Cartagena: entre el Olimpo de la cultura y la ambrosía del frito

Así se vivió el Hay Festival Cartagena 2025.

por

Gabriela Herrera


05.02.2025

ilustración por Nefazta / Fotografía de Gerson Gaviria

Cada año a finales de enero llegan a la ciudad dos tipos de personas: las que visitan el Hay Festival y los golosos que llegan con ilusión al Festival del Frito. 

Por desgracia, en ninguna rueda de prensa tuvimos la delicadeza de preguntarles a Salman Rushdie, a Gioconda Belli ni a las 190 personalidades de la cultura si preferían la arepa de huevo con cangrejo, la de mote de queso o la de posta cartagenera. La euforia de la sabiduría literaria y el encuentro casi espiritual entre los grandes dioses del olimpo cultural universal de nuestros tiempos nos nubló la vista para lo importante: el deleite del frito cartagenero y su sazón dionisiaco. El Festival del Frito, –así como el Hay Festival– debería ser una peregrinación cultural y patrimonial. 

Pero los titanes de esta ciudad llamada ‘la heroica’ dejaron hace rato de ser los dioses con lanza que batallan en prosaicas gestas. Aunque todavía quedan algunos cartageneros que siguen llamando al Teatro Adolfo Mejía como Teatro Heredia –por Pedro de Heredia, el despiadado conquistador–, mas por costumbre que por pleitesía, pareciera que la ciudad fuera indiferente a los guerreros que les clavan cuchillos en sus ojos, o las heroínas que lucharon ante Frentes revolucionarios y que caminan en Cartagena con ‘ángeles’, un grupo de guías jóvenes que los orientan para cumplir con su agenda cultural. Quizá sucede porque cuando se acaba el Hay, los cartageneros tienen sus propias trincheras, líneas de batalla y ritos espirituales.  Para una ciudad tal vez hastiada de ser ‘la heroica’, sus divinidades son personas que caminan junto a ellos, que cantan arrullos en sus escuelas y que hacen proyectos literarios en los barrios más periféricos donde la luz del Olimpo no suele alcanzar.

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La poesía de Lena Khalaf como registro de un mundo que permite el genocidio

Entrevista con la poeta palestina-estadounidense a propósito de su paso por el Hay Festival en Cartagena.

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El taxista que me llevó del Centro de Convenciones a Tierra Baja, una vereda del corregimiento de la Boquilla, me habló por primera vez del mítico festival gastronómico. “Pruebe la arepa de mote, esa no tiene pierde”. Se llamaba Humberto y vive en el barrio El Recreo. Me preguntó  por qué visitaba la ciudad en estas fechas. “Voy a un festival”, le respondo. “¿El de fritos? Yo voy con mis hijos, pero en la noche”. “No, al Hay Festival, es un evento sobre literatura”. “Uff, importante”, me responde sin hacer más preguntas. 

El Hay Festival se sitúa principalmente en el centro histórico de la ciudad. De allí a Tierra Baja son unos 30 minutos en carro. Del Festival de Fritos al Hay son 15 minutos a pie. Mientras esperaba a don Humberto, una mujer muy joven –que vendía cigarrillos y agua– me preguntó por qué había tanta gente saliendo del Centro de Convenciones. Me respondió con ese mismo tono de onomatopeya de don Humberto: “mm, ahh, uff, qué bien”. Y siguió ocupándose del negocio sin percatarse más de mí.  

El Hay Festival ofrece una programación especializada en el público estudiantil llamado Hay Joven. Se sitúa en instituciones educativas como la Universidad de Cartagena –en el Centro– y la Universidad Tecnológica de Bolívar, en Manga, a 10 minutos del Centro.  Hay otra programación para las comunidades de las zonas rurales de barrios como El Pozón, Pueblo Rey, Tierra Baja, entre otros, que denominan Hay Comunitario. ¿Pero acaso tener una etiqueta que diga ‘comunitario’ y otra ‘joven’ no segmenta y aumenta las brechas en una ciudad que está de por sí en desigualdad? Pensaba en esto cuando Don Humberto interrumpió su relato familiar para preguntarme dónde quedaba la biblioteca municipal de Tierra Baja, mi destino. “Sumercé, me dijeron que preguntemos en la plaza central”. “¿Cuál plaza, si aquí no tienen ni iglesia?”, me dijo.

Después de diez minutos de calles empolvadas y de hablar con varios habitantes que a esa hora disfrutaban los rayos tardíos del sol caribeño en sus chinchorros –y de envidiables gaseosas Kola Roman cuyo rojo intenso podría ser la verdadera ambrosía olímpica en aquella humedad–, dije la palabra clave: 

–¿La canoa literaria? 

–Sí, tiene que ir al fondo y allá gira a la izquierda –me dijo una chica de 12 o 13 años. 

