Asamblea de Reflexiones: Un viaje para entender el 47 Salón Nacional de Artistas

¿Qué es un Salón Nacional de Artistas? Para encontrar la respuesta, Jerson Murillo recurre a sus propios recuerdos, pregunta a artistas, curadores y agentes culturales, revisa ediciones pasadas del SNA y rastrea cómo el formato ha cambiado con los años. Y descubre que solo hay una forma de saberlo: viajar al Cauca y vivir la apertura del 47 Salón Nacional de Artistas en Popayán.

por

Jerson Murillo


21.11.2025

Esta entrada hace parte de la columna «Prueba de artista con Jerson Murillo», un espacio donde se califican exposiciones de arte desde la mirada de un espectador. Si quiere ver los parámetros con que se califican las exposiciones, haga clic acá. Si quiere leer otras entradas de la columna, haga clic acá.

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Para quienes leen esta columna con regularidad, recordarán que en nuestro especial sobre la Bienal conté mi primer acercamiento al arte y a un museo con la frase: “Creciendo en Ciudad Bolívar, no tuve mucho acceso a la cultura. La primera vez que fui a un museo tenía 18 años”.

Hoy quiero contarles cómo me enteré de que existía algo llamado Salón Nacional de Artistas. La respuesta es honesta, chismosa y un poco cruel.

La controversia principal del mural del 45 Salón Nacional de Artistas ocurrió cuando un mural de Powerpaola y Lucas Ospina, aún en proceso y parte oficial del evento, fue borrado sin aviso por un empleado del Centro Colombo Americano. Como la obra incluía caricaturas de figuras políticas, el acto fue interpretado como censura. El Salón respondió con una carta pública de rechazo, y el hecho abrió un debate sobre la libertad artística, el miedo institucional al contenido político y los límites entre protocolo y control del discurso.

Ese Salón, titulado Al revés de la trama, revisaba las historias no oficiales del arte colombiano: las tensiones entre lo visible y lo oculto, lo institucional y lo marginal. Buscaba releer la historia del arte desde sus márgenes y desde los cuerpos invisibilizados.

Paradójicamente, se realizó en Bogotá: la ciudad más oficial del país, donde lo marginal suele ser más discurso que práctica. Podríamos citar algunos ejemplos, la no compra de La Bachué, de Rómulo Rozo, por parte del Banco de la República y el Museo Nacional, o los años recientes en que los discursos indigenistas se volvieron tendencia, con exposiciones como Sembrar la duda (una de las muestras más débiles producidas por el Banco). Y, por supuesto, el 46 Salón Nacional de Artistas.

El 46 SNA prometía descentralización, escucha territorial e innovación. Pero dejó otra cosa: una muestra involuntaria de cómo la cultura institucionaliza el desconcierto. Un río lleno de discursos pero sin cauce visible. Un presupuesto desproporcionado frente a su impacto real. Controversias por el uso instrumental de comunidades indígenas. Invitaciones y desinvitaciones arbitrarias. Episodios de acoso contra quienes denunciaron esas prácticas.

¿Que es actualmente el Salón Nacional?

En los últimos años, el SNA ha cambiado de manera significativa. Y no solo en lo logístico: cambió la forma en que el Estado representa el arte colombiano.

Uno de los giros más profundos fue el paso del sistema de jurados —convocatorias y selección por mérito— a modelos curatoriales dirigidos por pequeños comités. Ya no se busca reunir un panorama amplio del arte del país, sino construir una narrativa temática. Esto permite profundidad conceptual, sí, pero también concentra el poder y reduce la diversidad.

Otro cambio es la descentralización. El Salón dejó de hacerse siempre en Bogotá y empezó a itinerar. En teoría, un avance. En la práctica, resultados desiguales: algunas comunidades participan realmente; en otros casos, la descentralización queda en lo simbólico.

El nuevo formato también introdujo residencias, talleres, procesos pedagógicos y programas de investigación. Esto amplía el alcance y alarga los tiempos del SNA, pero dispersa recursos y dificulta evaluar su impacto.

El encuentro que terminó siendo una asamblea

En mayo asistí en la Javeriana a un encuentro para replantear los Salones. Lo que debía ser un espacio de reflexión terminó convertido en una primera asamblea improvisada sobre los problemas de nuestro gremio: discusiones sobre estímulos; el sindicato MUTAR reclamando condiciones para mediadores (lógico, siendo un sindicato de mediadores), y una ausencia notable de otros agentes artísticos.

También hubo protestas y choques de ego de un colectivo que reclamaba no haber sido elegido como curador del Salón. Se habló de siembra, resiembra y cosecha. Y yo salí preguntándome, honestamente, por qué seguía siendo importante el Salón.

