En esta tercera versión de la saga del uribismo en el poder presidencial, el papel que interpreta el actual presidente es un rol sin diálogo. En esta nueva fase de fascismo light en las ciudades y de fascismo duro en las provincias, la palabra del presidente ha dejado de ser importante.
A estas alturas, nadie espera nada de las elocuciones de Iván Duque, pero el hombre nunca decepciona: además de las noticias falsas, y las medias verdades o mentiras y media de las cifras que recita, o los ripios que conducen al género cada vez más copioso del meme presidencial, lo que Duque entrega, involuntariamente, son sus gestos, solo sus gestos.
Una curaduría del gesto podría extenderse en ejemplos, pero, para efecto de brevedad, una sola obra de pocos segundos podría bastar para mostrar a Duque en el su papel de presidente en toda su potencia.
La acción sucede en la Casa de Nariño, como si por fuera de ese palacete encantado, sin ese pastel arquitectónico anclado en el país decimonónico, Duque, el hombre, no fuera nada más que un tipo común y corriente que pasaba por la calle rumbo a un trabajo anodino y resultó tentado por un flautista mefistofélico que lo puso, como a un actor libreteado, en la casa estudio de este reality del poder.
El gesto inaugural de Duque sucedió hace un año, el 7 de agosto de 2018, el día en que comenzó su película como presidente: luego de los discursos y la posesión, en la recepción palaciega que tuvo lugar ante una inmensa minoría de invitados, el gesto se hizo cuerpo cuando Duque recibió a su “presidente eterno”. El expresidente, y ahora senador, Álvaro Uribe se hizo esperar, prefirió aplazar el gustico de pasar a saludar a su pupilo y decidió llegar casi de último al desfile de personalidades, cuando ya la mayoría de la fauna política de lagartos y delfines había hecho su genuflexión ante el besamanos del poder y Duque, empalagado con las mieles del banquete presidencial, tal vez había olvidado quién o qué lo había puesto ahí.
En la imagen vemos al presidente que da un paso adelante para recibir al expresidente cuando entra al salón palaciego. Duque luce casi asustado, sus ojos se ven vidriosos, sus pupilas totalmente abiertas, sus cinco sentidos imantados ante cualquier atisbo de reacción de la persona que tiene enfrente.
Los hombres se tocan, sus brazos a 45 grados pasaron del saludo de mano a una cuadratura más cordial, pero Duque es quien hace el amarre más fuerte. Duque agarra a Uribe como si no lo quisiera soltar, como si se fuera a caer sin esa ayuda, como si buscara irradiarse y obtener una energía de la que carece.
Esta tenaza dura pocos segundos, Uribe hace una torsión hacia su izquierda para romper la llave del judo varonil y pasan a un breve abrazo, Uribe da a Duque las palmaditas en la espalda de rigor, un aleteo machorro que intenta restarle al apretón su carga homoerótica.
Uribe rompe de nuevo el estrujón pues da la impresión de que Duque podría quedarse, con su lacrimal húmedo, sobre el hombro del otro, por toda la noche y hasta por los cuatro años que siguen.
Uribe, con las manos libres, señala algo con su dedo por fuera del espacio personal de ambos y lo comenta, Duque, nervioso, se rasca el cuello, responde, pero no parece ser oído, y mira hipnotizado a Uribe esperando una respuesta a sus palabras.
La respuesta no llega, Uribe hace una finta, da un pasito de lado para seguir y saluda a la esposa de Duque, le da un beso puntual en la mejilla y ancla firme una mano en el brazo derecho de la primera dama.
Uribe señala de nuevo algo con su mano libre y repite el truco con la dama, ella ríe, Duque, muy atento, sin poder parpadear, se queda pensando en ese más allá que señala Uribe, responde con un gesto de alivio, la pareja ríe aliviada, pero cuando Duque por fin logra hablar, Uribe ya siguió adelante, con un quiebre de domador que deja al nuevo presidente hablándole al vacío.
Para la despedida ya no hay abrazo, Uribe estratégicamente todavía sostiene el brazo de la dama para mantener el jaque. Todos ríen, muestran su obediencia ante cualquier cosa que diga Uribe, el “presidente eterno”, Duque solo recibe una palmadita en el hombro derecho y, a falta del abrazo, amarra su mano firme al brazo de Uribe como si no quisiera que se fuera. Uribe se despide con un leve y desatendido cabeceo de aprobación, como cuando se oye a los niños, en mute, sin prestar mucha atención a lo que dicen.
