La película colombiana que está en boca de todos vuelve a reactivar el debate sobre la distribución y exhibición del cine en el país.
por
Pedro Adrián Zuluaga
periodista y crítico de cine
04.09.2025
La película Un poeta, el segundo largometraje del director antioqueño Simón Mesa Soto, acaba de hacer match. ¿Con quién? En primer lugar con el público colombiano de salas de cine, que venía siendo esquivo a las películas nacionales. Pero también con la crítica espontánea de redes sociales, que ha convertido la historia de un poeta fracasado en tema de conversación de los últimos días. Y, por último, y no lo menor, con el hombre más poderoso del cine en el país, Munir Falah, el presidente de la distribuidora y exhibidora Cine Colombia, la empresa más antigua del sector cinematográfico colombiano, que se fundó en 1927 en Antioquia y ha sido capaz de sobrevivir por ya casi un siglo a todos los cambios de época, gobierno y legislaciones, sin apenas rasguñarse.
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En su primer fin de semana, momento clave para el éxito y la permanencia de un estreno en salas de cine, Un poeta llegó a la cifra de 31.240 boletas vendidas, por encima incluso de las estimaciones iniciales del CEO de Cine Colombia, que el día de su estreno pronosticó que llegaría a las 22 mil. En esas mismas horas anunció, a través de su cuenta en Twitter, que usa prolijamente, que como distribuidor de la película y luego de un esfuerzo logístico notable, Cine Colombia había logrado que la película llegara a 76 pantallas.
La polémica creció silenciosamente al echarle sal a varias heridas, recientes e históricas, y activó una conversación cuyo principal eje es el lugar de las películas nacionales en las salas de cine y el ambiguo papel de Cine Colombia que, contrario a la generosidad mostrada con Un poeta, ha tenido una política corporativa poco amable, por decir lo menos, con el cine colombiano, y que se ha amparado para esa obstrucción en la libertad de mercado o en lo que ellos mismos llaman “las dinámicas de la industria”.
Como respuesta a unas dinámicas de la industria supuestamente incontrovertibles ha revivido la urgencia de pensar en las cuotas de pantalla para el cine colombiano, un mecanismo contemplado en la legislación existente pero que no ha contado con la voluntad política y empresarial para implementarse. Tomemos algunas cifras del propio Munir Falah para demostrar que hay un contexto y unas circunstancias favorables para avanzar seriamente en su discusión y reglamentación.
Escribió Falah que en 2025 se han estrenado 43 producciones colombianas, incluidas en la cifra total de 270 total películas estrenadas en Colombia durante el año. “Tristemente –dice el empresario–, las 43 producciones colombianas solamente han contribuido con 121,723 entradas a cine, de un total de 33,754,562 entradas a cine en Colombia. […] Ninguna de las 43 películas superó las 22,000 entradas […] en todo su recorrido estimo que Un poeta superará la cifra total de todas las entradas logradas por las 43 películas, es decir, los 121,723 espectadores. Si se logra, será un éxito para Un poeta. Qué satisfacción”.
¿Por qué Un poeta sí y las 43 películas colombianas restantes no han capturado el amor de los espectadores? Cine Colombia habla de potencial de público como si esto fuera un hecho objetivo, pero todos sabemos que no lo es. Munir Falah dice que desde el comienzo Un poeta le sorprendió por sus mensajes positivos, y, en últimas, lo conquistó. Otras películas colombianas, al parecer, no han tocado su corazón. Pero no podemos asegurar que eso sea un problema de las películas o, por el contrario, expresión de un poder omnímodo que hace pasar como gusto colectivo sus propios prejuicios. Sin las salas de Cine Colombia, sin garantía de estar o de permanecer en ellas, películas nacionales con potencial real de ensanchar su público han sido sacrificadas. Buenos ejemplos son Adiós al amigo o La suprema, sacadas prematuramente de una parte importante del circuito de salas. Lo escribió el productor Manuel Cortázar Cortés: estas dos películas y otras más han visto frustrada la posibilidad real de que la gente las pueda ver antes de ser enterradas en horarios invisibles y “salas marginales”. “El círculo vicioso perfecto: no la exhiben, no recauda, ergo ‘no tenía potencial’”, concluye.
Las cuotas de pantalla y las tradiciones y traiciones de Cine Colombia
Las cuotas de pantalla no son una solución milagrosa, entrañan peligros y pueden generar un efecto bumerán. Pero esas dudas no deben seguir siendo una disculpa para pasar de agache ante la urgencia de una medida que, bien implementada, puede ayudar a revertir las tendencias a la baja en la asistencia del público a ver las películas colombianas. Por supuesto, también es importante considerar otros riesgos, probar narrativas, fortalecer circuitos de exhibición con arraigos sociales y culturales distintos a los del cine comercial, y experimentar más y mejor en las campañas de promoción (muchos distribuidores ya lo hacen, pero se enfrentan a la falta endémica de salas). La campaña de marketing de Un poeta ha sido, al menos, osada; crearon el deseo de verla.
Vamos a un repaso a vuelo de pájaro por una historia a veces poco heroica y que, por eso mismo, es necesario recordar. La opción u obligación de mostrar cortos en salas, con una reglamentación ambigua, por ejemplo, llevó en décadas pasadas a exabruptos como la exhibición hasta la saciedad del tristemente célebre La taza de té de papá, más conocido como el corto de la diarrea. La actual exhibición de cortos en salas, antes de los largometrajes, amparada en la Ley de Cine 814 de 2003, que es una suerte de cuota de pantalla, demuestra palmariamente la capacidad de Cine Colombia para acomodar la ley como mejor le convenga. Por exhibir cortos de una calidad muy discutible, Cine Colombia (y las demás salas del país) reduce el 6.25% del 8.5 % que debe aportar como contribución parafiscal al Fondo para el Desarrollo Cinematográfico-FDC, principal recurso para el estímulo público al cine hecho en Colombia.
