La fachada del Concejo de Bogotá se impone como otra más de las grandes edificaciones de concreto que tiene la ciudad. Pero por dentro lo que contrasta es su claustro antiguo, la casona grande alrededor de patios internos, espacios amplios y unos toques en madera de antaño.
El salón, en el que se reúnen los cuarenta y cinco concejales de la capital de la república a debatir la legislación referente al presente y al futuro de la ciudad, tiene espacios claramente divididos por bancadas y cada curul cuenta con computador, micrófono y un gran y cómodo sillón para cada uno de los cabildantes. Allí, en plena sesión me recibió el concejal más antiguo de Bogotá: el abogado Jorge Durán Silva.
“Excúseme que se me había olvidado que tenía una ponencia hoy a esta hora. Pero si no tiene afán le ofrezco una de las curules del Consejo para que se siente y me espere. No me demoro, soy el segundo en hablar”, me dijo. Y así fue. Me senté a su lado en uno de los tantos puestos que quedaban vacíos en la sala ya que, como es de esperar, a estas sesiones asisten tan solo un poco más de la mitad de los concejales.
El primero en hablar fue otro de los miembros del Partido Liberal. Simplemente leyó y en repetidas ocasiones levantó su cabeza para observar que nadie en la sala le prestaba atención. Ni siquiera lo hizo quien estaba a su lado, su compañero de bancada Durán Silva, que se dedicaba a repasar las ideas que pocos minutos después debía presentar.
El siguiente, entonces, fue Durán. Se levantó de su asiento y se dispuso a hablar en el micrófono ubicado en frente de la sala. Comenzó a leer y no llevaba siquiera dos minutos, cuando el presidente del Concejo lo interrumpió para pedir orden en el recinto. Sin embargo, la situación no mejoró. Cada cual estaba en lo suyo, unos hablaban con otros e incluso se reían a carcajadas, algunos estaban concentrados en sus celulares, otros andaban englobados en sus pensamientos y sólo unos cuantos en ciertos momentos miraban al Concejal que hablaba en frente de ellos.
En los 20 minutos que duró su ponencia, dos veces el presidente del Concejo pidió silencio, en tres oportunidades el concejal mismo solicitó que le escucharan y en dos ocasiones más sonó la campana que llama al orden en la sala. Así es; este es el desconsolador panorama en el que un grupo de personas, democráticamente elegidas, supuestamente proponen soluciones para mejorar la caótica Bogotá en la que hoy vivimos.
Terminó su discurso y, en el camino de retorno a su puesto, algunos de sus colegas, con un poco de cinismo, lo felicitan por lo que había dicho. Pero ciertamente solo podían tener en su mente las palabras tributos y reinserción, las que el concejal más había repetido en su ponencia.
Me invitó a salir de sala, y en plena sesión pasamos por enfrente de todos para llegar a una puerta que separaba el ruido del silencio y el desorden del orden. Afuera, sin lugar a dudas, todo estaba más tranquilo, más callado y puesto en su sitio.
Es un hombre oriundo de Garzón, del departamento del Huila. Llegó a Bogotá desde que estaba niño, cuando la violencia lo desplazó de su casa porque su familia era Liberal, pero su pueblo Conservador. Tras su formación como abogado en la ciudad, el primero de enero de 1978 pisó por primera vez el Concejo de Bogotá.
Son ya 36 años en esta labor y asegura haber visto de todo. “Por aquí han pasado administraciones muy malas, pero también otras muy buenas”, y a propósito se ensaña en despotricar de la actual, la del señor Gustavo Petro. Con orgullo dice que él no votó por quien hoy tiene en sus manos la capital de la república y asegura que como se dice en su tierra “no hay mal que dure 100 años ni cuerpo que se lo resista. Menos mal cuatro años pasan rápido y espero que en las próximas elecciones las personas no se dejen influir por el populismo y elijan un verdadero planificador de la ciudad”.