Uribe suelta el brazo de la primera dama, este hombre de espíritu limitado y energía ilimitada, con este rejoneo afanado hizo el pase que tenía que hacer: deja a Duque en ascuas, en ese estado incierto de no saber si lo que hizo estuvo bien, así haya hecho más bien poco, solo turbarse ante ese hechizo patriarcal del que nunca va a liberarse.
Duque, luego de saludar a una mujer, le da una última mirada a Uribe, a ese hombre que ya no lo mira, y una vez sale el expresidente de cuadro, el presidente Duque cambia de postura, se infla, levanta cabeza y saluda con firmeza a la última cochada de delfines y lagartos que lo esperan para irradiarse de poder.
“La política es la esfera de los puros medios, es decir, de la gestualidad absoluta e integral de los hombres”, escribe el escritor italiano Giorgio Agamben, en sus , y suma: “El gesto es, en este sentido, comunicación de una comunicabilidad. No tiene propiamente nada que decir, porque lo que muestra es el ser-en-el-lenguaje del hombre como pura medialidad. Pero, puesto que el ser-en-el-lenguaje no es algo que pueda enunciarse en proposiciones, el gesto es siempre, en su esencia gag, en el significado propio del término, que indica sobre todo algo que se mete en la boca para impedir la palabra, y después la improvisación del actor para subsanar un vacío de memoria o una imposibilidad de hablar”.
Duque es eso, puro gag, no tiene nada que decir. Nunca ha dicho algo, está relleno de habla, pero nada dice, y sus actuaciones hipnóticas, imitativas, taimadas y hasta sus berrinches fúricos, solo pretenden “subsanar un vacío de memoria o una imposibilidad de hablar”.
En una a Juliana Márquez, la mamá del presidente, cuenta como su hijo recitaba a los 7 años los discursos de los políticos:
“Él aprendía todos los discursos porque en la casa teníamos una colección de voces de políticos. A Iván le encantaba escucharlos y los repetía. Mi esposo tenía esa colección en la casa y eran como un tesoro. Nosotros teníamos todos esos audios en discos y después de escucharlos hablábamos mucho de quién era ese personaje y de ese momento histórico. Iván se aprendía algunos de memoria. Le gustaban los de Gaitán porque era un orador fantástico y hablaba de temas que enardecían a la gente. Más grande, aprendió por ejemplo unos de Roosevelt, y es una maravilla oírselos recitar. Esa colección de audios hoy la tiene Iván, es su joya.”
En su cuento, el escritor Thomas Bernhard, el Fernando Vallejo de Austria, cuenta de un personaje del mundo del entretenimiento a quien su audiencia, luego de oírle imitar a todo tipo de personas lejanas y cercanas, le pide algo más, algo propio. Dice el narrador: “cuando le propusimos que, para terminar, imitase su propia voz, nos dijo que eso no sabía hacerlo”.
Duque, como un muñeco de ventrílocuo, no conoce su voz, nunca la ha explorado, todo su material es de otros, es lo dado, y ese locuaz mutismo se potencia aún más leído a la luz del gesto.
En su texto, el escritor clínico Oliver Sacks muestra su extrañeza por algo que pasaba en un hospital:
“¿Qué pasaba? Carcajadas estruendosas en el pabellón de afasia, precisamente cuando transmitían el discurso del presidente”.
Sacks se pregunta si la risa de los afásicos se debe a que no entienden lo que dice el presidente, un actor que devino en político (Ronald Reagan), o si sucede lo contrario: lo entienden demasiado bien. El escritor nos recuerda las particularidades de las personas afásicas:
“El afásico no es capaz de entender las palabras y, precisamente por eso, no se le puede engañar con ellas; ahora bien, lo que capta lo capta con una precisión infalible, y lo que capta es esa expresión que acompaña a las palabras, esa expresividad involuntaria, espontánea, completa, que nunca se puede deformar o falsear con tanta facilidad como las palabras […] Los afásicos son increíblemente sensibles a esa expresión, a cualquier falsedad o impropiedad en la actitud o la apariencia corporal. Y si no pueden verlo a uno (esto es especialmente notorio en el caso de los afásicos ciegos) tienen un oído infalible para todos los matices vocales, para el tono, el timbre, el rito, las cadencias, la música, las entonaciones, inflexiones y modulaciones sutilísimas que pueden dar (o quitar) verosimilitud a la voz de un ser humano”.
