Ante este nuevo vértigo de la inteligencia artificial, resurgen otras inteligencias no algorítmicas que salen de sus madrigueras.
por
Pere Ortín
periodista
19.12.2025
Portada: Nefazta.
La Inteligencia Artificial (IA) nos está practicando una nueva cirugía cósmica. Un corte superfino, frío, interesado, elegante, nada inocente: una nueva herida narcisista después de Copérnico y su mapa que nos sacó del centro del universo. Primero nos quitaron el Sol. Luego el alma exclusiva. Ahora, parece, nos quieren quitar la corona cognitiva.
Copérnico, aquel monje testarudo del siglo XVI que desplazó a la Tierra del trono celestial, nos convirtió en habitantes de un planetita más girando en un vacío iluminado. Su descubrimiento orquestó un escándalo teológico, resolvió un enigma filosófico y abrió una grieta psicológica: de pronto dejamos de ser centro para convertirnos en periferia. Éramos solo un punto azul perdido. Otro cuerpo celeste entre cuerpos celestes. Una historia más entre miles de millones de historias posibles, probables, desconocidas.
Y así se nos fue pasando la vida entre polémicas —siempre más o menos teológicas— hasta que hoy, cinco siglos después, los procesos nada inocentes de la IA continúan nuestro descentramiento: nos empujan cada vez más lejos del centro. La IA nos dice, con la frialdad de un espejo que deforma pero no miente, que nuestro cerebro tampoco es sagrado. Que pensar no es patrimonio exclusivo de la carne humana. Que los otros “no humanos” también pueden llegar a pensar.
La IA nos recuerda que, aunque quizás nuestro cerebro haya sido la máquina más impresionante del universo conocido, tal vez no somos el pináculo de nada sagrado. Quizá lo humano es solo una estación intermedia hacia lo posthumano en una cadena mucho más larga; más compleja que nuestro lóbulo frontal; más rara y paradójica que esa bandada de estorninos que se mueve al unísono en direcciones aparentemente contradictorias: así es el pensamiento humano, así es nuestra supuesta inteligencia.
En un ecosistema mundo donde la IA promete siempre respuestas satisfactorias y eficaces más que rápidas, instantáneas, disfrutar y disputar poéticamente la tecnología implica reivindicar la lentitud, la duda, el afecto, el silencio de lo que nos hace humanos.
No todo debe ser optimizado.
No todo debe ser veloz.
No todo debe ser eficaz.
No todo debe ser útil.
No todo debe ser práctico.
No toda decisión debe o puede ser automatizada y ni siquiera debe ser sencilla.
Una (otra) poética de la IA no es una estética retrofuturista, sino una ética de su uso en ritmo presente y con desarrollo para insistir en la lentitud ineficaz y la complejidad dubitativa del gesto humano.
No solo es, como algunos teóricos de la IA plantean, un Human-in-the-Loop (HITL): asegurar que un humano participa activamente en la supervisión o la toma de decisiones de un sistema automatizado de IA para garantizar precisión, seguridad, ética y responsabilidad en la toma de decisiones.
Se trata de ir más allá y asumir que en educación, en justicia, en derechos; en cultura, en arte en economía y en cuidados; en el pensamiento, en la ternura de los afectos y de los sentimientos humanos hay muuuuuchaaaaasss decisiones que no deberían ser nunca rápidas ni eficientes, ni productivas, ni siquiera útiles sino amorosas, dubitativas, lentas y situadas.
La poesía, el acto poético hoy y aquí en tiempos de IA, no es ornamento. Es resistencia al mandato de la velocidad productiva, eficaz, útil y práctica. Es asumir que solo con procesos híbridos que refuercen eso que nos hace humanos conseguiremos llevar a la IA a donde no quiere ir…
Hace un tiempo hablaba en Bogotá con mi amigo Omar Rincón —ese gran profesor colombiano que entiende como nadie la inteligencia narrativa de lo popular. Conversábamos sobre cómo, ante este nuevo vértigo, resurgen otras inteligencias no algorítmicas que salen de sus madrigueras. No vienen a competir. Tampoco a consolarnos frente a la lloradera nostálgica por una supuesta inteligencia humana única y maravillosa que nunca existió (basta leer la actualidad o los libros de historia para comprobarlo).
(Re)aparecen inteligencias olvidadas frente a la pantalla de los datos incontrovertibles y de las razones racionales. Vienen a recordarnos que ser inteligente nunca fue monopolio. Siempre fue, por el contrario, un carnaval vivo de contradicciones y paradojas con inteligencias artificiales, sí, pero también analógicas, sensoriales, ambientales, amorosas, escatológicas.