Cuando hace estas afirmaciones, su mirada es firme y a un punto fijo de la pared blanca que tenía en frente. Con su penetrante y fuerte voz recalca que está cansado de la falta de planeación que tiene la ciudad; que según el cabildante es el mayor problema que tiene Bogotá, que la tiene amarrada, incluso más que la mismísima corrupción.
Y con esta última afirmación llegó a la conversación la palabra que no podía faltar: corrupción. Parecía que él hubiese preferido no mencionarla en los 30 minutos en que lo tuve en frente, pues cuando surgío, cortantes y un poco evasivas fueron sus reacciones.
¿Considera que el Consejo está amarrado a una clase política corrupta?
– No. Los ciudadanos de forma libre votaron por las personas que quieren que los representen.
¿Y en cuanto a las acciones que los concejales realizan una vez ya están elegidos?
– Sólo respondo por mis actos públicos y privados, no por la actitud y decisiones de otros.
¿Y qué tiene por decir frente a las acusaciones recientes que usted enfrenta por estar supuestamente involucrado en uno de los escándalos de corrupción más grandes que ha tenido la ciudad: el Carrusel de la Contratación?
– Si no tuviera mi consciencia tranquila, no estaría hablado con usted.
Como si ya las tuviera previstas; así fueron la mayoría de sus respuestas. Un libreto que ya no está en papel, sino en la mente, producto de sus 36 años de experiencia, y del que ya es muy difícil de sacar.
Sus años en la intuición no han pasado en vano. Es evidente que su experticia está presente en su manera de hablar y de mirar. Es sin duda, la capacidad de expresión, la que ha jugado un papel preponderante en su estrategia reeleccionista. Según Durán, todo consiste en no olvidarse de la gente, en ir y hablar directamente con ellos para que se sientan escuchados. Como él mismo lo recalca, eso le ha permitido ser el concejal con más apoyo electoral; y con la frente en alto, producto de su orgullo, señala que en cada ocasión su votación es más alta.
Sin embargo, las palabras no siempre han jugado a su favor. En más de una ocasión sus expresiones han suscitado estupor y revuelo en los ciudadanos, y por supuesto en los medios de comunicación que han puesto en evidencia su fuerte y, en ocasiones, desatinado carácter.
En el 2006, ante la discusión de un proyecto sobre los derechos y deberes de la comunidad LGBTI en Bogotá, el cabildante dijo: “No podemos expedir normas que realmente van en contra de las buenas costumbres de la ciudad”. En el mismo tono, se refirió el año pasado cuando los ofendió al decir: “Que me manden una dama que le guste los hombres, no que le guste las mujeres; porque eso sí, no me gusta que me manden de esa clase de mujerzuelas”.
También, a mediados del año pasado, se expresó de manera inadecuada en plena sesión del Concejo cuando recalcó, por el desorden, que la institución se estaba convirtiendo en “una merienda de negros”.
Y ante ello era necesario saber su opinión. Pero nuevamente una evasiva fue su respuesta. “No hay nadie que le haya dado más voz que yo a las comunidades minoritarias”, cuando le pregunté en repetidas ocasiones y explícitamente por estas tres afirmaciones.
Sin embargo, las palabras no han sido lo único. Sus acciones también lo han colocado en el ojo del escarnio público. Un particular escena, nunca antes vista en la institución, es la que permite a muchos Bogotanos distinguir a este experimentado y a la vez polémico cabildante.
En la administración de Juan Martín Caicedo en la década de los noventa, Durán silva, en plena sesión sacó un revolver para amenazar a otro concejal con quien argumentaba; afortunadamente la cosa no pasó a mayores.
Este hombre que ya refleja en su cara y su caminar los años, ha sido, es y seguirá siendo uno de los más reconocidos personajes de la política bogotana. Con decisión y franqueza afirma que desde que la vida se lo permita seguirá tomando decisiones por Bogotá; por aquella ciudad a la que, según él ,se encuentra amarrado.
*Estefanía Avella Bermúdez es estudiante de Antropología. Esta nota se hizo en el marco de la edición Bogotá Amarrada en la clase Laboratorio de Medios del CEPER