La canoa literaria es un centro cultural de la comunidad que ha tenido un impacto clave en la formación literaria de los niños y jóvenes. Brindy Cantillo, su directora –con 22 años– es la gestora cultural de la región, lleva su camiseta blanca con el slogan del proyecto. Los niños que estuvieron en el reciente taller con la poeta del pacífico Mary Grueso seguían jugando en el parque alrededor de la estatua de un cangrejo monumental. Brindy les advirtió que se iba a una entrevista y no podía seguir jugando. Nos acomodamos en una de las sillas, que eran como bloques adornados con cuadros parecidos a los muralistas mexicanos. Fueron hechos por un artista local que también está allí con los niños, me señala Brindy. “Yo ahora me relaciono con el Hay como gestora pero hace 10 años yo era una de esas niñas que iba a los eventos. Yo esperaba con ansias que llegara finales de enero, era un mes que teníamos los niños de Tierra Baja para conocer a alguien famoso”, recuerda entre risas.

Brindy me ofreció agua al verme agotada del viaje. Se excusó de no atender mis llamadas porque no tenía señal. Le dije que no se preocupara y le conté mi hazaña para dar con el lugar, a través de preguntas en el camino. Pero pensaba en lo difícil que era participar de estos espacios para una persona que no era de la comunidad y especialmente, para un periodista que no quiera visitar el Olimpo.  Una colega me decía que estas actividades no son pensadas para gente externa. ¿Por qué?, me preguntaba. Si estos eventos no son para nosotros, también se podría pensar que los eventos del centro no son para ellos. ¿Hay Festival de ‘nosotros’ y Hay Festival de ‘ellos’? 

"Allí supe que los periodistas teníamos que tomar una decisión injusta: permanecer en la luz del Olimpo universal, o hacer parte del ritual olímpico cartagenero, donde el frito y la poesía se dan la mano"

Emanuel, uno de los niños del taller, escucha la entrevista y me explica. “Sí , me encantó mucho, hicimos varios talleres sobre un libro llamado Aguela se fue la nuna. Tenía unos cuentos muy chéveres, como el del niño que cogió muchas conchas para hacer una escalera para la luna”. Él es uno de los 50 estudiantes que participan en La canoa literaria. “Este evento ha sido uno de los más importantes del año. Nosotros imprimimos los libros de Mary Grueso porque no teníamos cómo comprarlos y hoy los niños estaban emocionados de verla”, cuenta Cantillo.

La gestora señala que aunque ha visto un claro interés del festival por acercarse más a la gente, hay algunas cosas que pueden mejorar. “Al momento de entrar en una comunidad se debe conocer un poco más. No solo es llegar sino que deben saber cómo entrar. Cuando el Hay logra hacer cosas como traer a Mary, está llegando a la gente en las comunidades y no imponiendo y presentando escritoras que no conocemos. Aunque sean muy famosas, no son cercanas”. 

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Al siguiente día visité El Pozón. Don Humberto me había cobrado sesenta mil pesos por todo el viaje. El transporte, la esperada y el chisme de sus ocho hijos, un paquete de viaje. Esta vez pedí consejos para tomar el transporte público cartagenero. Con una tarjeta prestada del Transcaribe y una serie de consejos que parecían simples para una ‘transmiusuaria’, empecé el camino junto a una colega. 

El Pozón, junto a barrios como Olaya Herrera, San Pedro y Libertad, hace parte de las zonas de mayor delincuencia en la región. En enero de 2025 hubo 24 homicidios en la ciudad. La última víctima fue asesinada en el sector los Lagos, en El Pozón, a quince minutos a pie del Instituto Politécnico, donde sería la actividad del Hay Comunitario. 

Para llegar había que tomar dos buses y caminar diez minutos. Primero había que soportar el chirrido ensordecedor del acordeón del bus en todo el camino. Desde la estación de La Bodeguita hasta el Portal, había que gritar para hacernos entender. Así que mi atención se dirigió a la ventana: el Castillo San Felipe, junto al cual en la noche iría a mi encuentro espiritual con los fritos, las bodegas de motos, los montallantas, ferreterías, bodegas mayoristas, el Olímpica y en cada calle, un señor  vendiendo jugos competía en su carrito con un motociclista diferente. A esa hora de la mañana, un vapor espeso se aplastaba en mis sentidos y sucumbía como gotas de agua sobre el cuello de todos los que íbamos en camino.

El conductor del bus no sabía dónde quedaba el colegio así que mi colega y yo estábamos aferradas a las indicaciones de Google Maps. Un señor escuchó nuestra confusión y trató de darnos indicaciones. Al otro lado del bus, una señora de trenzas abundantes nos señaló exactamente cuántas paradas nos faltaban. El hombre en manga sisa junto a ella sugirió otro camino. Se montó el debate sobre el mejor paradero para dos cachacas acaloradas. 

Finalmente, hora y media después, nos bajamos a unas cuadras. Antes de llegar al colegio, caminando a pie entre calles destapadas y perros costeños echados en la mitad de la vía, el nombre de un político estaba escrito en todo el muro. En el andén, bolsas de basura regadas y tiradas por todo el espacio. Un grupo de niños del ICBF se escuchaban en un coliseo aledaño. Pero ahí no era. Así que uno de ellos nos indicó la entrada del colegio a unos pasos. Vi la firma de Mary Grueso, que también estaba allí hablando de su libro. 

