Durante varios años, Lorenzo Morales —periodista, profesor de periodismo y fundador de esta revista— se dedicó a recorrer Bogotá, entrar en casas y hablar con sus habitantes. Habló con muchas personas: personas que llevan toda la vida en un mismo lugar, que viven solas o que viven acompañadas, que viven en apartamentos minúsculos o en edificios completos. Personas que sus historias quedan impresas en lo que guardan en los cajones y lo que cuelgan de sus paredes. Todo para responder una pregunta: ¿Qué dice de nosotros el lugar en el que habitamos? El resultado «Adentro: vida en Bogotá», una colección de relatos del periodista Lorenzo Morales sobre habitantes de Bogotá publicada en noviembre de 2020 por la Universidad de los Andes. Estos textos inspiraron una exposición que estará abierta en el Museo de Bogotá hasta junio de 2021.
Aquí pueden ver la presentación oficial del libro con Lorenzo Morales, Nadège Mazars y Mateo Pérez:
Publicamos una de esas historias: la de los habitantes del pabellón de salud mental del Hospital San Juan de Dios.
Una vida loca
Los pacientes ya no están. Los sacaron poco a poco. A los que tenían familiares los entregaron y a los que no, los remitieron. Los consultorios se vaciaron, los doctores y las enfermeras no volvieron. El pabellón de salud mental del Hospital San Juan de Dios quedó abandonado a comienzos del año 2000, cuando los empleados dejaron de recibir sus sueldos y el famoso centro médico público, fundado en 1723, entró en liquidación.
Viejos trabajadores del hospital, gente en sano juicio, tomaron el lugar de los pacientes con depresión y psicosis. Eduardo trabajaba en el área de mantenimiento. Eran sesenta trabajadores que hacían de ebanistas, soldadores, ornamentadores, barrenderos. Se necesitaba mucha gente para mantener en pie los veintitrés edificios del hospital en los que trabajaban 3.640 empleados. No faltaba, por ejemplo, una chapa desajustada, una repentina gotera, un bombillo fundido, el dintel de una ventana podrido, una ambulancia pinchada. Eduardo recibió el último sueldo en septiembre de 1999. Las deudas empezaron a ahogarlo hasta que perdió su casa en Engativá. Además tenía que hacerse cargo de sus tres hijos, una niña de dos años, otra de trece, un muchacho de veinticuatro, de su mujer y de su suegra.
Decidieron irse a vivir al hospital, aunque ya estaba cerrado. Pensaron en una estrategia y recordaron que los fines de semana dejaban entrar a gente del barrio a jugar en la cancha de fútbol que aún se conserva en el lugar. “Nos disfrazamos de futbolistas y entramos escondidos en un camión lechero, con el trasteo a bordo”, recuerda Eduardo, un hombre afable que ante las penurias sentía su ánimo descolgarse en picada. Tomaron posesión del pabellón psiquiátrico que, según Eduardo, era el que estaba en mejor estado, uno de los más nuevos del complejo hospitalario. “Era el más bonito, al lado de la morgue”, dice. Se instalaron en el segundo piso, en el único consultorio amplio con baño privado. Al lado había una cocineta que servía de cafetería y otro baño que hoy usan de lavandería. “La primera noche estuvo feo”, interviene Cristina, su mujer, que tuvo abuelos acomodados y no podía creer que estuviera usurpando en secreto las habitaciones vacías de un hospital. “No sabíamos si habría represalias”. Les cortaron el agua y la luz. Se consolaron pensando en las otras familias de antiguos empleados que vivían en las habitaciones del hospital universitario, en los corredores del banco de ojos, en el pabellón de quemados, en los talleres de prótesis. Aguantaron diciéndose que sería temporal; pronto le pagarían a Eduardo los sueldos que le debían y podrían recomponer su vida afuera. Nadie podía ser tan terco para atrincherarse en esas condiciones.
Pero la vida se fue ajustando y los días se fueron sumando sin solución; se volvieron semanas, meses y años. Del vecino barrio Policarpa se solidarizaron con los ocupantes del San José y empezaron a suministrarles electricidad por cables clandestinos. El sindicato del acueducto, bajo cuerda, les reconectó el agua.
