Hacer el corte perfecto, lijar lo suficiente, ajustar la clavija. Hay un hombre que se ha encargado de hacer tiples, guitarras y bandolas para los músicos en Colombia. Pablo Hernán Rueda es uno de los últimos lutiers, un oficio en vía de extinción.
El ruido de la ciudad se cuela por la ventana y se confunde con el sonido rasposo de la madera contra la lija. En el segundo piso, un coro mudo de bocas abiertas de tiples y bandolas colgados en la pared presencia atónito el trabajo de un artesano. El edificio esquinero, de ladrillos rojos descoloridos, domina el paso peatonal de la carrera 54 con 74 que da acceso a un pequeño parque. Allí, años atrás, se graduó como lutier Pablo Hernán Rueda, uno de los fabricantes de instrumentos más reconocidos del país.
Mediodía. El maestro apaga la lijadora, apila los puentes de tiple terminados sobre el banco de trabajo y se sacude la camisa que alguna vez fue blanca. Tiene el pelo gris, oscuro y compacto, lentes rectangulares y las manos secas y nudosas. Los dedos de la mano izquierda tienen la misma longitud: la falange distal del dedo corazón la perdió hace unos cuatro años al cortarla con la sierra circular que él mismo construyó. Madera, polvo, sangre y la punta del dedo colgando de un hilo. Insalvable. Un primer accidente, tres años antes, dejó como víctima el índice de la misma mano (la que sostiene la pieza al pasar cerca al borde cortante de la máquina) que salvó la movilidad, pero no la sensibilidad. Pablo sabe muy bien que hay un riesgo inevitable al trabajar la madera: el exceso de confianza es fatal y puede hacer que una tarea cientos de veces ejecutada termine en un percance si la mente está en otro lado. Es necesario estar presente en cada gesto de la mano con las herramientas.
La incapacidad fue una difícil prueba. Acostumbrado a trabajar sin descanso, estuvo medio año en casa sin poder moverse, lejos de sus herramientas. Diego, el menor de sus tres hijos, estaba en los primeros años de su carrera de diseñador industrial y después del accidente y de ver a su papá abatido y preocupado por el taller, se decidió a seguir más de cerca el día a día del oficio que por años ha sido el sustento vital de los Rueda. Cuando Diego apenas balbuceaba palabras y desbarataba juguetes, Pablo lo mantenía alejado del peligro de las máquinas y el aserrín por miedo a un accidente. Dieciocho años y una falange menos después, la máquina perdió su lugar en el taller y le dio espacio a una sierra nueva, profesional y segura. Un regalo de Diego. Un gesto con el que pareció firmar su compromiso con el oficio de su padre.
Pablo habla pausadamente, alarga las frases y crea —en lo que cuenta— una tensión narrativa involuntaria. Bogotá ha sido su hogar casi toda la vida, pero suele regresar cada año a la casa familiar en La Palma, Cundinamarca. Allí, su abuela Ana Cleofe lo sentaba a él y a otros niños en el andén, frente a la casa, a oír la música que ponía el cura del pueblo todas las tardes por el parlante de su parroquia. La canción más sonada era el vals instrumental “Tristezas del alma”, o eso recuerda hoy, sesenta años y nostalgia de por medio. Los domingos después de misa, la abuela encendía su transistor Philips y buscaba en el dial estaciones que programaran música colombiana, que para los años cincuenta, eran la mayoría. Ese es todo el bagaje musical de su niñez que logra traer con la memoria. Ya adolescente, dio inicio a una relación directa con esos objetos mágicos que producen sonidos: guitarras, tiples, requintos, bandolas. Relación que empezó por casualidad y que no se rompería jamás.
Fabricante de instrumentos
El gestor de la historia fue un hombre llamado Ciro Alfonso Calvo. Oriundo de Yacopí, viajó a la capital a buscarse la vida. Era hábil con las manos y consiguió trabajar en Ferrocarriles Nacionales como jornalero. Desde niño cargó con su talento para tocar el tiple y la bandola. De a poco, absorbiendo conocimientos de carpintería y con maña autodidacta empezó a fabricar sus propios instrumentos. Los terminaba, ensayaba coplas inventadas y tocaba en la tienda para prender la fiesta, bañarse de aplausos y popularidad y, sobre todo, para no pagar por el par de cervezas que consumía. Eran comunes las chicherías en las que se reunían los bogotanos de mitad de siglo, los de ruana y sombrero, a tocar pasillos y bambucos. La música era el vehículo de la gente para hacer amigos, conquistar amores y sanar desamores. Se dio cuenta que quien hace de la música su pasaje al mundo tiene acceso a cualquier lugar. Ciro se decidió a abrir, a mediados de los sesenta, un pequeño taller de fabricación de tiples y bandolas en el barrio Centenario.
