ARMEROMEMORIA: 40 años después 

Crónica de la conmemoración del aniversario de la tragedia de Armero en el camposanto.

por

Ricardo Corredor Cure


20.11.2025

Portada por Isabella Londoño. Idea de anagrama de Álvaro Restrepo

Cuando llegué al camposanto, lo primero que vi no fueron las cruces ni las tumbas esparcidas por el terreno: fueron pétalos de rosa. Miles de pétalos rojos y rosados regados sobre el piso de barro, arena, pasto y piedra. Supe, por alguien que salía mientras yo entraba (llegué al mediodía del 13 de noviembre después de la eucaristía), que en la mañana unos helicópteros de las fuerzas armadas habían sobrevolado el lugar para soltarlos, como parte de un ritual que —me explicaron después— parece que se repite cada año. Una lluvia aérea de flores sobre una ciudad que ya no existe. 

Hay una sensación difícil de nombrar cuando uno pisa un camposanto. Hay tristeza, claro, y quizás algo de ansiedad, pero también hay algo más físico. La conciencia de que a cada paso que se da sobre el suelo de esta tierra hubo toneladas de fango que ahogaron miles de muertos. Más de 20.000 cuerpos en este mismo piso. Uno avanza con cautela evitando estropear lo que no está y algo se desacomoda por dentro, como si hubiera que pedir permiso para seguir.

Pero ese desconcierto dura poco. Basta avanzar unos metros para que la muerte ceda ante otra cosa. Al llegar a lo que era una de las calles principales de la antigua Armero aparece una suerte de bazar popular: una mezcla de feria, romería y mercado informal. A un lado venden sombrillas, bebidas y sombreros para palear el calor de este día soleadísimo; más allá, hay comidas, mecato y merchandising de la tragedia. Entre pancartas de desaparecidos y rosarios, también se anuncian lotes de una urbanización, un hombre que perdió las piernas por un choque eléctrico no relacionado con la conmemoración pide ayuda, y hasta unas pesas están allí para que alguien las levante y done alguito para un grupo de jóvenes de la región que practica la halterofilia, un deporte que tiene tradición en la zona. Nadie parece sorprendido. Aquí la memoria convive con el comercio sin conflicto.

Todas las fotos por Ricardo Corredor Cure.

Para la mayoría de la gente pareciera que no hay irrespeto. Una mujer vende bombas infantiles mientras, a diez metros, una familia visita una cruz. Una vende, los otros lamentan. Y al fondo, anuncios que informan lo que sigue en la programación. Es otro evento de los cientos que se hacen en este país. Pasa en el 20 de julio en Bogotá todos los domingos, en Nuestro Señor de los Milagros de Buga, en Las Lajas, o en la semana santa en Popayán. La vida sigue, así sea la vida del rebusque nacional en donde no se desaprovecha ninguna aglomeración para hacer unos pesos. 

Las fotos para los 10 años

El infierno de los justos: del palacio a las aulas

Miniserie de podcast que ahonda en cómo esta tragedia nacional impactó en la enseñanza del Derecho en esa época: en sus facultades, en los estudiantes, egresados, colegas e instituciones universitarias.

Click acá para ver

Yo ya había pisado estas tierras hace treinta años. En 1995 vine como productor de campo de unas fotos que Ruven Afanador le tomó a Álvaro Restrepo para conmemorar los diez años de la tragedia, una idea y propuesta de Álvaro que Ruven aceptó con entusiasmo. Aquellas fotos circularon en el Salón Nacional de Artistas de aquel año y luego no supe más de ellas. 

Hasta ahora.

Treinta años después, Álvaro decidió retomarlas y propuso hacer un performance del Colegio del Cuerpo, que fundó y dirige desde 1997. Con apoyo del Ministerio de las Culturas, convirtió las imágenes en materia viva. Los bailarines llevaban las fotografías estampadas en telas que cubrían sus cuerpos. En la pantalla del fondo aparecían las mismas imágenes, pero convertidas en diálogo entre tiempos: el Armero de 1995 conversando con el de 2025 y con el de 1985.

Las fotos surgieron de una serie de improvisaciones corporales que Álvaro realizó primero en el volcán del Totumo y en las salinas de Galerazamba, cerca de Cartagena, y luego en la región de Armero y Guayabal.

(Lea “La memoria es un laberinto”: Álvaro Restrepo).

Álvaro y Ruven estaban viendo con otros ojos. Venían de colaborar hacía apenas unos meses en el video de “Rock and Roll Is Dead” de Lenny Kravitz. Recuerdo que, en la minivan en la que viajábamos, vimos un primer corte en una pantallita diminuta y quedamos maravillados. Esos mismos ojos —los de un bailarín que piensa en imágenes y los de un fotógrafo que piensa con el cuerpo— se detuvieron en lugares que a cualquiera le habrían parecido anodinos: un pozo de cemento, una bocacalle de arena, un chircal.