Ese día me llevé una copia del catálogo del 46 SNA —logré que Jaime Cerón me lo firmara de manera casi cómica—. Lo leí con disciplina: solo encontré charlatanería institucional sobre el “éxito” del evento. La duda continuaba.

La nostalgia del Salón

Para intentar resolverla, pregunté a varias personas mayores del campo artístico en Bogotá qué significaba el SNA para ellas. Las respuestas eran repetitivas:

“El Salón Nacional era bueno como antes.”
“El premio impulsaba carreras.”
“Era en Bogotá y todos podíamos verlo.”
“Era por los artistas y para los artistas.”

Y añadían que hoy “ya no vale la pena” porque ocurre en “pueblos”, porque “el arte contemporáneo es malo”, porque antes sí había pintura, dibujo y escultura… y, por supuesto, alguna anécdota sobre Antonio Caro.

El sindicato, primer premio del Salón Nacional en 1978.

Yo terminaba provocándolos:
“Te gusta el arte solo cuando pasa en Bogotá. Eso dice mucho de tu idea de comunidad en un país de 50 millones de habitantes.”

Y si lo que extrañan es el premio, les decía:
“Quizá no son fans del arte, sino de los premios”.

A fin de cuentas, ese premio fue durante décadas uno de los pocos estímulos del país, y convertirse en artista dependía muchas veces de tener relaciones con la élite cultural. Por eso, quienes aman los premios suelen detestar los programas públicos de estímulos que hoy permiten que artistas de distintos territorios aparezcan.

Camino al Kauka

Mientras tanto, las cuentas de Instagram del Ministerio, de la Dirección de Artes y del Salón se llenaron de publicaciones sobre el 47 SNA, completamente situado en el Cauca. Las repasé para entender su propuesta. Más que cronogramas, esos posts mostraban una filosofía.

El eje conceptual se llama KAUKA: Asamblea de mundos posibles. Un proceso colectivo y vivo, ligado a la ancestralidad del Cauca. Una curaduría que propone romper modelos jerárquicos y privilegiar la escucha y el trabajo con saberes afro, indígenas y campesinos.

La programación se dividía en tres momentos:
Apertura en Popayán, Santander de Quilichao y Puerto Tejada: asambleas, recorridos, cocinas colectivas, fiestas populares y performances.
Encuentros de Mundos Posibles: una semana de conversaciones, rituales, talleres y acciones performativas.
Cierre con una balsada comunitaria en Guapi.

A esto se sumaban cinco componentes: exposición expandida, residencias, recorridos territoriales, prácticas vivenciales (mingas, tongas, palabreos) y un eje editorial. Más de cien participantes configuraban un proyecto ambicioso.

Ese relato oficial me dejó con una única decisión: viajar al Cauca. Ir a vivir mi primer Salón Nacional de Artistas y comprobar si todo eso era cierto.

De manera autogestionada, sin intención de hablar con curadores ni funcionarios, con una maleta llena de sueños, hambre de arte y empanadas de pipián, salí rumbo a Popayán.

Bienvenidos al Kauka

El viernes 24 de octubre, después de madrugar en El Dorado y aterrizar en Cali —quería llegar el día anterior para parchar e ir a algunas exposiciones, pero los vuelos fueron cancelados por la niebla— desayuné en la Panadería Baraka, la mejor de Cali (gracias por el sándwich para el camino).

Tomé una de las chivas designadas por el Ministerio de Cultura que salían desde Lugar a Dudas, rumbo a Popayán. Un viaje de seis horas que normalmente dura tres (por el pare y siga), una sobredosis de charlas de arte y un aguacero monumental. Llegamos a la ciudad blanca: tranquila a simple vista, pero mientras íbamos en la chiva habían pasado demasiadas cosas.

El concierto de inauguración no me emocionaba: Velandia y La Tigra tocan casi cada mes en la Nacional; es probablemente la banda que más he visto en mi vida. Después de saludar gente conocida y tomarme un trago, decidí explorar la zona. Paredes blancas y blancas. Menos una.

En esa pared ocurrió esto.

Era la iglesia contigua al concierto. No voy a hablar de vandalismo al patrimonio; dejémoslo a alguien que sepa más de eso, como Mario Omar, del LEAP. Estamos aquí para hablar del concierto y del Salón.

Pregunté a varias personas qué opinaban del concierto. Estas fueron algunas de las respuestas:

“Es importante tomarse la iglesia; la religión está apoyando el Estado sionista de Netanyahu.”
“Paredes blancas, mentes blancas.”
“Estoy a favor de la protesta, pero pacífica. Nuestra ciudad vive de estos muros.”