Un día de marzo de 1967, llegó a su casa un muchacho bajito y entrador: Pablo Hernán. El desconocido hijo de su medio hermana lo buscaba para pedirle trabajo. Le dijo que no tenía con qué pagarle y el muchacho, sin nada que perder, le propuso: “deme para almorzar y yo le colaboro con lo que haya que hacer”. Ciro lo recibió sin muchos peros, consciente de la gran ayuda que podría prestarle un ayudante. Hacía los mandados, barría, recogía viruta y miraba de reojo el trabajo de su tío. Al ver que Ciro tenía tantos amigos y que los instrumentos eran tan bonitos y sonaban tan bueno, se interesó por aprender. Poco a poco fue entendiendo su particular método de fabricación. Su tío era un artesano muy pulido y si algo no quedaba bien, se destruía y se repetía todo el proceso. Ciro Alfonso era un tipo “medio fregado” como lo define Pablo, pero le tenía más respeto que miedo porque se daba cuenta del resultado del trabajo bien hecho y dedicado de su mentor. Construir instrumentos era para Pablo un placer. Lo entendía como el terreno más elevado de la carpintería: hacía muebles que producían música.
Si Ciro era diestro para tocar, Pablo ni se molestó en intentarlo. Tuvo el chance de aprender con Darío Garzón (del famoso dueto de la época Garzón y Collazos), cliente asiduo del taller. Estaba dispuesto a salir adelante de cualquier manera, con el oficio que fuese. Encontrarse con el talento de su tío lo animaba a aprenderle todo lo posible, excepto la afición por la bohemia. Muchas veces Ciro hacía un instrumento solo para ir a la tienda a tocar y tomarse un trago. Pablo se quedaba en el taller acumulando polvo y paciencia. Pronto, en el mismo año, Pablo armó por cuenta propia su primer instrumento. Era un tiple clásico con tapa de cedro por el que Ciro cobró 80 pesos, suma que Pablo jamás había visto reunida. Era un trabajo que no tenía ninguna seña de haber salido de la mano de un principiante. Recibió su salario de 2 pesos y medio, pero, veintidós años después, el tiple volvería a sus manos en un giro de clavija inesperado.
Listones de madera, cuerdas y polvo convivían en el taller testigos de los largos silencios y la nula camaradería entre el tío y el sobrino. El carácter recio e impaciente de Ciro fue minando el aprendizaje y la confianza de Pablo. La cosa aguantó por cuatro años y medio, hasta 1972. En medio de la lenta pulida del diapasón de una bandola, el maestro echó del taller al pupilo; alegó que mejor se fuera a ser ayudante de latonería o albañilería porque no había aprendido nada. Furioso y herido en su orgullo, Pablo le juró que con el tiempo haría más y mejores instrumentos y que cuando ese día llegara Ciro tendría que tragarse sus palabras. A partir de entonces, volverse lutier se le convirtió en un reto y un motivo.
Pablo enviaba cartas cada mes a su casa en La Palma y cada semana a Luz Marina, su novia, para ponerlos al tanto de sus aventuras y desencantos en la ciudad. Después de rebuscarse la comida en diversos trabajos, dio con Gonzalo Morales a través de viejos clientes del taller. Morales tenía una fábrica mucho más tecnificada que la del tío Ciro. Se producían instrumentos en serie y Pablo empezó a hacer trabajos en gran cantidad. Allí era un empleado más, un eslabón de la cadena. Armaba piezas uniformes que no dejaban mucho espacio a ese conocimiento adquirido en el pequeño taller de su tío. En ese periodo la relación epistolar con “Luzma” terminó en casamiento a los 22 años de él y a los escasos 17 de ella. Se la trajo a Bogotá en 1973 y se instalaron en el barrio 12 de Octubre, muy cerca del taller. Fueron 14 años de trabajo continuo que terminaron cuando Gonzalo murió y dejó a la deriva el negocio. Nadie se interesó, mucho menos Pablo, que no vio un futuro quedándose. Salió sin plata y agotado de lo mismo, y con su motivación quebrada, con la sensación de tiempo y esfuerzo perdidos.