Allí Mary llevaba sus trenzas características y una camiseta blanca de rayas negras. Con esa descripción, parece que hablara de una niña. Y es que la poeta, narradora oral, escritora, activista, maestra y una de las voces más prominentes del pacifico colombiano, hablaba con la ternura de quien nunca perdió esa ingenuidad. El viaje de hora y media valió la pena para ver que las divinidades en Cartagena viajan por los colegios de las comunidades cantando arrullos. Los jóvenes del Instituto aplaudieron e hicieron fila por veinte minutos para tomarse fotos y firmas con la autora. Mientras veía esta escena, yo pensaba que Salman Rushdie estaba dando una rueda de prensa en ese instante en el Centro de la ciudad. De pronto una chica interrumpió mis ideas y me ofreció una carimañola. Era el refrigerio de la actividad. Allí supe que los periodistas teníamos que tomar una decisión injusta: permanecer en la luz del Olimpo universal, o hacer parte del ritual olímpico cartagenero, donde el frito y la poesía se dan la mano. La carimañola sabía a gloria.

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Hay muchas preguntas que los periodistas nos hacemos al final de un evento como el Hay Festival. 

Seguiremos yendo a las charlas de Salman Rushdie, a las de Gioconda y Leila Guerriero toda vez que vengan y no se crucen con los cantos de Mary Grueso. Tal vez las de Juan Gabriel Vazquez ya están un poco quemadas. Pero algunos periodistas culturales estamos cansados de venir a esta ciudad solo para meternos en fríos salones con aire acondicionado, en ruedas de prensa, sin tener la posibilidad de realmente estar en la ciudad. Pero no incluir esta programación en la agenda regular y dejarla en las últimas páginas del folleto o en categorías diferentes ¿no es contraproducente con lo que se propone el Hay, es decir, apostar a la formación del público cartagenero y promover la cultura como transformación social? 

Hace unos días, se celebró en este último lugar la inauguración del Hay Comunitario, una  conversación de las dos actrices de la película La suprema, moderado por la gestora cultural Andrea Arroyo. En este evento participaron miembros de organizaciones gubernamentales, medios de comunicación y hubo un gran aforo. Maria Angelica Franco, gestora y directora del proyecto Corporación literatura para todos, me contaba que sorprendió mucho la gran asistencia de las propias comunidades. “Fue increíble. Creo que el Hay está haciendo cosas importantes. A partir de este año, se brinda la posibilidad a todas las personas del departamento de Bolívar el día domingo a asistir a eventos de manera gratuita. Pero para poder gestionar esos procesos de desarrollo humano, el acceso es vital. Lastimosamente la cultura en nuestro departamento está restringida a ciertas franjas de población”, señala.

¿Pagar 60 mil pesos en Uber? ¿O aguantarse hora y media en Transcaribe para llegar? ¿Son estas las únicas maneras de llegar y participar en el Hay Comunitario? En ese sentido, pareciera que la única forma que tienen estos barrios de convertirse en lugar de peregrinaje para los asistentes del Hay, es únicamente en las inauguraciones, cuando ministros y personalidades del gobierno asisten a ellos. Estamos claros con la intención del Festival por llegar a otras zonas, pero deja incógnitas sobre el acceso en ambos sentidos. Hay que promover más el cubrimiento periodístico en barrios como Tierra Baja y  El Pozón.

Laura Romero, gestora cultural, señala algo muy importante. “A la vez que uno siente la barrera del elitismo que representa un evento como este, siento que es importante estar presente. Es una manera de mostrar que hay situaciones en Cartagena de las que no somos ajenos a plantear conversaciones. El evento se presenta en la ciudad, lo lógico es que Cartagena también esté presente no solo en lo geográfico sino que la gente construya ciudadanía dentro del evento”. 

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Pero aún queda una pregunta por hacer. 

Entre el Castillo San Felipe y el Cerro de la Popa, se celebraba el otro esperado Festival. El punto de encuentro era el Monumento a los Zapatos Viejos. Un colega y sus amigos me mostraron ese mundo oleoso y vallenatero que se celebra cada fin de enero mientras los periodistas hacemos preguntas super inteligentes al otro lado del castillo. Una muchedumbre perturbada por el vaho del aceite lo conduce a uno hasta los guardianes de esos santos griales. Hay casetas numeradas hasta no sé qué número. Yo llegué al 57 porque ahí se vendía la arepa de mote. Ese guardián, el vendedor, llevaba una camisa polo blanca tan pulcra como si en realidad vendiera ensaladas, sin una mancha de sudor pese a los 40 grados que habían –sensación térmica versión bogotana–. Su trabajo era acallar a esa turba famélica solo saciada hasta que sostenían las bolsas de papel pesadas y agujereadas por la grasa. Sin ocuparse de ningún Hay Festival, los cartageneros cantaban –aún con migas de cangrejo o del mote de queso en las comisuras de sus labios– a grito herido.

Le pregunté a mi amigo por qué había un monumento a los zapatos viejos. “Es en honor al poeta Luis Carlos López. Tiene un poema que habla de ellos como una oda a Cartagena”. Con una arepa de huevo en la mano, pensé, que los fritos y la poesía podían estar más cerca de lo que pensaba. 

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