En noviembre pasado la laguna de Fúquene se desbordó de nuevo. La mayoría de los terrenos que la rodean volvieron a ser los pantanos de otra época. San Miguel de Sema, el municipio más afectado, se declaró en alerta roja. Más de mil fanegadas se inundaron tras las intensas lluvias e incluso hoy, casi seis meses después, todavía se ven las huellas irreparables que dejó el agua.
Para llegar hasta San Miguel de Sema desde Bogotá hay que pasar por Ubaté, la “capital lechera de Colombia”, desde donde salen colectivos y buses hacia todos los municipios cercanos. Si el día es soleado, hay que tragar polvo en la parte final del recorrido, pues cerca de una hora del viaje se hace por carretera destapada. El paisaje es una mezcla de pantanos y desiertos. Son muchos los predios que están bajo el agua. En ellos, las casas están sumergidas hasta la mitad o incluso más. Solo algunas copas de árboles, en su mayoría árboles muertos, sobresalen. En los terrenos que se alcanzaron a secar tras la temporada invernal de finales del año pasado (y que no se inundaron de nuevo este año) solo se ve tierra, hierba muerta y casas abandonadas.
San Miguel de Sema es uno de los 17 municipios que rodean la laguna de Fúquene. Se encuentra al occidente en Boyacá, en el límite con Cundinamarca. En total tiene unos seis mil habitantes, pero apenas menos de 500 viven en el casco urbano. Por las calles del pueblo es común ver campesinos con ruana de lana virgen y sombrero. Solo hay un hotel y es usual que varias de sus cinco habitaciones estén disponibles. Es un lugar en el que reina la calma. Lo único que temen sus habitantes es que el agua de la laguna continúe arrasando sus terrenos.
Antes de las inundaciones del año pasado, San Miguel de Sema era uno de los municipios lecheros más importantes de Colombia. Producía 200 mil litros de leche al día, cifra que se redujo a la décima parte después de la primera ola invernal del año pasado. En 2011, alcanzaron a inundarse 8 mil fanegadas. Cerca de mil familias fueron afectadas. Guillermo Salinas, ex alcalde del municipio, afirma que si se suma lo que se dejó de recibir y lo que hay que gastar en la recuperación de las tierras, las pérdidas llegan a los 100 mil millones de pesos. La cifra puede parecer exagerada, sobre todo si se tiene en cuenta que el presupuesto anual de San Miguel de Sema no supera lo cuatro mil millones de pesos. Sin embargo, Salinas es vehemente y defiende su afirmación con sumas y multiplicaciones. Además, sostiene que en esas cuentan no entran las pérdidas de aquellos que fueron afectados indirectamente: “El dinero deja de circular, y eso perjudica a todo el mundo, incluso a aquellos que no perdieron tierras ni ganado”, dice. Marixa, quien junto con su esposo tiene una tienda de víveres en el casco urbano, dice que las ventas bajaron 80%. Al igual que muchos en el pueblo, a ella y a su esposo les ha tocado apretarse los cinturones: “Si antes se comía carne todos los días, ahora solo se come una vez a la semana”.
La mayoría de los ganaderos de San Miguel de Sema son microfundistas, es decir pequeños propietarios de una o dos fanegadas. Cuando se desbordó la laguna en abril del año pasado, estos pequeños productores se vieron obligados a vender sus animales por sumas ridículas. “Había sacado un préstamo en el Banco Agrario por cinco millones. Con eso compré dos vacas. El Domingo de Pascua me tocó dejarlas a 250 mil cada una”, cuenta Tito Forero, dueño de una pequeña parcela. El terreno de Tito ya se secó, pero él aún no se atreve a volver por miedo a la siguiente temporada invernal. Por ahora, vive en el casco urbano en una casa ajena. Tiene más de sesenta años y está cansado de luchar. “El invierno me quitó todo lo que había trabajado durante más de treinta años”, dice.
Los grandes productores también han sufrido. Algunos se llevaron sus vacas a tierras lejanas. Esto le generó grandes pérdidas, pues tuvo que entregar la leche a cambio de un lugar para su ganado. Además, las vacas sufren a causa de los desplazamientos, por lo que la producción de leche disminuye. Algunas vacas abortan y hay casos de animales que han muerto debido a golpes recibidos durante los desplazamientos.
