Chile: la tierra prometida no lo es para los venezolanos
Los casos de Antonio, Elizabeth y Gladys* muestran las violaciones a los derechos humanos de las autoridades chilenas, que pasaron en los últimos años de la promesa de asilo a la represión.
por
Paulette Desormeaux y Catalina Gaete
27.03.2022
El discurso del presidente, Sebastián Piñera, que describía su país como un “oasis” de libertad frente al autoritarismo, y las leyes que aseguraban refugio para quienes huían para salvar la vida, atrajeron hacia Chile a miles de venezolanos. Quienes cruzaron el desierto de Atacama han descubierto una realidad diferente: solicitudes no atendidas, procedimientos ilegales, conflictos sociales y deportaciones colectivas. Los casos de Antonio, Elizabeth y Gladys* muestran las violaciones a los derechos humanos de las autoridades chilenas, que pasaron en los últimos años de la promesa de asilo a la represión.
*Los nombres de las personas migrantes mencionadas en este reportaje han sido cambiados para proteger su identidad.
La huida
Cada vez que recibía órdenes por radio para reprimir a los manifestantes, a Antonio le saltaba el corazón y sentía que no debía estar ahí. El militar de aviación de las Fuerzas Armadas de Venezuela de 29 años había sido enviado a controlar las protestas en Caracas. Era el tercer mes del movimiento social del 2017 en contra de Nicolás Maduro y para entonces se registraban 103 fallecidos y más de 1,500 heridos, según el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos. “Usábamos carabinas, escopetas y fusiles AK 103. Muchas veces la munición era real”, cuenta Antonio. En un momento de aquella tarde de junio, a unos metros de él, vio cómo dispararon y mataron al graduado de enfermería David Vallenilla. El entonces militar del régimen decidió no cumplir más las órdenes de sus superiores.
Esa noche Antonio fue encarcelado por insubordinación en un cuartel en Caracas y decidió pedir su baja de las Fuerzas Armadas, pero se la negaron. “Me decían que no las daban porque perjudicaba políticamente. O desertaba o me iba por la puerta trasera”. Sus superiores sabían que para él desertar no era una opción: significaba ser juzgado por traición a la patria.
Antonio dice que lo mantuvieron asignado en Caracas durante ocho meses, hasta que en 2018 le bajaron el rango y el sueldo por ser opositor al Gobierno y lo trasladaron a un paso fronterizo en Amazonas. Allí le ordenaron retener la comida de los opositores a Maduro. Cuando Antonio se volvió a negar, sus superiores lo amenazaron con meterlo preso. Durante dos años pidió que lo cambiaran de ubicación o que lo dieran de baja. Los generales nunca accedieron y continuaron reduciendo su salario. Sin poder ver a su esposa e hijo y con cada vez menos recursos, el joven militar decidió migrar a Chile para encontrar protección internacional.
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Un año después, en las mismas calles de Caracas donde Antonio se negó a disparar contra los manifestantes, Elizabeth, una policía de 26 años, también desobedeció a sus superiores. Ella solicitó su baja y se la negaron argumentando que “manejaba mucha información” sobre cómo actuaban los colectivos (grupos de civiles armados que controlan algunos barrios “en nombre de la revolución bolivariana”) y la amenazaron con procesarla por traición a la patria. Elizabeth desertó con el riesgo de ser perseguida por el Gobierno y los colectivos. Como en el caso de Antonio, Chile sería su destino final.
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Gladys trabajó durante cinco años en una entidad estatal de Venezuela, hasta que fue despedida por negarse a autorizar unos gastos al detectar el desvío de fondos públicos hacia cuentas personales de autoridades del régimen. Cuenta que luego de eso, miembros de los colectivos comenzaron a hostigarla y a amenazarla por teléfono diciéndole que, si no entregaba unos documentos que asumían ella aún conservaba, “secuestrarían a sus hijos”. En diciembre de 2017, sus dos hijos mayores fueron secuestrados y amenazados con armas de fuego.