Sacks señala que tal vez lo que asombra de los afásicos es “su capacidad de entender (…) Entender, sin palabras, lo que es auténtico y lo que no”. Y le atribuye las risas en el pabellón de afásicos a “las muecas, los histrionismos, los gestos falsos y, sobre todo, las cadencias y tonos falsos de la voz, lo que sonaba a falsedad para aquellos pacientes sin palabras, pero inmensamente perceptivos. Mis pacientes afásicos reaccionaban ante aquellas incorrecciones e incongruencias tan notorias, tan grotescas incluso, porque no los engañaban ni podían engañarlos las palabras. Por eso se reían tanto del discurso del presidente”.
Pero Sacks, como buen hombre de ciencia, también lee la situación a la luz de un contraejemplo, y pone en juego el caso de Emily D, una paciente con un caso acentuado de agnosia “tonal”, un malestar en el que desaparece “la capacidad de captar las cualidades expresivas de las voces (el tono, el timbre, el sentimiento, todo su carácter) mientras que se entienden perfectamente las palabras (y las construcciones gramaticales)”.
Sacks continua:
“Emily D. oyó también, impasible, el discurso del presidente, afrontándolo con una extraña mezcla de percepciones potenciadas y disminuidas… precisamente la contraria de la de nuestros afásicos. El discurso no la conmovió (ya no la conmovía ninguno) y se le pasó por alto todo lo que pudiese haber en él de evocativo, genuino o falso. Privada de reacción emotiva, ¿la conmovió, pues (como a todos nosotros) o la engaño el discurso? ‘No es convincente’, dijo. ‘No habla buena prosa. Utiliza las palabras de forma incorrecta. O tiene una lesión cerebral o nos oculta algo’. Así que el discurso del presidente no tuvo eficacia en el caso de Emily D. debido a su sentido potenciado del uso formal del lenguaje, de su coherencia como prosa, igual que no la tuvo con nuestros afásicos, sordos a las palabras, pero con una mayor sensibilidad para el tono”.
Sacks concluye:
“Esa era, pues, la paradoja del discurso del presidente. A nosotros, individuos supuestamente normales, con la ayuda indudable de nuestro deseo de ser engañados, se nos engañaba genuina y plenamente (Populus vult decipi, ergo decipiatur). Y el uso engañoso de las palabras se combinaba tan taimadamente con el tono engañoso al que solo los que tenían una lesión cerebral permanecían inmunes, desengañados”.
Nosotros, claro, reímos con Duque, pero un buen humorista sabe que una cosa es reírse de alguien y otra es reír con alguien, no puede haber crítica sin autocrítica, y el gesto de Duque no solo se extiende a la esfera política, ¿a qué poderes les sirve un presidente débil?, sino a la esfera personal, a la existencia misma: si el presidente es una ficción, una sucesión gestual de imposturas, nosotros, sus lectores o espectadores, podemos ser igual de impostados y ficticios. Burlarse de Duque es apenas natural y por sus actos lo merece, pero ¿hasta qué punto la crítica que el presidente produce tiene un componente autobiográfico? ¿Qué tan vulnerables somos ante el poder? El poder de la familia, del trabajo, del Estado. ¿Qué hace Duque para poder dormir en las noches? ¿Qué poder ejerce Uribe sobre las personas o por qué las personas se entregan así a este poder?
El problema con el uribismo, y con Duque, es que estas ficciones no se limitan a una mala racha de políticas públicas con una mayor o menor afectación en la esfera de lo público. Los gestos del uribismo, y del presidente Duque, en su acción y su inacción, en este país narcotizado, se presentan luego en muertos, y ahí el arte se repliega: pasamos de la representación que nos permite la ficción, al igual que el arte de la persuasión propio de la política, a la presentación misma de la muerte donde el arte, más allá de los vacíos de la memoria y las imposibilidades del habla, logra hacer muy poco. Las ejecutorias de estos orangutanes en sacoleva y toda una recua de matones embrutecidos y envalentonados por las coordenadas de odio que envía el gobierno uribista, nos anclan en un país ultramontano muy anterior a la Constitución de 1991.
La escena del Presidente Duque recibiendo al expresidente Uribe es propia de ese tan bien descrito por Susan Sontag en su ensayo de 1980: “La dramaturgia fascista se centra en transacciones orgiásticas entre fuerzas poderosas y sus títeres que, uniformados, se muestran en número cada vez mayor. Su coreografía alterna entre un movimiento incesante y una postura congelada, estática, viril. El arte fascista glorifica la rendición, exalta la falta de pensamiento, otorga poder de seducción a la muerte”.