Para muchos colombianos, el cine nacional es ese contenido insufrible que se vio por obligación hace unos años y cuya quintaesencia fue la diarrea de Jörg Hiller, o el contenido plano y convencional que es lo que normalmente se ve ahora, antes de cada función. Así que la cuota de pantalla debe ser reglamentada con toda suerte de prevenciones que eviten que Cine Colombia y los demás exhibidores la cumplan pasando bodrios que se ajusten a su gusto muy conservador y limitado.
Cine Colombia tiene una larga trayectoria de traición al cine colombiano. En sus primeros años (décadas de 1920 y 1930), un simpático gerente antioqueño contagiado del ímpetu empresarial de sus paisanos justificaba la decisión de la empresa de no gastar energías en el cine nacional diciendo que a ellos lo que les gustaba era que por un lado del proyector entrara la película y por el otro saliera la platica de la boleta, con lo que quería decir que el negocio era exhibir, y exhibir cine extranjero. No en vano, Cine Colombia nace de la absorción de la empresa de los Di Domenico, los primeros exhibidores de cine en el país, que sí tuvieron durante al menos una década la ilusión de producir cine colombiano y que realizaron El drama del 15 de octubre, primer largometraje nacional hoy desaparecido pero ampliamente reivindicado como leyenda.
En los años ochenta, los abogados de Cine Colombia se las arreglaron para que la compañía dejara de pagar el importe correspondiente a FOCINE. El resultado: la desfinanciación de la que por entonces era la institución estatal de apoyo al cine nacional, lo que abrió el camino para su liquidación en medio del experimento neoliberal del gobierno de César Gaviria y su famoso kínder, del que hacía parte Mauricio Vargas, el ministro de comunicaciones liquidador, hoy furibundo uribista.
En el nuevo siglo, Cine Colombia fue determinante en la aprobación de la Ley de Cine en 2003. Como escribió Manuel Cortázar Cortés, se quedó con la mejor parte. Los generosos descuentos en la cuota parafiscal del FDC, ya mencionada, y ninguna obligación real de apoyar al cine colombiano. Es una trampa retórica o un exceso de cinismo que hablen de libertad de empresa y mercado mientras se benefician de trabajar con un producto cultural protegido. En 2007, Carlos Llano, gerente de distribución, me dijo en una entrevista para la revista Kinetoscopio que el día que hubiese más de 10 películas nacionales para exhibir, eso iba a representar un problema para Cine Colombia: no habría salas para tanta producción.
Ya se llegó a ese punto pronosticado por Llano (quien ya no trabaja para la compañía), pero el problema es para las películas colombianas: salas es lo que hay, pero en un amplio porcentaje están cooptadas por los compromisos con el cine norteamericano. Por eso es que Cine Colombia aplica la selección natural al cine colombiano. Hoy, le interesa poco más que una película nacional al año (ya sea El otro hijo, Malta o Un poeta), a la que apoya en distribución, y para casi todas las demás: freno de mano. Una verdadera vocación del monocultivo, típica del empresariado más reaccionario.
Los méritos de Un poeta
Es una lástima que una película apreciable, arriesgada y propositiva como Un poeta se vea inmersa de rebote en esta polémica. La mala leche del rey Midas Munir Falah, que por elogiar su oro parece querer llenar de mierda al resto del cine colombiano, se puede devolver en forma de animadversión a la película dirigida por Simón Mesa Soto y producida por Manuel Ruiz Montealegre. Sí hay vampirismo de las élites, también hay canibalismo entre iguales, y ambas cosas corroen el alma nacional. Mesa Soto y Manuel Ruiz Montealegre son profesionales con un genuino amor por el cine. Como el poeta Restrepo de la película, han pasado por desiertos y malas rachas. Mesa Soto enfrentó una crisis creativa luego del estreno de su opera prima, Amparo. Un poeta redirige su cine a otros lugares y búsquedas; he sido testigo de la conexión real que la película logra con muy distintos públicos, sin soberbia ni autoengaño, con la simple capacidad de leer los signos contradictorios de una época y de una ciudad, y de darles una forma reconocible, incluso a veces esquemática. No es una película perfecta. Ruiz Montelaegre viene de producir, por ejemplo, el enorme cine de Nicolás Rincón Gille, fundamental como arte de la memoria y la resistencia. También produjo Un varón, opera prima del bogotano Fabián Hernández. Son, además, dos personas marcadas por su aprendizaje y trabajo en las dos universidades públicas más grandes del país: la Universidad Nacional y la Universidad de Antioquia, que hoy mantienen dos programas de cine muy vitales, tal vez los mejores de Colombia. El modelo del éxito en cine no tiene porqué ser el de Un poeta (hay otros caminos y otras búsquedas posibles), pero a veces es bueno también reconocer y alegrarse por los logros de los demás. Es como si en Colombia hubiéramos desaprendido eso. Un poeta hace humor con temas muy sensibles y pone en el foco de su crítica a la demagogia cultural, los excesos del activismo y el buenismo en la representación de la marginalidad social. A veces interpela nuestras convicciones. Nos recuerda que es importante incomodarnos o reírnos de nuestras tragedias. Esto último no siempre es banalidad, a veces es una forma real de resistencia.