Una vez liberados, Gladys huyó con ellos a Colombia y dejó a su hermana a cargo de la casa. Dice que en Colombia fue amenazada por un venezolano que la abordó en un bus y le dijo: “Camina que tenemos que hablar por lo que pasó en Venezuela”. Gladys huyó con sus hijos a Perú. Allí fue nuevamente amenazada. En enero de 2021, la familia volvió a escapar.
A falta de recursos y en medio de las amenazas, Antonio, Elizabeth y Gladys caminaron por el desierto de Atacama durante días para llegar a Chile, un país que desde hace años se proyectaba como un asilo para quienes buscaban refugio lejos de la persecución política.
La promesa
Con una bandera de Chile extendida y cientos de cajas parapetadas de ayuda humanitaria como fondo, el presidente de Chile Sebastian Piñera llegó a Cúcuta, Colombia, la ciudad fronteriza con Venezuela que en 2019 albergó el megaconcierto benéfico Venezuela Live Aid, y dijo: “En este siglo XXI, la defensa de la libertad, de la democracia y de los derechos humanos no reconoce fronteras y no reconoce límites”.
Para el presidente Piñera, Chile era el “oasis” de una democracia estable y crecimiento sostenido en medio de la convulsión política y social de América Latina. El viaje a Colombia marcó la impronta diplomática del país durante 2019. Cecilia Pérez, la vocera de Gobierno, incluso aseguró que recibirían migrantes venezolanos “hasta que el país lo resista”.
Un año antes del Venezuela Live Aid, Piñera había creado una «visa de responsabilidad democrática» para que los venezolanos puedan solicitar un permiso de residencia temporal por un año, con la posibilidad de optar a la residencia definitiva. Piñera justificó este visado excepcional “en consideración de la grave crisis democrática que actualmente afecta a Venezuela”, y recordó el éxodo chileno durante la Dictadura de Pinochet, cuando ese país acogió a muchas personas “en tiempos en que ellos lo necesitaban y que buscaban refugio en sus fronteras”.
Los datos de Relaciones Exteriores, sin embargo, muestran que a noviembre de 2020 sólo se había aprobado el 27% de las solicitudes. Además, el trámite requería tener pasaporte vigente, certificados médicos, de viaje, y otros documentos que facilita el Gobierno venezolano, y que Elizabeth, Antonio y Gladys no tenían por ser opositores al régimen.
Con esta realidad se toparon cuando llegaron a la frontera chilena del norte.
La realidad
Elizabeth atravesó el desierto con su pareja y su hija en julio del año pasado. Entraron por un paso irregular en la frontera con Bolivia y llegaron a Colchane, una comuna de menos de dos mil habitantes. Cada día alrededor de 600 migrantes atraviesan un camino donde enfrentan temperaturas muy bajas en la noche y falta de oxígeno: está a 3.650 metros sobre el nivel del mar.
La expolicía encontró un pueblo con sus capacidades saturadas: para finales de enero de 2021, la ciudad ya había duplicado su población debido a los migrantes, la mayoría venezolanos, y una infraestructura pública que no estaba preparada ni para los chilenos. Según el último censo del 2017, en Colchane casi el 90% del pueblo no tiene acceso a servicios básicos como agua potable. Fue ahí, en el Norte Grande, donde la burocracia chilena le puso el primer obstáculo a Elizabeth cuando no la dejó presentar sus papeles para pedir protección internacional en Iquique, la ciudad más cercana. En abril de 2020, un oficio del Ministerio del Interior había ordenado suspender la recepción de solicitudes de refugio en 54 gobernaciones provinciales. El trámite ahora se concentraba en Santiago.
