El reloj marcaba las 05:28 de una tarde húmeda en Rio de Janeiro. Es el 28 de junio de 2014 y en el asiento 21 de la fila Z del bloque 109 del Estadio Periodista Mário Filho un colombiano en llanto, sin camisa por la emoción y con todos los ojos de la tribuna puestos encima suyo, celebraba con gritos que parecían llanto el gol más bonito que hayamos visto en este país. Pocos conocen a este estadio por su nombre original. Se trata del famoso Maracaná, históricamente ligado a las entrañas del fútbol uruguayo, y en el que Colombia y Uruguay peleaban su paso a cuartos de final.
La alegría de aquel hincha colombiano no era para menos. Un minuto antes, a las 05:27 de la tarde, un cucuteño de 22 años, en un movimiento de astro, de superdotado, de fenómeno, le había roto el arco a Fernando Muslera, el buen guardameta uruguayo que, ni haciéndose de goma, logró detener un balón que se incrustó para siempre como escombro en el corazón de tres millones de uruguayos y que desató lágrimas de felicidad en otros 47 millones, pero esta vez de colombianos. Era 1 a 0. Colombia iba uno, Uruguay iba cero. Eran los octavos de final del Mundial de Brasil.
La Selección Colombia, esa misma selección que fracasó durante los últimos 16 años en su intento por asistir a un Mundial –y las tres veces por escasos uno o dos puntos de diferencia frente a Uruguay–, empezaba a narrar otra historia gracias al talento de la zurda prodigiosa de James Rodríguez y decía, esta vez, que Colombia estaba arriba y que Uruguay estaba abajo.
Escribía, con ese ímpetu de futbolista ambicioso y en letras doradas, que el equipo de José Néstor Pékerman seguía de largo en su ya épico andar en el Mundial de Brasil. Escribía también que el equipo de camisa celeste, glorioso campeón mundial en 1950 en este mismo estadio ubicado en la Avenida Presidente Castelo Branco de Rio de Janeiro, tenía que empezar a pensar en tomar el siguiente vuelo de regreso a Montevideo.
Ese mismo colombiano que no logré reconocer a las 5:28 de la tarde era, a la una de la tarde de ese día, un mar de nervios y ansiedad, como lo éramos todos los colombianos que en segundos empezamos a vestir de amarillo las gradas del Maracaná. Fue desde la una de la tarde que nos sentamos a esperar a que el reloj diera las cinco de la tarde y, como si lo supiéramos de antemano, estábamos sentados justo detrás del arco donde ese balón dirigido, o mejor, teledirigido por James Rodríguez, estaba por reventar la ilusión uruguaya y disparar el delirio colombiano.
Presintiendo lo que iba a suceder esa tarde en Rio de Janeiro, me osé a pagar 600 dólares estadounidenses por una entrada que, a precio de venta normal, costaba 150. El día del partido hubo quienes pagaron hasta 1000 dólares por entrar al Maracaná; y hubo otros que, instalados desde hace días en la estación de buses Novo Rio de la ciudad carioca esperaban entrar al estadio…sin un peso en sus bolsillos. Era como si todos supiéramos que, esa tarde, bajo los 26° centígrados de temperatura, y 74% de sensación de humedad, el césped del Maracaná de Rio de Janeiro sería testigo de la mayor hazaña del fútbol colombiano.
La intuición previa cobró forma cuando James, el crac absoluto del equipo colombiano, se dejó ver bailando serpentinamente en una esquina del templo del fútbol brasileño con sus 10 compañeros, que más que compañeros parecen sus amigos de la infancia. Fue ese gol, que no gol, golazo, el que apaciguó los impulsos nerviosos que resultaban incontrolables desde los días previos a los que Colombia debía enfrentar al equipo de la garra charrúa.
Los nervios, fundamentados en la rica historia mundialista de Uruguay, y en esa estrecha y fervorosa relación casi religiosa de los uruguayos con este templo del deporte rey en Brasil, se denotaban en los hinchas del equipo cafetero. En fútbol, por lo mostrado durante todo el torneo, Colombia era más; por historial, o por camiseta como se dice popularmente, Uruguay no iba a perder, no podía perder, y mucho menos en esa cancha de fútbol.