Después de la segunda ola invernal en noviembre del año pasado la mayoría de los ganaderos abandonó sus predios y despidió a sus trabajadores. Pocos se arriesgaron a arreglar sus fincas. Fabio Peña es uno de ellos. Después de la primera ola invernal de 2011, en marzo, el ganadero se endeudó para reparar los daños que sufrió su hacienda. Ocho meses después, vio de nuevo, impotente, cómo la laguna arruinaba su trabajo. A pesar de su mala suerte, Peña solicitó otro crédito, por cerca de 400 millones. Para nada. Hoy, todo ese dinero reposa bajo el agua. Su finca se inundó hace un mes; es la tercera vez en poco más de un año.
“Todo empezó con la inundación del 2006”, recuerda Fabio Peña. Desde entonces, el ganadero ha ayudado a organizar “distritos de riego” en las veredas para luchar contra los inviernos. Mediante estas organizaciones se han instalado estaciones de bombeo, que sacan el agua de las zonas anegadas y la vierten en la laguna. Peña admite que eso no es suficiente. “Los sistemas de bombeo no evitan que la laguna se desborde, solo ayudan a que ciertas zonas se inunden menos que otras”. Los distritos de riego cuentan con el apoyo de la Corporación Autónoma de Cundinamarca (CAR), pero solo funcionan si la comunidad participa. Fabio se queja porque la gente no colabora tanto como debería. “Durante las inundaciones todo el mundo se preocupa y pide soluciones. Pero solo unos pocos van a las reuniones y aportan plata”.
Más de un siglo con el agua al cuello
La historia de las inundaciones va más atrás de lo que recuerda Peña. El 14 de mayo de 1972, apareció en El Tiempo un reportaje titulado “Fúquene: casi un siglo con el agua al cuello”. La situación que se describe allí es muy parecida a lo que está ocurriendo ahora. Además, en ese reportaje se hace referencia a “lo que sucedió en el 56”, cuando “todo quedó en blanco y por los potreros se andaba en canoa y había que agacharse pa’ coger los nidos de los árboles”.
Hay casas y potreros en terrenos que eran parte de la laguna a comienzos del siglo pasado. En 1933, la laguna ocupaba cerca de diez mil hectáreas. Hoy mide menos de la tercera parte. Según estudios realizados por la CAR, la desecación de la laguna corresponde, en parte, a un proceso natural. La otra parte se debe que durante más de un siglo diferentes gobernantes y terratenientes han tratado de convertir la laguna en un gran potrero.
En 1822, Simón Bolívar le entregó la laguna de Fúquene al general José Ignacio París. No tenía otra forma de pagarle sus servicios en la guerra de independencia. A cambio, le exigió que la secara. París invirtió gran parte de su fortuna para enderezar el río Suárez, donde desemboca la laguna. Su idea era que entre más rápido fluyera el agua por el río, más rápido se desocuparía la laguna. Aunque el general no logró su objetivo por completo, sus obras contribuyeron a que la laguna perdiera terreno. De ahí en adelante, y hasta mediados del siglo pasado, todos los que fueron dueños de la laguna trabajaron arduamente para completar lo que París había iniciado.
San Miguel de Sema, que hoy vive del agua de la laguna, nació a causa de un intento por secarla. Según Libio Silva, autor de un libro sobre la historia del pueblo, las primeras casas fueron construidas en 1915 para que vivieran los trabajadores de una compañía llamada Sarabia, cuya misión era construir un túnel para evacuar el agua de la laguna. Secar la laguna era visto como un paso hacia el progreso. El agua parecía valer poco en comparación con el beneficio de tener potreros para las vacas y los cultivos. Esa mentalidad permaneció incluso después de la creación de la CAR, en 1960. Esta entidad, que ahora debe velar por la conservación de la laguna, antes cobraba un Impuesto de Desecación. Hoy ese tributo se llama Impuesto del Distrito de Riego. El ex alcalde Salinas señala que “en el nombre del impuesto podemos ver cómo se ha transformado la política del Estado, que ahora es consciente de que necesitamos la laguna”.