Pasaron meses sin madera en sus manos, ni aserrín bajo sus zapatos. En uno de esos sábados fríos, la cafetería del barrio estaba vacía. Al segundo sorbo del acostumbrado tinto, Alberto Paredes entró buscándolo. Paredes, modisto y lutier, amigo y socio de Morales, le preguntó qué estaba haciendo, que por qué la cara larga. Pablo lo miró sin ganas y le dijo “no quiero saber nada de instrumentos”. Alberto, conocedor de su buena mano insistió: “Hermano no se desperdicie, usted es muy bueno. Véngase conmigo al taller y póngase el sueldo que usted quiera”. Alberto le dio las llaves y trabajaron por cerca de cuatro años durante los cuales maduró su técnica y obtuvo más pericia. El dúo se alimentó mutuamente de truquitos (no secretos, porque secretos en esto no hay, según Pablo).
Alberto Paredes alternaba la modistería con su labor de lutier y fabricaba instrumentos por encargo. La alta calidad de su trabajo era el resultado de un método tan eficiente como pausado. Sus instrumentos personalizados se construían como se fabrica un traje: medía el alcance del brazo, tenía en cuenta el largo de los dedos. Prendas e instrumentos hechos a la medida. (Alrededor del 2005 se dedicó casi de lleno a la modistería y su hijo José Alberto Paredes, arquitecto de profesión, tomó las riendas del taller y de un legado que su papá logró posicionar en la escena de la música colombiana. Hoy, tanto Pablo como José son dos referentes del oficio en Bogotá).
En 1989, Alberto quiso cerrar el taller por problemas económicos. Ser lutier nunca ha sido un oficio estable. Pablo, con las ganas renovadas y una familia creciendo, le propuso arrendarle el taller y que Alberto trabajara allí cuando lo necesitara. El trato se llevó a cabo y Pablo arrancó así su propio negocio. Con ese arranque prometedor y a través del voz a voz, con amigos, músicos y profesores fue creándose un nombre. Mandó a hacer tarjetas de presentación en la litografía del barrio: “Pablo Hernán Rueda, fabricante de instrumentos”.
Es un proceso sordo y solo cuando el intérprete tiene al instrumento en sus manos y siente su peso, afina la tensión de las cuerdas y las uñas rasgan por primera vez, se sabe si músico y herramienta serán uno solo
La madera está viva
Pablo Hernán, el lutier que hoy mira por la ventana hacia el parque, sabe que la perfección no existe. Si no hay músicos perfectos, no se puede exigir un instrumento perfecto. Se le pueden inyectar todos los conocimientos de lutier, el bagaje de un oficio pulido a pulso, un conjunto de gestos únicos e intransmisibles en cada paso. Ingredientes que no han cambiado mucho con el tiempo.
En el taller, su taller, Pablo decidió combinar las experiencias pasadas. No trabaja en serie como una fábrica pero tampoco vive de encargos. Hace refacciones, templa cuerdas, laca maderas peladas. Pero el corazón de su trabajo, es producir instrumentos de cuerda de alta calidad a un ritmo constante y vigoroso. En un mueble que va del piso hasta el techo y ocupa toda una pared, descansan pilas de partes listas para ensamblaje. Tapas, diapasones, listones para curvar, puentes. El proceso tiene tiempos muertos de varias horas en el pegado y en el alistamiento de piezas y hasta hoy Pablo tiene claro que es algo muy distinto trabajar rápido y en serie, que hacerlo sin perder el tiempo en esos espacios.
Por eso no hace encargos: comprometen a la gente y la “embalan” con un instrumento que al final se verán obligados a llevarse. Sabe que hay variables en la fabricación que no se pueden controlar para conseguir un sonido final y el resultado es subjetivo para cada músico. Es un proceso sordo y solo cuando el intérprete tiene al instrumento en sus manos y siente su peso, afina la tensión de las cuerdas y las uñas rasgan por primera vez, se sabe si músico y herramienta serán uno solo. A partir de ahí, le irá encontrando posibilidades, empezará a conocerse con él, a encontrar sus sonoridades. Si Pablo hace 20 tiples siguiendo el mismo patrón, es imposible que den el mismo sonido. Por el tipo de madera, por una lijada de más, incluso por el estado de ánimo. “Si yo estoy de mal genio no hago instrumentos. Si algo me dio rabia voy por mi tinto y vuelvo”, dice. La madera está viva y pide respeto.
