de diez centímetros. Sergio Aleksandrowicz, un ex militante de la Federación Juvenil Comunista, de 27 años, amante de las armas y con experiencia arqueológica en enterratorios, sumó que él buscaría alguna evidencia y a partir de ahí iría descubriendo la estructura. Snow aprobó satisfecho.
—¿Por qué un yankee se interesa por esto? —consultó Vidal.
—La ciencia no tiene fronteras, y un asesinato es un asesinato en cualquier parte del mundo —respondió Snow con demagogia meditada.
Hasta ese momento no se había aplicado la arqueología a ningún procedimiento forense en el país. En el mundo tampoco estaba muy difundido, aún cuando Snow lo venía ensayando en Estados Unidos y un médico legista danés, Jørgen Thomsen, lo había aplicado en los años setenta a crímenes comunes. En casos de derechos humanos, esta iba a ser la primera experiencia a nivel mundial.
Un día antes del acordado para levantar el cuerpo, Vidal había ido a inspeccionar el terreno del cementerio y había comprobado que la tierra, aún barrosa, no ofrecía mayores dificultades.
Con todo dispuesto, el 26 de junio de 1984 un grupo grande irrumpió en las doce hectáreas que ocupa el cementerio de Boulogne. Estaban Ramos Padilla y sus dos secretarios, policías bonaerenses de custodia, dos médicos de policía, funcionarios de la Conadep, un representante del Colegio de Graduados de Antropología, los familiares de la desaparecida Rosa Betti, Snow, Morris, los estudiantes, los sepultureros y hasta curiosos que andaban por ahí. Un número inusual de gente para un martes de invierno con mal clima.
Cuando vieron los primeros huesos, los recorrió una rara emoción. El proceso fue largo y consistió básicamente en ir apartando la tierra de los restos con cepillos, pinceles o pequeñas cucharas triangulares, hasta que los huesos quedaron totalmente expuestos.
Pato y Mimí, especialmente, se sentían incómodas con la policía en el lugar. Las fuerzas de seguridad habían sido cómplices de los crímenes de la dictadura y prácticamente no había joven que no hubiera sufrido la violencia física o simbólica de algún uniformado durante la larga noche de la Junta Militar.
Por el contrario, a Clyde lo perturbaba la presencia de los familiares, que en Estados Unidos nunca tenían acceso a las exhumaciones.
Advirtiendo el malestar de las chicas, Snow se acercó con Morris a Ramos Padilla, que no hablaba ni un poco de inglés, y le explicó que la tumba era una escena de crimen y que debían tomar recaudos para preservarla de alteraciones. Sugirió un perímetro de seguridad y una custodia externa que impidiera el paso a personas no autorizadas, incluyendo a los policías. El juez accedió al pedido.
Cuando la policía comenzó a acordonar un perímetro alrededor de la tumba, Snow metió la mano en el bolsillo y sacó la estrella dorada y azul de la Illinois Coroners and Medical Examiners Association, una organización sin fines de lucro que nuclea a forenses y oficiales de justicia. Se la prendió en el pecho bajo la mirada curiosa de los efectivos de la Policía bonaerense.
Discretamente, Ramos Padilla se le acercó y vía Morris le dijo:
—¿Para qué se pone eso, si acá no vale nada?
—Vale con cualquier policía y siempre gana la más grande—contestó el antropólogo sonriendo.
Los estudiantes bajaron las estacas, baldes, sogas, cucharines, estecas y todas las herramientas para la excavación que les había prestado Luis Orquera, quien no quiso participar, pero puso a su disposición el material de la Asociación de Investigaciones Arqueológicas.
Cerca de las diez de la mañana, cuando se habían labrado las actas necesarias, Hernán Vidal tomó la iniciativa para delimitar con estacas y cordel el área de excavación en un rectángulo de dos metros por uno. A partir del hilo, tomarían la profundidad de todos los hallazgos. Por edad, personalidad y experiencia, en el grupo de estudiantes de arqueología de la AIA, Hernán era el líder.
Snow entonces les enseñó cómo sondear a la altura de los pies, para evitar dañar huesos claves para la pericia, como pelvis o cráneo, y poder determinar la profundidad promedio de los restos. Todo lo que buscaban estaría por debajo de ese nivel. Luego, les pidió a los sepultureros que sacaran tierra hasta llegar a unos diez centímetros de los huesos.
A partir de allí, Hernán, Pato, Mimí y Aleksandrowicz se turnaron para ir descubriendo, colgados desde el borde de la fosa, los restos de quien suponían era Rosa Betti, una mujer de 33 años. Snow había dispuesto unas placas de madera en derredor y a través de la fosa para tener un acceso más cómodo y cuidadoso a los restos. Poner los pies en la tierra no era una posibilidad, por el daño que podía sufrir la evidencia. El estadounidense supervisaba y cada tanto se asomaba para ver de cerca y sugerir cómo continuar. El veedor de los graduados colaboró acercando café y objetos.