Dos días después, Elizabeth y su familia llegaron a la oficina de la sección de Refugio y Asentamiento del Departamento de Extranjería en la capital. Allí enfrentaron el segundo obstáculo: el funcionario que los atendió les dijo que no les entregaría el formulario de solicitud de refugio si no se denunciaban en la Policía de Investigaciones por haber entrado al país por un paso no habilitado. Es decir, de forma irregular. En ese momento Elizabeth no lo sabía, pero la decisión del funcionario de poner una condición para recibir su solicitud de refugio era ilegal.
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Desde los años 70, Chile es parte de la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados, un acuerdo internacional que establece que las personas que llegan a un país solicitando refugio no deben ser expulsadas o devueltas a situaciones en las que sus vidas y su libertad puedan verse amenazadas. Ese compromiso internacional se concretó en la normativa chilena en 2010, cuando un proyecto de ley para garantizar la protección de personas refugiadas fue aprobado de forma unánime por el Congreso, dos días antes de que Sebastián Piñera asumiera su primer mandato. Desde entonces, esta ley obliga a Chile a recibir y analizar las solicitudes de refugio sin imponer ningún obstáculo o requisito adicional.
El abogado Rodrigo Sandoval, jefe del Departamento de Extranjería durante el segundo gobierno de Michelle Bachelet, explica que bajo esta ley “incluso si la persona no dice que necesita refugio, y tú como funcionario a partir de su relato constatas que se encuentra en una situación que justifica la protección, se le debe entregar inmediatamente la solicitud”. Luego de eso, debe llegar al comité técnico de reconocimiento de refugiados. Este analiza los antecedentes presentados, entrevista a las personas y determina si corresponde o no otorgar la condición de refugio. No fue el caso de Elizabeth y su familia. En la oficina de Extranjería a la que fue, no hubo constancia de que habían estado ahí ni de su intención de solicitar refugio. Ella cuenta que también les negaron hablar con un superior. “El funcionario que está en la puerta, después de escuchar dos minutos, les dice no, sabe que no puede solicitar refugio porque su caso no califica. Ahí incumple con la ley”, asegura Constanza Salgado, abogada del Servicio Jesuita al Migrante.
A Gladys y Antonio les ocurrió lo mismo cuando intentaron ingresar sus solicitudes. “Yo conté mi historia y ahí me salieron con que sin la autodenuncia de cómo entré a Chile no pueden proceder con el trámite”, cuenta Antonio. El exmilitar dice que al entrar les requisan los teléfonos y sólo se los devuelven a la salida. Él cree que lo hacen para que “uno no pase una grabación en donde ellos confirman que no pueden dar refugio si no tengo la autodenuncia”.
La exigencia de reportar el ingreso irregular al país para acceder al refugio contraviene la ley chilena sobre protección de refugiados, que indica que no deben ponerse requisitos previos. Pero el Servicio Nacional de Migraciones, dependiente del Ministerio del Interior, considera que esto “está enmarcado en la normativa vigente” y que “la autodenuncia es una herramienta útil que permite al Estado tener conocimiento de la presencia de la persona en Chile, sin necesidad de otro tipo de catastro”.
Rodrigo Bolados, abogado del Servicio Jesuita al Migrante para casos de expulsiones de extranjeros en Iquique, asegura que este prerrequisito de autodenuncia “opera como un chantaje institucional”. No solamente para efectos de asilo, sino también, por ejemplo, para mujeres embarazadas que ingresan por pasos no habilitados que no tienen su situación migratoria regularizada. “Les dicen nosotros atendemos su control de maternidad, pero vaya a autodenunciarse”, cuenta el abogado. Según explica, esto contraviene el principio de “no devolución” contemplado en la ley de refugiados, ya que por cada autodenuncia de ingreso irregular, se inicia un proceso administrativo que puede concluir en una orden de expulsión del país.