La experticia para elegir la materia prima se consigue con las manos y los ojos. Descubrir y escoger tablones con vetas gemelas, maderas secas y sin nudos, dimensiones precisas y durezas adecuadas. En el taller, Pablo y su hijo Diego reciben desde muebles antiguos hasta escombros maderables de construcción; material escogido a golpe de ojo y tacto. Alguien tocará esa bandola hecha con la puerta de cedro abandonada de una demolición y sonará como la mejor, después de pasar por las manos de un lutier.
A continuación, unir con paciencia las tapas y hacer los cortes precisos para que conversen entre sí. Dominar aquel gesto de la mano sobre el formón que desbasta los bordes de las barras armónicas, las cuales direccionarán fluidamente el sonido hacia la boca. Ejercer esa delicada fuerza con las manos al curvar la lámina rígida de la madera con el calor y la humedad adecuados, para darle al aro del instrumento su forma característica.
“El cuerpo de esa muchacha tiene forma de guitarra”, cantaba Gabino Pampini. La morfología femenina de este aro o perímetro le confiere una belleza exterior evidente a los instrumentos de cuerda. y su fabricación requiere de un tacto excepcional. Sin embargo, el elemento que requiere mayor atención del lutier es la tapa armónica. En un acorde, el ataque de la mano a las cuerdas crea una vibración que viaja por la tapa resonando en su interior. La calidad del acorde depende de la madera utilizada, sus vetas, la horma y el espesor. Esa vibración específica viene a ser el alma del sonido. José A. Paredes, con diez años de experiencia y el extenso legado de su padre, lo describe así: “La tapa armónica es como la personalidad de esa futura amada del músico, que aun si se enamora de sus curvas, echará de menos todo lo que deja de decir si mi trabajo con la tapa no fue el mejor.”
Ese día me sentí lutier
Pablo recuerda uno de los pocos encargos que ha hecho. Mauricio Diez, cónsul de Estados Unidos en Guatemala a principios de los noventa, llevaba meses buscando un fabricante de guitarras. Tenía una madera especial, las fotos y los planos de una guitarra como la del famoso compositor paraguayo de guitarra clásica, Agustín Barrios Mangoré. Nadie se animaba a hacerla y oyó de alguien en Bogotá que se le mediría al reto. Viajó hasta el taller, le llevó el libro, las fotos y toda la historia a Pablo. Después del sí, volvía cada mes y tomaba fotos del proceso. Como a los tres meses estaba lista: “Pablo Hernán, yo no la quería así. Quedó mejor de lo que imaginé”. El problema fue a la hora de cobrarle. Su sentido del cambio de moneda extranjera era nulo. Lanzó un “2500 dólares” sin pensárselo mucho. Mauricio tenía 5000 dólares listos para darle. Le dio 3000 diciéndole: “¡Aprenda a cobrar!”. Se hizo una foto con él y se despidió.
En el 1994, en una de esas tardes intensas de trabajo, entró al taller una cara conocida. La viuda de Darío Garzón llevaba un tiple en cedro con la roseta rota y las clavijas vencidas. Pablo lo examinó con atención. De inmediato reconoció a la mujer y al instrumento y le propuso darle un tiple nuevo en lugar de repararle el daño. La señora extrañada le explicó que ese tiple era un regalo de su difunto esposo y se lo había comprado a Ciro Calvo y que no quería cambiarlo. “Mi señora, este tiple lo hice yo solito, y es el primero que hice. Mire mi nombre ahí adentro” le dijo Pablo mostrándole una marca a lápiz en la cara interna de la tapa del instrumento. La viuda lo felicitó por la calidad del tiple y con cierta nostalgia decidió aceptar el intercambio.