IA. Inteligencia Analógica
La inteligencia del clic que hace crack. Del lápiz que se astilla como una mini supernova doméstica. Aprendimos antes a dibujar que a escribir, pero luego la letra mató a la brillante estrella del dibujo. Cada gesto gráfico analógico es una protesta contra la velocidad sin sentido. Inteligencia del papel que respira; del vinilo que chirría; del bolígrafo que falla cuando más lo necesitas. No busca centralidad: quiere textura, error, pasión viva sin píxeles.
IA. Inteligencia Ambiental
La inteligencia que Copérnico entendería mejor que nadie hoy: la del cosmos cotidiano. El viento que roza edificios de metal. El suelo que se queja cuando lo exprimimos. El cielo que no comprende la catástrofe que viene. Una inteligencia sin cabeza, pero con memoria y corazón. No busca ser centro porque sabe que todo está conectado con todo. Que nuestra única jerarquía clara es el Sol y todo lo demás son constelaciones en órbitas interdependientes.
IA. Inteligencia Amorosa
La inteligencia que surge del temblor. Del abrazo que interrumpe discursos. Del gesto que une bonobos, humanos y otras criaturas sin necesidad de explicaciones. Inteligencia heliocéntrica a su modo: desplaza la órbita del Yo y pone en el centro un “Yosotros” frágil, improvisado, radicalmente delicado. Un pequeño sistema solar de dos cuerpos amorosos bailando sin mapa.
IA. Inteligencia Artesanal
La inteligencia de las manos que hacen y deshacen. Nudillos que se conectan con cerebro y corazón. Pensamiento que pasa por la piel. Copérnico aquí estaría incómodo: nada es abstracto. Todo es materia, peso, astilla, herramienta, sudor. Inteligencia del error como brújula. Del “hazlo tú mismo”. Del “inténtalo otra vez”. Del tiempo dedicado a que algo exista. Y sí: es tan importante como inútil frente a una pantalla.
IA. Inteligencia Auditiva
Escuchar es un arte heliocéntrico: desplaza el ego y coloca al otro como punto luminoso. Inteligencia del susurro, de la pausa, del tono que revela más que las palabras. Percibir el ruido del mundo para diferenciar el zumbido del poder del susurro de la disidencia. Grabar lo invisible, editar lo que duele. Mezclar memoria con interferencia. Oídos como herramienta; voz como territorio vibrante y compartido.
IA. Inteligencia Ancestral
Un giro radical: entender la inteligencia no como cálculo ni predicción, sino como memoria viva, escucha profunda y saber encarnado. Es un conocimiento tejido en cuerpos, relatos, rituales y prácticas comunitarias, anterior al dato y resistente a la amnesia moderna. Frente a esa Inteligencia Artificial —orientada a optimizar el futuro—, la Inteligencia Ancestral interroga el origen, el vínculo y el cuidado. Quizá el verdadero avance no sea producir más inteligencia, sino recuperar la que nunca debimos olvidar.
IA. Inteligencia (Anal)
La más hereje, prohibida, cósmica, heterodoxa. La inteligencia del ano: recordatorio corporal de que nunca fuimos centro. Todo lo que entra sale; todo lo que sube baja. Gravedad elemental. Puedes combatirla, pero siempre vence. Inteligencia del límite, del desborde, del placer que desmonta solemnidades. Pedagogía escatológica del descentramiento absoluto. El Copérnico más carnal.
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La IA nos empuja, como Copérnico, hacia un borde mental donde dejamos de ser centro para convertirnos en órbita. Y en ese descentramiento aparecen estas otras inteligencias que no compiten: abren grietas, expanden terrenos, iluminan rincones.
La inteligencia humana —la verdadera, la fértil, la que crea mundos— nunca fue una línea recta: fue un sistema planetario en ebullición.
La IA puede calcular, predecir, simular, escribir, dibujar mejor que tú y que yo. Está muy bien. Usemos sus posibilidades sin traumas ni complejos. Pero sin olvidar nunca que estas inteligencias —hermosas, sucias, contradictorias, sensuales, ambientales, biológicas, errantes— nos recuerdan que pensar también es caerse del centro. Y que todo empieza a ser más hermoso cuando dejamos de ser sol, centro, y nos aceptamos como planeta, periferia viva.