Como muchas de las solicitudes de refugio no se registran ni tramitan, es difícil saber cuántos migrantes llegan a Chile buscando asilo. Sin embargo, hay documentos que advierten una situación crítica. Una minuta estadística elaborada por el Servicio Nacional de Migraciones en agosto de 2021, muestra que el gobierno de Piñera recibió el año pasado 1.359 solicitudes de refugio. El número contrasta enormemente con las 5.700 que recibió en 2017 el gobierno de Bachelet. Pero no solo eso. Ese año se dio refugio a 171 personas, mientras que en todo 2020 y 2021, sólo se otorgó a 14.
Tras una solicitud de transparencia realizada por La Pública, la Subsecretaría del Interior entregó el informe del Programa de Naciones Unidas con los resultados de la misión que llevó a cabo para estudiar la situación migratoria. Esta fue encabezada por el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) en febrero del año pasado.
En sus conclusiones, Naciones Unidas dijo que el 62% de los entrevistados “refieren que el regreso a su país de origen implicaría un riesgo para sus vidas, integridad personal o la de sus familiares”. Además, alertó sobre los procesos de expulsión hasta esa fecha. Según el documento, al menos 23 personas expulsadas presentaban necesidades de protección internacional.
Con la ayuda del Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH), Elizabeth, Gladys y Antonio ingresaron recursos de protección a la Corte de Apelaciones de Santiago y alegaron que se vulneraron sus derechos consagrados en la ley de refugio. Necesitan que se tramiten sus solicitudes de protección internacional porque las autoridades en Venezuela los consideran desertores: volver al país pone en peligro sus vidas.
Si las solicitudes de Elizabeth, Gladys y Antonio se hubieran tramitado como indica la ley chilena, todos habrían recibido una visa transitoria por ocho meses y un documento de identidad para extranjeros, que les habría permitido legalizar su estancia y acceder a un contrato de trabajo.
El limbo
Con el inicio de la pandemia, la crisis migratoria llegó a puntos de ebullición. Sólo en los dos últimos años, los ingresos clandestinos suman más de 50 mil. En Colchane, las precarias condiciones de la ciudad y las personas que ingresan por pasos irregulares generaron el colapso de los recintos sanitarios y gatillaron hechos de violencia, como destrozos, robos y saqueos, incluyendo la toma de algunas viviendas. En Iquique las personas migrantes improvisaron refugios en plazas públicas, y en septiembre de 2021 fueron desalojados violentamente por la policía y días después una manifestación anti-migrante destruyó sus campamentos y quemó sus pertenencias.
Como dice Francisca Vargas, directora de la Clínica Jurídica de Migrantes y Refugiados de la Universidad Diego Portales, “Chile, el país del asilo contra la opresión, oprime a los asilados”. Pero el exdirector del Servicio Jesuita al Migrante, Miguel Yaksic, aporta un matiz relevante: esta es la primera vez que se enfrenta un flujo migratorio de gran magnitud. “El Gobierno tiene una tarea compleja, que es cómo resolver una presión migratoria muy fuerte para un país que tiene capacidades limitadas para cumplir con la ley”.
La crisis venezolana es una de las crisis humanitarias más grandes que vive el mundo. En medio de esta, a meses de dejar el gobierno, el presidente Piñera emitió una norma que autoriza a Extranjería a realizar un análisis de pre admisibilidad que la habilita a denegar la solicitud de refugio sin apertura de expediente o evaluación técnica de la situación migratoria, algo que el Poder Judicial ha declarado ilegal. Sandoval atribuye este cambio a un factor político: “Ante la llegada de un gobierno que tiene una mirada distinta, esta nueva normativa parece más una forma de evadir responsabilidades que una intención honesta de regular esta materia”.
Con el imperativo de “ordenar la casa”, el Gobierno chileno prometió deportar a 1.500 extranjeros en 2021. Sólo en abril de ese año, expulsó a 40 venezolanos por no regularizar su situación migratoria o por ingresar al país por pasos no habilitados. Los extranjeros deportados fueron vestidos con overoles blancos y chalecos amarillos. La imagen dio la vuelta al mundo. Unos meses después, el presidente de la Corte Suprema advirtió que las expulsiones colectivas son ‟medidas prohibidas por el derecho internacional de los Derechos Humanos”.