En octubre del mismo año, en otro de esos sábados de salir a tomar tinto a la cafetería de la esquina, vio a un hombre parado en la mitad del parque de la 54 con 74 en el corazón del Barrio Jorge Eliécer Gaitán. Lo reconoció al instante. Se trataba de Ciro, su tío. Impactado, se acercó midiendo sus pasos. Habían pasado 20 años sin saber nada de él, solo a través de amigos y familia, pues Ciro era un hombre orgulloso. A un metro de distancia, no sabía cómo dirigirse a él, si decirle tío, Don Ciro, sin saber si se había equivocado de barrio y era una coincidencia o si lo estaba buscando. Le temblaban las piernas.Tras una larga pausa, Pablo se aclara la garganta para continuar con la historia. Por fin, Ciro dijo “Mijo…”, el corazón de Pablo se le apretó en el pecho. “¿Será que nos damos un abrazo?”. Despejada la nube de dudas y miedos se abrazaron y lloraron ahí en ese parque que ahora señala desde la ventana. Ciro rompió el abrazo extendiéndole su mano. “Vengo a reconocer que me superó de lejos y lo felicito. En la vida hay un cuarto de hora. Aprovéchelo. Lo que prometió lo cumplió: que iba a ser mejor que yo y lo cumplió”. Pablo alza las cejas gruesas y con un índice en alto concluye: “Ese día me sentí lutier. Ese día recibí mi grado”.
Se tomaron las cervezas que nunca habían compartido, Ciro se emborrachó una vez más y Pablo, ebrio de orgullo, lo dejó dormir en su taller. Vivió dos años más y se convirtieron en grandes amigos. Pablo le conseguía material y le colaboraba con su pequeño taller del centro. Ese día fue su reivindicación, cuando todas las dudas se lijaron del todo.
El músico y el lutier
El instrumento más veces fabricado en el taller Rueda es el tiple, seguido por la bandola y el requinto. Puede hacer unos 60 tiples al año. Pablo considera que es uno de los instrumentos más completos del mundo. “Tiene mucha música adentro”, dice. “Solo echa en falta los músicos que la pongan a sonar. Él te deja tocar desde un bolero, pasando por una ranchera hasta una obra clásica o un foxtrot”. El instrumento no hay que inventarlo, no ha cambiado su diseño. Hay que traerlo a la vida. En alguna ocasión alguien le pidió un tiple de ocho cuerdas. Su respuesta: “Cámbiele de nombre y se lo hago, porque el tiple tiene 12”.
El tiple siempre había sido un instrumento acompañante en los tríos de música popular. Tiple viene de triple o tercero. Es la tercera voz de un ensamble de guitarra y bandola que produce bambucos, pasillos y danzas. Toda la música que guarda no solo ha dejado de habitar las chicherías y las radiolas. El instrumento que surgió más de la intuición del mestizo que por un asunto técnico, ahora se instala firme entre recitales de cámara, academias y universidades. El protagonismo del tiple ha cobrado fuerza de forma creciente con músicos dedicados de lleno a su exploración, como Óscar Santafé, tiplista de amplia trayectoria, ganador de numerosos premios y actualmente maestro de la Universidad Pedagógica.
Desde su experiencia en las aulas, Óscar tiene claro el papel del instrumento y del lutier para quien decide hacer del tiple su vida. Como hizo con él su primera maestra, lleva a sus estudiantes al taller de Pablo para escoger la herramienta que los acompañará siempre. Cuando alguien llega, se apagan las máquinas y el espacio dominado por instrumentos nuevos que miran desde las paredes y los atrios, se vuelve un lugar sagrado: “Tú y el tiple. Nadie más. Allí aprendes a reconocerte, escucharte, el tiple no produce un sonido que no quieras. Yo les digo a los alumnos, conózcanse y conózcanlo a él, al tiple, porque tiene muchas cosas que ofrecer”, cuenta Óscar.
Es en esos momentos cuando el folclor y la música colombiana parecen respirar. Óscar rechaza una idea instalada en el medio cultural, sobre la necesidad de preservar el folclor. Para él, los objetos de museo, las composiciones, las canciones que se oían antes, están allí y no se van a perder, pero no tienen una conexión emocional más allá de su importancia histórica. “Pueblito viejo es inmortal, pero nuestros pueblitos ya no son los mismos. La lunita consentida ya no es tan lunita y ya no es tan consentida”, explica. Los nuevos intérpretes traen su propia manera de ver la música y ven posibilidades profesionales en las transformaciones de la cultura alrededor del instrumento. No son solo replicadores sino transformadores. Y se sientan horas a escoger su instrumento porque es el arma con la que podrán hacerlo.
Además de maestro, Óscar es un tiplista virtuoso. Cuando está ansioso en la víspera de una presentación, llama a Pablo para que lo deje encordar tiples, para sentirse solo y desconectarse. Así se concibe la relación que tienen. Son la prueba de que la dupla lutier-interprete va más allá de la mera construcción. Es una cuestión de búsqueda, de amistad.