Las dos niñas se criaron en esa extraña vivienda, reclamaban una vida normal. Tomaron el consultorio 205, aún sin goteras, y lo volvieron su cuarto. Pusieron un letrero en la puerta: “Dos feas aquí”. Crecieron jugando en los potreros que ya nadie podaba, trepando en los pinos centenarios y lúgubres que hace poco alguien impunemente ordenó talar, en las escalinatas de la iglesia clausurada, frente a la estatua blanca y sin manos de la Virgen María y entre los callejones oscuros de las ruinas del viejo hospital. Una infancia inmerecida en una escenografía de ensueño. Ahora, las niñas, ya adolescentes, no quieren fotos. Tienen amigos normales afuera y les da vergüenza que se sepa que viven asediadas por la humedad y las goteras en un pequeño consultorio psiquiátrico abandonado.
La penuria los obligó a reinterpretar los viejos muebles del hospital: una mesa de instrumentación ahora soporta la estufa a gas portátil, un botiquín de pared ya no guarda sedantes y antipsicóticos, sino drogas para la tos e inhaladores para los pulmones de Eduardo que sufre de epoc. Un dispensario metálico se volvió biblioteca, aunque todavía hay en él sondas para el suero y tabletas expiradas de Prozac. Una mesita de noche para enfermos sigue de pie en el cuarto vacío en el que durmió su suegra hasta el día que murió de una neumonía; no resistió la humedad. Hay cajas con probetas y tubos de ensayo, diagramas detallados del cerebro y una brilladora oxidada que alguna vez mantuvo los pisos con el destello reluciente de la asepsia clínica. Está también el robusto y amplio escritorio de las enfermeras, empotrado en medio de un gran salón. “Ahí Andresito hacía sus tareas”, recuerda Cristina, con nostalgia, y mira el escritorio como si su hijo, que estudiaba Artes en una escuela pública, siguiera sentado allí, haciendo las tareas. En uno de los cajones de ese escritorio están todavía las camisas de fuerza de algodón con el nombre del hospital estampado, esas que se usaban para trincar a los indomables, a las histéricas, a los que les quedaba algún resto de voluntad y sensatez. “Una de las niñas una vez se disfrazó de loca con eso en Halloween y fue la sensación”, recuerda Cristina, que ahora contempla esas camisas de fuerza como si, de alguna manera, la apretaran. Una carretilla de jardinero ahora se usa para hacer fogatas en las noches frías y a veces un asado. “Todo eso es del hospital”, dice Eduardo, con un cierto pudor por lo ajeno. Reconoce que nada de lo que lo rodea ni las cosas, ni los espacios, ni el techo es de él, pero entonces ¿de quién? Nadie sabe. Las escrituras del gran hospital pertenecen a una fundación que ya no existe. La alcaldía amenaza con expropiar, la gobernación de Cundinamarca dice que si lo quieren, le tienen que pagar. La vieja clínica tiene tantos entuertos, deudas y pleitos que, aunque sigue ahí de pie pero desmoronándose, es como si ya no fuera de nadie.
La naturaleza es la única que ha venido reclamando lenta y silenciosamente su legítima propiedad sobre el hospital. En el viejo patio que recorrían en círculos paranoicos, esquizofrénicos y los olvidados buscando solaz a sus tormentos, una frondosa planta de guatila empezó a crecer como una enfermedad. Como en una pesadilla claustrofóbica, la planta se devoró el patio central, se enredó en los árboles y arbustos hasta asfixiarlos y ahora trepa por los muros con sus ramas pegajosas y sus tentáculos espiralados. Cubrió las ventanas y se metió por los postigos y las tuberías.
Esa toma irrevocable la completa el agua que se cuela con una dedicación neurótica por los techos y las paredes. En los muros crece una lama verde, llena de matices inesperados, desde oliva oscuro hasta un refulgente verde, y dibuja extraños paisajes. Las paredes y los techos que han resistido a la lama se están despellejando como la piel de un quemado, las puertas huecas e hinchadas por la humedad han estallado, y hasta los gruesos dinteles metálicos de algunas puertas están carcomidos por el óxido. En el piso de linóleo se han formado pequeños espejos de agua. No hay suficientes baldes para atajar tantas filtraciones.