En resumen: además de quienes viajamos a Popayán, casi nadie sabía qué era el Salón Nacional de Artistas. Tres horas de concierto, discursos, baile, Velandia a todo ritmo… y solo al final una funcionaria recordó que al día siguiente se abrían las exposiciones. Hubiera sido útil que alguien lo mencionara más de una vez. Había unas mil personas en el concierto; al día siguiente, después del lleno total del acto de inauguración de la dirección de artes del Ministerio, en la sala de exposición, no eran más de diez, sin contar al equipo de producción.

Me encanta la idea del Salón; es especial. Pero en medio del ánimo de cambiarlo todo no se puede olvidar cómo se convoca a un público tan particular como el de Popayán. El concierto falló. Y para alguien que reniega tanto de la Universidad Nacional, me sentí como en un jueves de Freud, pero en otra ciudad.

Popayán

Después de un desayuno payanés y de revisar cómo la iglesia amaneció repintada (nunca había visto pintar tan rápido), inicié una maratón de exposiciones. Destaco:

Museo Nacional Guillermo Valencia: lanzamiento del mapa de la red de museos campesinos. Claro, útil, hermoso.
Galería del Barrio Bolívar: activación gastronómica con zapallo como protagonista: crema, mole, jugo, dulce.

Foto: Tony Beltrán

MAMPO: obras de Jean Lucumí, Luz Adriana Vera (una pieza que ya había visto en Bogotá), la gráfica del proceso Pai —que también tenía una bellísima exposición en la Casa del Empedrado—, María Isabel Rueda, Juan Sebastián Rosillo, y la gran bandera de Gerson Vargas sobre la piscina del museo con el mensaje: EL FUTURO LO CONSTRUYE EL TRABAJO COLECTIVO.

Foto: Tony Beltrán
Foto: Tony Beltrán

Casa Museo Guillermo León Valencia: una de mis muestras favoritas. Cuatro fantasmas del Cauca y del país: Sebastián de Belalcázar, Puerto Resistencia, el Estallido Social y la caída de monumentos en Colombia.

El domingo fue imposible moverse: la consulta del Pacto Histórico movió la programación y una tormenta eléctrica —más fuerte por la abundante presencia de hierro en el suelo— obligó a aplazar todo.

Santander de Quilichao

El lunes tomamos chiva rumbo a Santander de Quilichao. Allí los ánimos y el drama de Popayán se fueron calmando. Durante los primeros días en Popayán, entre periodistas culturales había tensiones sobre sus propias producciones. En Santander de Quilichao, todo el mundo pareció disfrutar.

Más que resaltar lo artístico, quiero contar una anécdota: en el espacio donde estaba el proyecto de Astrid González, una señora mayor se me acercó, feliz, y me dijo:

“Hace muchos años tuve que mudarme a Cali por la violencia en nuestro pueblo. Aunque vivía en el norte, me encantaba ir a La Tertulia. Hace mucho tiempo no iba a una exposición. Gracias por traerme una.”

Se me rompió el corazón. Ese es el valor de llevar arte a estas regiones.

Foto: Tony Beltrán

Dominguillo

Ese mismo día, tras 30 minutos más de chiva, llegamos a Dominguillo. Ahí estaba —para mí— la mejor exposición del Salón: en la capilla Santa Bárbara, un lugar marcado por la corrupción de un cura blanco y la posterior justicia por mano propia de la comunidad afro.

Joyce Rivas Medina presentó una reflexión poderosa sobre los contratos de la época de la esclavitud, acompañada por los cantos de mayoras que resonaban en el espacio. Una exposición de cinco estrellas.

Foto: Tony Beltrán

Puerto Tejada

Regresamos a Santander y luego tomamos otra hora de chiva hasta Puerto Tejada. Más allá de la exposición —otra muestra de Joyce Rivas Medina junto a Alexandra Idrobo y Shirlene Malambo, que personalmente no me gustó— lo mejor fueron las actividades performativas: La tonga de las dos aguas, un recorrido a la orilla del río donde líderes sociales narraron historias de lucha, cuidado y territorio. El cierre incluyó música y una clase de esgrima con machete, un ejercicio que involucró a mujeres, padres y jóvenes del municipio.

Foto: Tony Beltrán
Foto: Tony Beltrán

Esa misma noche viajamos a Cali para regresar a casa.

Bogota D.C

Estas semanas, después de regresar del Cauca, han surgido dos fuerzas opuestas que buscan lo mismo: moldear mi opinión sobre el Salón. Unos presionan para hablar bien; otros, para hablar mal. Los primeros, porque compartimos viaje y entusiasmo. Los segundos, porque desde Bogotá detestan lo que el Salón se ha convertido.

Yo prefiero hablar desde lo que vi, no desde lo que otros quieren que diga. Esa es mi única lealtad.