Aún así, el ministro del Interior Rodrigo Delgado, responsable político de la gestión migratoria, mantuvo la nueva impronta del presidente Piñera y acusó que quienes defienden la migración como un derecho “no se han hecho cargo de que aquí están ingresando delincuentes”. Según declaraciones del Gobierno, la mayoría de los venezolanos serían migrantes económicos y no refugiados. El ministro incluso advirtió que espera “que no haya recursos de protección en favor de estas personas”, refiriéndose a quienes deportarían.
Las leyes de Chile y sus autoridades parecen no encontrar un consenso, y diversos organismos continúan pronunciándose al respecto. Desde 2018 a la fecha, la Corte Suprema declaró ilegales las deportaciones de más de 700 migrantes porque hubo faltas al proceso legal o no se consideró la necesidad de reunificación familiar.
Para este reportaje, La Pública revisó 110 causas judiciales presentadas en Cortes de Apelaciones del país en contra del Departamento de Extranjería y su director Álvaro Bellolio por no recibir solicitudes de refugio. El objetivo es que el Poder Judicial ordene al Ejecutivo a tramitar las solicitudes que no fueron recibidas. Del total, 28 son por exigir una entrevista de pre admisibilidad no contemplada en la ley, y 82 porque la autoridad denegó la solicitud de refugio de manera verbal. En la mayoría de ellas, los funcionarios exigieron una autodenuncia por entrar irregularmente al país sin entregarles el formulario de refugio.
Hay 33 causas que ya tienen sentencia. En todas, el Poder Judicial ordenó al Gobierno iniciar el trámite de los solicitantes, indicando en sus resoluciones “una discriminación arbitraria e ilegal” de Extranjería. Una de esas causas es la de Gladys, quien ganó en la Corte y cuya solicitud de refugio está siendo analizada. Ella está segura de que si vuelve a Venezuela, los colectivos concretarán las amenazas en su contra, por lo que teme por su vida y la de sus hijos. Regresar a su país no es una opción. Consultado respecto a casos como el de Gladys, el equipo de Comunicaciones del Servicio Nacional de Migraciones se limitó a responder que “no se aprecia la irregularidad”.
En medio de estos cambios, cientos de migrantes como Antonio, Elizabeth y Gladys continúan cruzando el desierto de Atacama camino a Chile pagando a coyotes, evadiendo los controles policiales, y corriendo el riesgo de ser asesinados, con la esperanza de encontrar en Chile refugio humanitario. Según Naciones Unidas, el año pasado murieron 21 migrantes cruzando el desierto.
“Tú no sabes las ganas que tengo de volver a mi Venezuela”, dice Antonio. El exmilitar que se negó a disparar a manifestantes cuenta que con los trabajos que ha tenido pudo sobrevivir y cuidar de su esposa e hijo, a quienes no ve desde hace casi un año y medio. Él ahora está en Santiago y ha trabajado en una feria, ha sido repartidor de delivery y hoy es portero en un edificio gracias a que obtuvo un documento de identidad provisorio en un centro de salud. Antonio extraña a su familia, pero no quiere hacerlos caminar por días en el desierto y luego pasar por un proceso legal que ni siquiera resuelve su situación.
Hasta hoy, él, Elizabeth y su familia, continúan a la espera que la Corte dicte una sentencia sobre sus casos. Gladys sigue esperando la resolución de su solicitud de refugio.
* Esta historia fue realizada por Paulette Desormeaux y Catalina Gaete, corresponsales desde Chile para AQUÍ MANDO YO, proyecto periodístico y académico liderado por Dromómanos en México, El Salvador, Nicaragua, Venezuela, Brasil, Chile y Colombia, para entender los ataques a la democracia y las políticas autoritarias que afectan a la región.