Para estar en pleno centro de la ciudad, entre la Avenida Caracas y la carrera 10ª, el hospital abriga el silencio de un bosque encantado. Se escucha el graznido de las mirlas, el viento que mece las copas de los inmensos urapanes que aún siguen en pie y —aunque hoy no está lloviendo— el tic, glup, toc, plaf de las goteras, con sus distintos timbres acuosos, dependiendo de donde revienten: en los charcos, en el cuero sintético de las sillas abandonadas de la sala de espera, sobre los escritorios de madera o en el pozo de los baldes. En época invernal el agua baja por las escaleras de granito como una cascada. La humedad ha atraído a una legión de caracoles que se alimentan de las hojas de la guatila y dibujan con su baba carreteras brillantes que se entrelazan y cruzan en los techos y paredes de la casa. “Da tristeza, pero en las noches uno los pisa sin darse cuenta y suenan como una galleta. Pobrecitos, les dolerá”, se lamenta Cristina.
A la entrada de su casa, del pabellón, digamos, han instalado barricadas con viejas puertas, escritorios y sillas, como una última forma de resistencia. Es también su manera de dibujar los linderos de los “apartamentos” que las últimas familias ocupan y además les sirve para mantener a raya los perros abandonados por las familias que ya se fueron. Ahora deambulan, medio salvajes, por los potreros, solos o en jauría, y juegan, como los niños, en las ruinas.
Por una escalera portátil de aluminio, Eduardo y Cristina suben a la cubierta. Con una escoba gastada empujan el agua que se aposa en el techo y que se filtra al interior de su casa. Pero la batalla está perdida. Sobre los cuartos instalaron un sobretecho con tejas de zinc que los mantiene a salvo, pero el agua es terca y empieza ya a encontrar su camino hacia abajo. Desde la cubierta, mirando hacia el oriente, se ve el viejo edificio de la morgue, y hacia el occidente, la cúpula de la iglesia del hospital. Contemplando las ruinas desde allí, Eduardo recuerda que ambos nacieron en este hospital cuando era una ciudadela de salud insigne. Se hacían investigaciones para luchar contra la malaria y otras enfermedades tropicales, y fue el semillero del programa Mamá Canguro, que hoy en día salva a millones de neonatos en el mundo. “Yo nací en este hospital, vine a trabajar a este hospital y, cómo es la vida, terminé viviendo aquí”, dice Eduardo, interrumpido a veces por una tos seca, del pecho. Cuenta que aquí mismo lo bautizaron. Desde esa cubierta se ven también los cerros y la iglesia de Guadalupe. “Allá llevamos las cenizas de Andresito”, dice Cristina, mirando hacia las montañas. Su hijo fue víctima de la misma ignominia corrupta que acabó con el hospital y quebró la salud pública. Lo tuvieron dando vueltas de una clínica a otra durante diecisiete días con un dolor punzante en el abdomen. “Lo pasaron a cirugía cuando ya qué; se le habían reventado los intestinos”, recuerda su mamá. Murió de una apendicitis que se volvió peritonitis de tanto esperar. “Le hicieron el paseo de la muerte”, concluye.
De las treinta familias que vivieron más de una década en este hospital abandonado ya sólo quedan tres. Las batallas legales, las amenazas de expropiación y desalojo y la decrepitud de los edificios en los que dormían las fueron expulsando de a pocos, a cuenta gotas. “La resistencia se fue marchitando”, dice resignado Eduardo. “Porque esto ha sido una lucha”.
Pronto se tendrán que ir. Eso les dijeron, otra vez. A fin de cuentas, como dijo Cristina mientras ojeaba los álbumes con fotos en blanco y negro de sus abuelos —prósperos hacendados de otro tiempo—, “sólo queda el olvido, ¿no?”. Ya no queda ni el nombre del pabellón. Las antiguas letras en bronce atornilladas en la piedra las arrancaron, y la única manera de recordar qué funcionó allí es uniendo mentalmente los puntos huecos que ahora forman una constelación vacía y apagada.
Bogotá, 2016