KAUKA: Asamblea de mundos posibles — 47 Salón Nacional de Artistas (Apertura)

★★★★★ — Excelente. Candidata a Exposición del Año.

Propuesta de valor: ★
Ir al Cauca vale la pena. Los espacios, las obras, las activaciones: todo está pensado territorialmente. El equipo curatorial y de producción logró algo raro en Colombia: coherencia.

Componente pedagógico y académico: ★
Activaciones, talleres, conversatorios, visitas guiadas… y ninguno sobra. Algo poco común en un país que suele confundir “programación” con “relleno”.

Compromiso con el público casual: ★
Cuando la curaduría se piensa desde el territorio, las obras dejan de ser decorado conceptual. En Popayán y en Santander todo cobra sentido: del derribo de monumentos al proyecto de reivindicación afro de Nolan Oswald Dennis.

Atención del espacio: ★
El Cauca ganó por goleada: hospitalidad, cuidado, disposición. Lo que en Bogotá suele ser protocolo, allá fue natural.

Mediación: ★
Un nivel altísimo. Difícil encontrar algo parecido en Bogotá, donde la mediación suele pensarse como un trámite universitario y no como un puente real.

El problema

Tenemos un Salón de cinco estrellas, con obras contundentes, producción impecable y mediación extraordinaria. El tipo de programa que Bogotá celebraría con orgullo si ocurriera en su centro cultural favorito.

Entonces, ¿cuál es el problema?

Aquí va la parte incómoda.

En casi todos los eventos éramos los mismos: el mismo pequeño grupo de periodistas, artistas, gestores y entusiastas. Fuera de ese círculo, muy poca gente. Es decir, el Salón Nacional de Artistas, pese a su despliegue, apenas está siendo visto.

No se trata solo de que las artes plásticas sean un nicho —eso ya lo sabemos—, sino de que ni un evento de esta magnitud logra romper la burbuja. Algo falla cuando un programa diseñado para ampliar públicos termina hablándose a sí mismo. Y lo más grave: en regiones donde este tipo de exposiciones deberían generar curiosidad, orgullo y conversación, casi nadie sabía que estaban ocurriendo.

Por eso nace la pregunta: ¿para quién está hecho realmente el Salón Nacional?

Si la experiencia artística es sobresaliente, si el territorio responde con hospitalidad, si la producción y la mediación funcionan… y aun así el público no llega, el problema no es el arte, ni el Cauca, ni la descentralización. El problema es la estrategia.

Y mientras nadie lo asuma, seguiremos celebrando entre nosotros un evento magnífico que, en la práctica, se volvió invisible.

En Bogotá funcionan las publicaciones en redes sociales: es casi la única forma de invitar. Pero en ciudades como estas, ¿cómo opera realmente la comunicación?
¿El voz a voz?
¿El perifoneo?
¿Los líderes comunitarios?
¿La radio local?

Hay que pensarlo con más seriedad.

Llevamos meses hablando de siembra, cosecha y resiembra. El Salón es, sin duda, tierra fértil para ese proceso. Pero no se puede sembrar nada sin convocar públicos nuevos.

Está bien que en redes sepamos en tiempo real lo que ocurre. Pero es increíble que esa información llegue más rápido a quienes seguimos al Ministerio en Instagram que al transeúnte del Cauca. Ya vimos el Salón; yo ya fui. Es muy bueno. Pero no tienen que demostrarle nada al medio: ustedes no son la BOG25, no son la BIAM; no tienen el mismo propósito (o al menos eso creo).

Gracias a todas las personas que hicieron posible nuestro viaje al Cauca: a quienes me compraron totebags, litografías y billetes para convertir esta aventura en algo real.

A Sara Martínez; a la Panadería Baraka, por su apoyo emocional y alimenticio durante la travesía; a Gerson Vargas y a la comunidad de Puerto Resistencia. A Alex Rodriguez y los chicos del Proceso PAI, ver mis carteles ‘’Malicia de Barrio’’ regados por el centro histórico de Popayán es especial.

A Isabel Turga y a su abuelo, gracias por la paciencia.

A Edison Quiñones y Estefanía García Pineda; a Joyce Rivas Medina y a Jenny Díaz Muñoz, por la compañía de chiva en chiva.

Entre chivas y exposiciones, gracias a todos los que me soportaron en este viaje. Espero que no sea el último y que los próximos podamos hacerlos en mejores condiciones y con menos preocupaciones económicas.

Quedan más historias en el camino por contar.

Muchas gracias por leerme.

Jerson Murillo
Artista / Estudiante de la Universidad Nacional de Colombia. Mi trabajo busca facilitar espacios que movilizan la reflexión, generando experiencias relacionales que cuestionan narrativas sobre el territorio, sus habitantes y sus luchas. Ahora comento sobre exposiciones. @jersonmurillolive

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