Cuando vieron los primeros huesos, los recorrió una rara emoción. El proceso fue largo y consistió básicamente en ir apartando la tierra de los restos con cepillos, pinceles o pequeñas cucharas triangulares, hasta que los huesos quedaron totalmente expuestos. También quitaron pedazos del ataúd degradado y las manijas metálicas que se habían convertido en unos objetos turquesa deformes. Primero levantaron los miembros inferiores, luego el tórax y finalmente el cráneo. Todo el proceso fue fotografiado, con ubicación cardinal de los hallazgos, y pasaron por una zaranda la tierra cercana a los restos para rescatar cualquier objeto, por pequeño que fuera.
En arqueología, el que se apura comete errores, y los chicos no querían cometer ninguno. Pato entró un poco en pánico cuando encontró ropa. Quedó un instante en blanco y dudó si seguir arrastrando con el pincel esos tejidos pegajosos o dejarlos ahí. Los huesos estaban mezclados con el suéter. Clyde llegó en su ayuda y le dijo que dejara las fibras en el lugar en el que estaban, que eran evidencias, y Pato continuó, sabiendo qué hacer. Para Mimí, que traía alguna incertidumbre de cómo se sentiría trabajando con restos humanos en un cementerio, si querría salir corriendo o no, la experiencia fue reveladora. Trabajó sobre el cráneo y otras partes sin pensar en nada más que no fuera la técnica que le habían enseñado en la facultad y que estaba aplicando. No sintió asco, ni horror, ni ganas de salir corriendo. «Esto lo puedo hacer sin ningún problema», pensó con satisfacción.
A Morris le resultó atrapante poder aplicar sus conocimientos de anatomía, y estar al aire libre cavando —al menos en esa primera experiencia— le encantó.
Los chicos se apropiaron del lugar con bastante soltura. Tomaron mate sin complejos y en una pausa de café, a Mimí se le cayó la cuchara en la tierra de la fosa. Sin pensarlo mucho, la levantó, la limpió y la usó para revolver su bebida.
Tampoco todo fue tan fácil y natural. Los médicos de policía se pusieron bastante pesados con el cuidado y la minuciosidad que dedicaban los estudiantes al trabajo arqueológico. Preguntaron que por qué no lo hacían como ellos, «a la criolla», meta pico y pala hasta que apareciera el cráneo. Los tipos estaban ahí representando la autoridad forense oficial. Para saber con qué bueyes araban, Morris agarró unos huesos de vaca que habían encontrado y muy ceremoniosamente les preguntó a los doctores a qué parte del esqueleto humano pertenecían. Los miraron, los sopesaron y dijeron que se necesitaban más estudios para identificarlos.
Restaba establecer los datos biológicos de la víctima: sexo, altura, edad. Los legistas arrimaron que era una mujer, caucásica y que medía entre un metro con sesenta centímetros y uno con setenta.
Los legistas que no sabían osteología se pusieron algo más densos cuando, aburridos, empezaron a charlar con los policías. Al vuelo, Mimí logró escuchar que los trataban de «idiotas útiles» y que ellos serían «los próximos». Pato escuchó que «si hubiéramos hecho bien el trabajo, estos no estarían acá». Esas frases, lanzadas por lo bajo, pero lo suficientemente fuerte como para que se escucharan, más el panorama de botas que veían cada vez que levantaban la cabeza de la fosa, configuraban un efecto bastante amenazante.
Ese temor se mezcló con algo de horror cuando desenterraron el cráneo y advirtieron que tenía la mandíbula abierta, como si se hubiera muerto gritando. Snow los calmó. No era eso: cuando las partes blandas desaparecen, la mandíbula inferior cae, porque ya no hay nada que la sostenga.
El cráneo también tenía un orificio sobre la ceja derecha y eso no tenía ninguna explicación tranquilizadora, simplemente había sido ejecutada de un tiro en la cabeza.
Cerca de las seis de la tarde terminaron de exhumar el cuerpo. Tomaron fotos de todos los huesos y luego los guardaron en bolsas plásticas que rotularon por unidades anatómicas. Miembros inferiores, superiores, costillas, secciones de vértebras, cintura, pie derecho, mano izquierda, y así con todos.
A continuación se dio una circunstancia extraña. Vidal debía volar esa misma noche a Tierra del Fuego y, advertido de esta urgencia, Ramos Padilla dispuso que un patrullero lo llevara hasta el aeropuerto. El vehículo de la Policía de la Provincia (también conocida como «la Bonaerense») tenía jaula trasera para detenidos y allí subió Hernán con su bolso. El chofer puso la sirena y salió a toda velocidad rumbo a la Panamericana. Sus compañeros, entre asombrados y divertidos, no podían creer la escena.