Dentro de su colección, que incluye instrumentos de otros lutieres que han pasado por su carrera, ha llegado a tener seis tiples hechos por Pablo. Solo uno, el primero, fue comprado; los demás los ganó en festivales. En grandes eventos se ha creado el premio Pablo Hernán al mejor tiple solista o en trio, cuyo trofeo es un tiple hecho por el maestro. Como el Festival Mono Núñez de Ginebra, Valle, que se considera el equivalente al Grammy de la música andina colombiana.
Hace unos diez años, en el Festival de tríos de Pamplonita, Norte de Santander, mientras ensayaba con un tiple del taller de Alberto Paredes, Oscar se encontró con su amigo. Pablo le entregó un tiple nuevo y le dijo: “Tenga. Toque el que se va a ganar porque este es el premio.” Oscar, honrado, lo agarró y duró dos horas rasgando y punteando. Antes de salir al escenario le dijo a Pablo: “Cuando me lo gane se lo llevo al taller porque hay que hacerle unas cositas”. Tocó con el instrumento de Paredes al lado de su grupo Nueva Granada y se ganó el premio a mejor tiplista. Le entregaron el tiple y Pablo, sentado al frente del escenario muerto de risa le gritó: “Si ve yo le dije, ¡el lunes lo espero en el taller!” Allá llegó el lunes siguiente. El músico le dijo al lutier lo que quería; cambiarle el clavijero, y esto y aquello. Pablo midió, raspó, quitó, puso. Lo dejo al día. “Y ese tiple empezó a sonar y a sonar…”
«Pablo Hernán»
Para Pablo, el lutier es una especie en vía de extinción. No hay más de cuatro o cinco en Colombia, a ese nivel. Fabricantes hay muchos. También hay una confusión en el término, pues incluso los artesanos que hacen marimbas, tamboras y otro tipo de instrumentos de percusión o viento se hacen llamar lutiers. Es válido e incluso hay un programa de Mincultura llamado Luthiers Colombianos que apoya todo tipo de fabricación de instrumentos.
Dejando el purismo de lado, para Pablo, “Lutier” es un nombre que se gana. No se otorga. Se gana. Y se gana a partir del reconocimiento de los músicos, de un trabajo arduo y constante. Pablo a esta altura tiene una colección incomparable de discos autografiados por los artistas. Todos regalados. La mayoría de tiplistas tiene instrumentos Pablo Hernán: Gustavo Adolfo Rengifo, Luis ‘El Negro’ Parra, Faber Grajales, entre otros.
“Pablo Hernán” es también el título de un bambuco que se ha vuelto popular en las academias y universidades. Es un solo de tiple de una alta dificultad técnica y dicen los estudiantes de la Pedagógica que podría ser el final parcial del último semestre. Es obra de Juan Pablo Hernández, reconocido compositor y gestor cultural, sobreviviente de la tragedia de Armero en 1985, a quien Pablo recibió en su casa después de perderlo todo. El bambuco fue su forma inmortal de agradecerle. El lutier guarda las partituras como un tesoro.
En las presentaciones en vivo es cuando siente más orgullo. “Que un muchacho que está empezando o alguien ya consolidado, diga que es el mejor instrumento el que se dispone a interpretar y que fue fabricado por Pablo Hernán Rueda, se siente una satisfacción muy grande”. Asiste a cuanto festival de música lo inviten y en cada lugar su esposa Luz, “la cara bonita del taller”, reparte las nuevas tarjetas de presentación: “Pablo Hernán Rueda-Lutier.” Hoy, aun cuando su hijo Diego no se anima a fabricar su primer instrumento, se siente en el aire la certeza de que el oficio vivirá una generación más en la casa Rueda.
Es la hora del almuerzo, el polvo se ha aplacado sobre los muebles y el silencio ha vuelto. Un corredor mal iluminado conduce a una oficina adaptada como bodega y dormitorio. Todos los días Pablo extiende la hamaca que atraviesa el cuarto entre tiples apilados, instrumentos colgados en las paredes, madera en retazos, anchos tablones de muebles desechados que se convertirán en tiples y un arpa llanera que ocupa gran parte del espacio. Una vieja bandola hecha por el tío Ciro descansa contra la pared en perfecto estado. La siesta es innegociable a esa hora de la tarde.