“Soberanía y diseño” es un libro que recopila objetos y algunas historias de la ruralidad colombiana. Abre la discusión sobre el diseño al margen de la industrialización. Reseña.
por
Isabella Daza
15.12.2025
Fotografía del libro origianal. Todas las fotos fueron tomadas por Isabella Daza.
Soberanía y diseño en la ruralidad colombiana (1983-2023) es un libro que recupera una tesis de grado de dos diseñadores, María Patricia Córdoba y José Ignacio Vélez, una jóven pareja que en 1983 emprendió viaje por la Colombia rural en búsqueda de los objetos creados en territorios lejos de las urbes, de la globalización y de las modas contemporáneas. Un recorrido por lugares donde “permanecían intactas las manifestaciones de vida sencilla (…) el entorno proveía los materiales para resolver muchas necesidades básicas de los pobladores, y la gente aportaba imaginación y trabajo para aprovechar lo que la naturaleza les ofrecía en beneficio de subsistencia”.
Córdoba y Vélez recorrieron desde Sucre hasta Huila, pasando por veredas, bosques, ríos y montañas. Se encontraron con la gran diversidad de ecosistemas que tiene Colombia y, con ellos, se dieron cuenta de cómo las personas de los distintos territorios se adaptaban a las condiciones del entorno, creando con lo que les ofrecía el paisaje, y guiando sus vidas a los ritmos propios de la naturaleza, para poder sobrevivir con ella. En este viaje documentaron herramientas, mobiliario, ornamentos, vehículos, a través del dibujo y la narración, donde registraban los nombres, los materiales, las medidas, la forma de creación y construcción, e historias de quienes los hacían.
Esto pone en tensión lo que se ha definido como diseño: el diseño no es solo lo que las revistas internacionales y la industria nos quieren vender, ni lo que la academia profesa y se regodea; el diseño también son como dice en el libro: “ideas que la gente del común ha creado (y materializado) para sobrevivir, para sobreponerse a las dificultades de su entorno, soluciones sencillas que se convierten en objetos mágicos de la cotidianidad”. Los objetos rurales que documentan no son respuestas toscas a carencias industriales, sino sistemas de conocimiento social, natural y material complejos. En ellos se condensan decisiones formales, estrategias de uso, lecturas ecológicas del entorno, comprensión del cuerpo, adaptación a necesidades específicas y una ética del sostenimiento que se aleja radicalmente de la lógica capitalista del “usar y desechar”.
Comparar nuestros objetos con los estándares del diseño industrial internacional —o peor aún, intentar producir para encajar en los cánones modernos— relega nuestros ejercicios creativos, profundamente situados y con larga tradición histórica, a categorías despectivas como “empírico” o “vernáculo”, como si carecieran de intención, metodología o agencia, esos criterios que supuestamente definen al diseño “legítimo”. Esta mirada reduce la apropiación sobre nuestros propios diseños y sobre su relevancia cultural y técnica; genera poco interés por preservarlos, estudiarlos y comprender sus prácticas y contextos; y finalmente los empuja al olvido, reemplazados por mercancías genéricas que nada tienen que ver con la vida del territorio.
“Los muebles de la casa hacen parte de la historia familiar. Nadie olvida las sillas perezosas donde pasaban horas y revivían los ánimos. La familia sabe que antes que los pequeños pudieran sentarse en la mesa con los grandes, ellos tenían sus propios muebles, hechos para su tamaño. Taburetes, tabureticos. Bancos, banquitos.” Un ejemplo de esta homogenización y olvido de las creaciones locales que vemos en el libro, es que conozcamos a la perezosa como reclinadora, a la flojera como mecedora, nombres genéricos de los mercados globales y no por sus nombres locales. También que cuando vayamos de viaje ya no veamos esos taburetes, tabureticos, bancos, banquitos, sino que las sillas que más veamos sean las rimax.