Y ellos lo sabían, pasadas las dos de la tarde una centena de uruguayos, tres horas antes del pitazo inicial, todos con la cara pintada y cubiertos en pelucas celestes, se sentaron en ese sector del estadio y le coreaban a los colombianos, sin parar, sin dejar de saltar, una y otra vez los versos que, hoy en día, y ya lejos de tierras brasileñas, siguen retumbando en mis oídos: ¡Ganá una Copa la puta que te parió!, Ganá una Copa la puta que te parió! O ¡Volveremos, volveremos, volveremos otra vez, volveremos a ser campeones, como la primera vez! Coros que contrastaban con los familiares, timoratos y poco intimidantes cánticos colombianos ¡Oe Oe que mi Colombia va a ganar!, seguido de un poco agraciado ¡Se vive, se siente, Colombia está presente!
No se equivocaban los uruguayos con sus versos: Uruguay tiene dos títulos de la Copa del Mundo en su haber, uno en 1930, en la primera edición celebrada en su país, y otro en 1950, contra Brasil. Sí, contra Brasil y en el Estadio Maracaná, en lo que se denominó mundialmente como el Maracanazo. Dos títulos que, si bien tuvieron lugar hace más de medio siglo, elevaron al seleccionado de fútbol de Uruguay a la categoría de equipo mundialista. Uruguay estaba en la cúspide del fútbol mundial; Colombia no, ni siquiera se acercaba al lugar de los equipos vistosos de los mundiales.
Ese prontuario estaba claro, y Colombia no estaba en él, pero no contaba esa historia con que, siendo las 06:05 de la tarde, cuando ya el cielo de Rio de Janeiro tapó el sol que la cubrió durante todo ese día, un joven de 26 años, nacido en Necoclí, en el departamento de Antioquia, se elevaría por encima de toda la rígida y oficiosa defensa uruguaya para tocar con su cabeza de rizos oscuros un balón que manso y juicioso rebotó a escasos metros del arco celeste, esperando a que alguien la soplara. Y quien la iba a soplar, quien si no él, el de la zurda mágica, el maestro con cara de niño James Rodríguez. La sopló, la acarició, se infló la red y el Maracaná, todo de amarillo, fue el Carnaval de Barranquilla en la ciudad del carnaval más famoso del mundo.
De Juan Guillermo Cuadrado a James y de James, disfrazado del ausente Falcao, para Colombia. Era 2 a 0.
Era 2 a 0 en el Estadio de Maracaná; era Colombia arriba, más arriba que el Cristo del Cerro del Corcovado, y era Uruguay abajo, ya hundido en lo más profundo de las aguas de las playas de Copacabana. En el asiento 21 no hubo llanto de gol; hubo gritos de gol, sí, hubo abrazos de gol, sí, pero por encima de todo, ese gol significó la posibilidad de quitarse de encima todo el nerviosismo, la presión y toda la zozobra que generaba enfrentar a los uruguayos. Fue la alegría pincelada de amarillo en todo Maracaná, en todo Rio de Janeiro y en todo Colombia.
Ya en los últimos minutos, cuando la derrota uruguaya parecía no tener vuelta atrás, de las gradas del majestuoso Maracaná empezó a bajar un sonoro ¡E – LI – MI- NA – DOS! Para sorpresa de todos, el coro, fuerte y ruidoso al mejor estilo brasileño, venía en portugués: eran brasileños, eran miles de brasileños que presenciaban como un puñado de valerosos colombianos, dirigidos por un admirable argentino, vengaban lo sucedido el 16 de julio de 1950 cuando un uruguayo, Alcides Ghiggia, le robó el alma a 200.000 brasileros que ese día ocupaban, muertos en vida, los mismos asientos que aquel 28 de junio de 2014 ocupábamos miles de colombianos que, llenos de vida, disfrutábamos de una alegría con forma de balón de fútbol.
En 1950 fue Ghiggia para Uruguay. En junio de 2014 fue James Rodríguez, con su cara de impúber, pero con alma y brío de gigante, el que silenció a todo Uruguay e insertó a Colombia, para siempre y sin posibilidad de retracto, en la historia del fútbol mundial, y la envió de un zapatazo al altar en donde se recuerdan a los grandes equipos mundialistas.
Ahora el reloj marcaba las 08:00 de la noche y el delirante colombiano del asiento 21, ya con su camiseta mejor puesta que antes, casi en mofa le dedicó un verso a un grupo de uruguayos de caras largas que seguro, no olvidarán jamás: ¡Uruguayo, uruguayo, que amargado se te ve, lo del Maracanazo no lo volverás a ver! Le salió en minutos, pero parecía preparado desde 1950.
*Alberto Dominguez es estudiante de la Universidad de los Andes, donde hizo la Opción en periodismo del CEPER.