Faltaba aún el análisis de los restos. El cementerio no tenía morgue, apenas un cuarto funerario helado, sin radiología ni amoblamiento básico. Una vez más, Morris improvisó. Llamó a unos amigos y consiguió la morgue del Hospital de San Isidro.
Cuando llegaron al hospital, fueron directo a la cafetería, porque todos estaban muertos de hambre, menos Morris, que aprovechó la casa familiar a pocas cuadras para pegarse una ducha y cambiarse de ropa. Apareció impecable, contrastando con sus compañeros embarrados y desgreñados por la larguísima jornada, que seguía.
Terminaron de cenar y fueron a la morgue. Salvo Morris, ninguno había entrado jamás a un espacio de esas características, con cuerpos almacenados, mesas de autopsia inoxidables y el olor intenso e inconfundible de los muertos. Un rato antes se había sumado Luis, persuadido finalmente de dar una mano cuando estaba en una clase de la facultad.
«Vamos a lavar», dijo Clyde y todos fueron desembolsando y lavando los huesos con agua y cepillo. Cuando terminaron, el juez les pidió a los médicos de la policía que armaran el esqueleto para determinar las características de la víctima y, si se podía, la causa de muerte. Hicieron algunos intentos, pero sus movimientos eran torpes y dubitativos. Ramos Padilla le pasó el encargo a Snow, que lo armó con tranquila suficiencia en unos pocos minutos.
Restaba establecer los datos biológicos de la víctima: sexo, altura, edad. Los legistas arrimaron que era una mujer, caucásica y que medía entre un metro con sesenta centímetros y uno con setenta. Snow acordó con los dos primeros datos pero, antes de arriesgar altura, midió el fémur y la tibia, aplicó la fórmula de Trotter y Gleser, y la estimó con un margen de error de dos centímetros. La admiración del juez por el tejano crecía, pero el hallazgo mayor estaba por llegar.
Con el esqueleto en la camilla, Snow se detuvo un momento en la pelvis, revisó la sínfisis, y anunció: «No es».
Pato se sintió morir y apuntó su frustración contra Ramos Padilla por la hipótesis que no se había comprobado. La familia esperaba afuera y Pato sentía que no merecían, que no era justo, haber estado todo el día pensando que habían encontrado a su ser querido y que no lo fuera. Para ella el tema técnico ya era abstracto y había que pensar en la familia, en cómo comunicar el fracaso.
Snow no tenía ningún margen para confortarlos. La sínfisis de la pelvis marcaba que esa mujer no tenía 33 años al momento de su muerte, sino bastante menos.
La causa de muerte era evidente, pero suscitó un intercambio entre Clyde y los médicos, que objetaban que el disparo mortal en la frente, sobre el ojo derecho, hubiera sido efectuado a corta distancia, como afirmaba el norteamericano. Los forenses oficiales decían que no había modo de determinar a qué distancia se había efectuado el disparo.
La diferencia no era menor: si la herida había sido a larga distancia, podía tratarse de un enfrentamiento entre los «terroristas» y las fuerzas del orden y no de una ejecución. Snow citaba los casos de ejecuciones mafiosas en los que había intervenido y sus características. Los médicos, uno de los cuales vestía un elegante abrigo de piel de camello, insistían en que no se podía determinar la distancia e invocaban bibliografía sobre medicina legal y balística.
El intercambio escaló un poco, con Morris traduciendo, y derivó luego en precisar a qué tipo de proyectil correspondía la lesión. Snow sostuvo que el orificio se correspondía con una bala calibre 9 milímetros, el mismo que usa la Policía bonaerense y el Ejército argentino como munición reglamentaria.
Al menos para los estudiantes, quedó en evidencia que Clyde tenía mucha más claridad y argumentos que los médicos.
Ya era de madrugada cuando Snow les comunicó a los familiares que no se trataba de Rosa Betti. Dentro de la morgue, todos pudieron escuchar los sollozos de Rosa Gómez, la madre, y los llantos y lamentos de los familiares. El momento fue feo y difícil. Pato también pensó en el destino cruel de esa chica, que no era Rosa, y que quedaría en una caja, ¿hasta cuándo?
Se fueron todos a dormir con una sensación de amargura y sin muchas ganas de volver a pasar otra experiencia como esa.
Veinte días después, como habían decidido en las reuniones en la casa de Pato, los chicos pusieron sus conclusiones por escrito y se las mandaron a Sabato. Allí dejaron establecido que los dos objetivos fundamentales de los procedimientos como el de Boulogne eran la identificación de los NN para devolverlos a sus familias y «aportar todas las evidencias posibles a las causas judiciales correspondientes, para lograr un justo castigo a los culpables de tan tremendas aberraciones».