Políticas empantanadas
Para muchos de los habitantes de la región, la CAR es la principal responsable de las inundaciones. Afirman que esta entidad no ha realizado las obras necesarias para evitar los desbordamientos. La CAR lleva a cabo actividades tales como la limpieza de canales de riego y la construcción y mantenimiento de jarillones (muros de tierra y piedras para contener el agua en las épocas de invierno). Sin embargo, estas medidas no son suficientes para prevenir las inundaciones a largo plazo.
Según Agustín Castiblanco, ingeniero civil que fue alcalde de San Miguel de Sema entre 1998 y 2000, la laguna se desborda porque tiene varios afluentes y una sola salida: el río Suárez. “La única solución es lograr un equilibrio hídrico; es decir, evitar que a la laguna le entre más agua de la que puede salir”.Castiblanco opina que es urgente ampliar el río Suárez y construir embalses que retengan el agua en invierno y la suelten en verano.
Las propuestas de Castiblanco coinciden con el Conpes 3451, documento elaborado en 2006 por el Departamento de Planeación Nacional en conjunto con la CAR y varios ministerios. Este documento establece que es necesario dragar el río Suárez y construir tres embalses en las cuencas altas de los ríos afluentes de la laguna: Lenguazaque, Simijaca y Suta. Según el cronograma del Conpes 3451, hasta la fecha deberían haberse realizado obras por 140 mil millones de pesos. Solo se han ejecutado 40 mil. Un funcionario de la CAR, que pidió no ser nombrado, sostiene que no se ha cumplido el plan porque solo han aportado dinero la CAR y el Ministerio de Medio Ambiente. Falta la contribución de los ministerios de Minas y Energía, de Agricultura y del Interior.
“La plata no va llegar si la CAR no hace la gestión necesaria ante los ministerios encargados”, opina Lilia Esther Sanín, representante del Comité Cívico para la Defensa de la Laguna de Fúquene. Sanín es propietaria de una pequeña finca de recreo cerca a la laguna. Después de la primera ola invernal de 2011, decidió convocar a los habitantes de la zona para exigirle a la CAR que protegiera la laguna. Al final de una de esas reuniones se conformó el Comité, en agosto del año pasado. Los miembros del Comité comenzaron a llamar la atención del gobierno y lograron que el Procurador General de la Nación, Alejandro Ordóñez, fuera a la zona el pasado 28 de febrero. Durante su visita, Ordóñez instaló una Comisión de Seguimiento Preventivo, encargada de examinar las políticas públicas que se han implementado en relación con la laguna y verificar el cumplimiento del Conpes 3451. La Comisión debía entregar el informe a finales de mayo de este año.
Además de las inundaciones, a Sanín le preocupa el proceso de deterioro de la laguna. “Según los expertos que consultamos, la laguna podría desaparecer en cinco años si no se toman medidas”, dice. De acuerdo con Germán Andrade, profesor de la Universidad de los Andes reconocido por sus investigaciones sobre la laguna de Fúquene, el problema viene desde las políticas estatales: “La producción de leche se ha puesto por encima de los demás beneficios que la laguna le puede aportar a la sociedad, tales como la pesca, el turismo, el transporte y la biodiversidad”.
Según Andrade, el deterioro de la laguna de Fúquene no es un caso aislado. Para él, lo que está sucediendo con esta laguna es “un paradigma en el fracaso del manejo de los humedales”. Andrade recuerda que, en nombre del progreso, el Estado colombiano ha secado varios cuerpos de agua. “Al lago del Valle de Sibundoy lo convertimos en potreros. La laguna de Palacio, que un día fue parte de la laguna de Fúquene, hoy no es más que un juncal. La laguna de la Herrera está en una situación crítica”. Este investigador piensa que para llegar a una solución, primero debemos reconocer que estamos viendo las cosas al revés. “Todos dicen que la laguna inundó los potreros, pero en realidad son los potreros los que han inundado la laguna”.
*David González es estudiante de la Maestría en periodismo del CEPER. Este reportaje se produjo en la clase Periodismo de Investigación