Al reactivar el archivo cuarenta años después, el proyecto se vuelve un ejercicio de memoria: un reconocimiento de que esos modos de habitar y hacer, lejos de ser reliquias, contienen respuestas urgentes para el presente. En tiempos en que la globalización homogeniza las mercancías y el capitalismo profundiza desigualdades sociales y ecológicas, estos objetos hablan de otra relación con el mundo: una relación de suficiencia, de circularidad, de respeto por el material, de reparación y reinvención constante. Cada solución técnica creada con herramientas locales se opone a la dependencia tecnológica. El diseño rural no es pobre: es autónomo.
Descolonizar el diseño
Dos ejemplos de esto son las narraciones de Primitivo y Santiago. Primitivo era un pescador sin afanes, que extraía solo lo que necesitaba del mar y sus alrededores, comprendía los ritmos de la naturaleza y convivía con ellos. Él creaba balsas, arpones, agujas y dominaba el arte de reusar y esperar. Santiago era un tallador de totumos, su destreza era tradición familiar, hablaba de suficiencia “siempre habrá totumos que tallar” y enseñaba sus saberes sin recelo alguno y con una gran generosidad. Él tallaba y creaba cucharas, coladores, platos y pocillos. Este material natural, que tenía gran durabilidad y versatilidad, y cuando se acaba su vida útil se degradaba sin problema en la tierra.
Aquí, la soberanía no aparece como un concepto jurídico ni como un ideal abstracto. Es una práctica: la capacidad de un pueblo de producir sus propios objetos, de sostener sus propios sistemas materiales, de no depender de lo que el mercado global dicta como necesario (Córdoba, Vélez). Soberanía es poder hacer con lo que se tiene; es no quedar atrapado en un modelo aspiracional que nunca estuvo pensado para nosotros.
Reconocer nuestros objetos como diseño: darles el estatus, el valor y la legitimidad que históricamente se les negó por prejuicios coloniales e industriales, y construir conocimiento sobre ellos es un acto político. Algo que hace muy bien este libro. Cada herramienta inventada, cada intervención manual, cada adaptación ingeniosa es una manifestación de inteligencia práctica y de creatividad técnica que, en otros contextos, sería llamada innovación.
Reconocer a las comunidades rurales como sujetos de conocimiento —y no como vestigios de un pasado folklorizado— es urgente para Colombia. Es un paso para desmontar la colonialidad del diseño y para recuperar la agencia sobre nuestras formas de habitar.
En el libro hay un punto cuestionable, la extensión temporal implícita en el título. Aunque el libro se presenta como un recorrido 1983–2023, no hay una investigación detallada sobre las transformaciones en esos cuarenta años, solo el proceso de difusión de la tesis en exposición, una segunda mirada al material y la nueva vida de los autores. Sería valioso saber qué ha cambiado, qué se ha extinguido, qué persiste a pesar de la presión globalizadora. También habría sido más potente ceder el protagonismo a las comunidades, que son las que sostienen y renuevan estos saberes, y no tantos detalles sobre los investigadores y sus vidas. Pero aun así, el proyecto logra algo fundamental: abrir un archivo que no debería haberse cerrado nunca.
Sin embargo, es un libro muy fácil y lindo de leer y contemplar. Es una invitación a descolonizar el diseño desde sus raíces, a escuchar a quienes siempre fueron diseñadores sin que la academia les diera ese nombre, a reconocer que en los pliegues de lo rural habita una inteligencia material que no sólo desafía la modernidad, sino que la rebasa. Es también un llamado a reconfigurar la relación con los objetos: a llamarlos con sus nombres locales, a dejar de verlos como mercancías que deslumbran y comenzar a pensarlos como expresiones de mundos posibles, como prácticas de sostenibilidad y como estrategias de sobrevivencia.
Es un recordatorio de que el futuro del diseño en Colombia no estará en replicar modelos globales, sino en volver a mirar lo que el país ha sabido hacer desde siempre.