Ante la pandemia de COVID-19, el Gobierno debería considerar soltar a cientos de presos que no representan riesgo para la sociedad. Mantenerlos encerrados es más peligroso que mandarlos a sus casas.
por
Libardo José Ariza* y Fernando Tamayo Arboleda**
19.03.2020
Ayer, 18 de marzo de 2020, el país despertó con la noticia de un motín carcelario en la cárcel más grande del país: La Picota, en Bogotá. Allí viven 9.488 personas encerradas en un espacio para albergar apenas 6.000. La noticia recibió poca atención. Lo que le pasa a los presos nunca será noticia de primera página. Pero esta vez, lo que les puede pasar tendrá consecuencias que no son únicamente penales. Aunque no ha habido un reporte o versión oficial, la restricción de las visitas como medida para contener el COVID-19 y las condiciones deficientes de sanidad en la cárcel parecen haber sido los detonantes del motín, que fue fuertemente reprimido por la guardia penitenciaria.
En la actual coyuntura, los presos están condenados a padecer el COVID-19, como lo señalaba hace poco Sarah Lustbader, sobre los presos en Estados Unidos quienes, como acá, están forzados a esperar el momento del contagio. Esa condena puede transformarse rápidamente en resistencia y violencia, tal como lo muestran los motines que empiezan a esparcirse con una velocidad preocupante en distintos sistemas penitenciarios del mundo. Para los presos de La Picota, en un sistema penitenciario que no logra proporcionar agua y acceso a bienes básicos, la falta de sanidad es la regla y las visitas un alivio para seguir lidiando con las condiciones inhumanas en que se encuentran recluidos.
¿Cómo controlar el riesgo de nuevos motines — quizás más violentos e incontrolables—, una situación que promete expandirse tan rápido como lo viene haciendo el virus?
Creemos en la necesidad de un plan de liberaciones que pueda frenar la pandemia entre esta población. No es fácil, no es popular, pero creemos que es indispensable. En primer lugar, las poblaciones que presentan riesgos particulares de muerte derivada de la pandemia deberían ser sometidas a un sistema de encierro domiciliario o su liberación definitiva. El sistema penitenciario colombiano ya muestra serias deficiencias para garantizar la salud de las personas mayores de sesenta años, o con enfermedades como hipertensión o diabetes. El COVID-19 sólo agrava una situación que viene presentándose desde hace décadas y que hace inaplazable buscar otras formas de castigar a este tipo de grupos poblacionales. En segundo lugar, el siguiente paso es buscar la liberación de los delincuentes no violentos, tal como se ha planteado en Estados Unidos. De hecho, los mismos fiscales así lo están solicitando. En Colombia, miles de personas se encuentran privadas de la libertad por delitos relacionados con el microtráfico de estupefacientes o hurtos sin violencia, y su liberación definitiva, o sometimiento a prisión domiciliaria, no representan un riesgo serio para la seguridad. En tercer lugar, Colombia cuenta con más de 35.000 personas privadas de la libertad que no han sido condenadas por ningún delito. La reducción de esta población, cuya responsabilidad penal aún no está demostrada, representaría una disminución importante.
Es urgente que el Consejo Superior de Política Criminal y la Comisión Asesora sesionen —virtualmente, por supuesto— para acordar un plan serio, integral y realizable que lleve a enfrentar el riesgo inminente de la pandemia carcelaria. Esto no es un asunto exclusivo del Inpec, es un reto que debe asumir el sistema de justicia criminal en su conjunto. Este plan debería ser la base para diseñar las medidas que el Presidente de la República debe adoptar en el marco de la declaratoria del Estado de Emergencia para contener la expansión del Covid-19 incluyendo a las prisiones del país.
En una reciente columna sobre los golpes del Coronavirus a la estructura de nuestra vida cotidiana, Slavoj Žižek mencionaba, y creemos que, con razón, que esta pandemia lleva consigo otro virus: el virus ideológico de pensar en una sociedad alternativa. Esto vale también para la forma en que castigamos.