Gracias a sus talentos, esos lugares se transformaron en potentes metáforas. Las fibras naturales convertidas en alas improvisadas que Álvaro sostiene frente al horizonte seco no son solo un gesto estético: parecen restos de algo que intentó volar y no pudo, o que voló a pesar de todo. Los encuadres donde el cuerpo aparece doblado dentro de una caja de concreto son casi esculturas de fragilidad: el cuerpo vivo dentro de una estructura muerta. Y los primeros planos de piel cuarteada, de cal seca pegada a los párpados, de un oído transformado en grieta, muestran cómo la materialidad del territorio termina incrustada en el cuerpo. Eran, una demostración de lo que Álvaro no ha parado de pregonar y que treinta años después tendría otra muestra concreta: arte como memoria, cuerpo como territorio vivo.

Armero derecho a la memoria

La presentación del Colegio del Cuerpo comenzó con una escena parsimoniosa. Álvaro y la codirectora, Marie France Deleuvin, trabajaron con tres grupos: el núcleo profesional del Colegio —los jóvenes cartageneros del “Estrato T” como dice Álvaro (estrato talento)—; un grupo de niños y jóvenes de Armero del grupo Calina Cumbay, dirigidos por Yira Velandia, y un grupo de adultos mayores, Brilla el Sol, que coordina Edison Rubio, vinculados a procesos de danza a nivel local. Con ellos trabajaron apenas cinco días.

Los bailarines entraron caminando, envueltos en las telas con las fotos de Afanador. La música de Spem in alium, interpretada por los Tallis Scholars, marcó la entrada con una solemnidad que no necesitaba explicación. Subieron al escenario, y las fotos se proyectaron en el fondo: cuerpos suspendidos, gestos detenidos, paisaje roto. Los bailarines se movieron con movimientos mínimos, casi contenidos, como si el peso de las imágenes dictara cada gesto.

En un otro momento reaparecieron vestidos de blanco, danzando al ritmo del islandés Kjartan Sveinsson. Y también se leyó un poema de Gabriela Arciniegas:

Yo te llamo, Soledad

bella estatua de lava, de barro y de llanto

escondida bajo 10 metros de río inexistente

tráeme a Omaira, la niña de ojos de enigma

que una mañana fue llamada a sentarse

en un pupitre de escombros

rodeada de niños mudos

entre las lágrimas hondas de la montaña

ven con los dedos arrugados

con el aliento quemado por una madrugada que se derramaba

leche roja

oro derretido

por la teta febril

de la tierra

vengan montadas sobre los caballos

que brotan de la tierra entre las nieblas nocturnas

urdidos lentamente por el canto de los grillos

para pastar una hierba que ya no acaricia el viento

traigan a la muñeca que no despertó del sueño

vengan con los 8.000 durmientes

acallen los gemidos de los mutilados

habitantes de esta Pompeya

de esa ciudad sarcófaga

salgan del vientre de la bestia

salgan del gran caldero

Estoy esperando

que un día

como dijo el sabio

el fuego las devuelva

con ojos recién nacidos

mirada antigua

y boca hechicera

como en los cuentos de los abuelos

pero no salen

sino por entre mis lágrimas ardientes.

La tercera parte incorporó un símbolo de la región: el algodón. Los bailarines lo llevaron en las manos. Y al sonar el Preludio y fuga en Mi bemol mayor de Bach, el algodón se convirtió en un hilo que unía lo que la región fue con lo que ya no es. Bach en Armero: improbable y, por eso mismo, revelador.

Al final, después de unas palabras de Álvaro, todos hicieron la venia y se retiraron en medio de aplausos. Algunos de los chicos y chicas quedaron muy conmovidos. Tatiana Bonilla, de unos 13 años,  me lo dijo sin pena: “Yo lloré”. No fue la única. Para todos y todas fue una experiencia profunda. Hernando Méndez, del grupo de adultos mayores, tenía un inmenso agradecimiento. Para Yira fue una oportunidad única.

El resto de la conmemoración siguió su libreto habitual: discursos oficiales, promesas repetidas, reclamos eternos. La liturgia del estado y de la tradición católica instituye casi todas las memorias públicas del país.

Pero la danza abrió otra posibilidad. No ofreció consuelo ni explicación, pero sí un movimiento distinto: una memoria que no se petrifica, un duelo que no se repite exactamente igual cada año.

Juan David Correa —periodista, editor, exministro y nieto de dos víctimas— lo dijo con claridad:

“Fue muy hermoso ver y sentir que podemos hacer ritos que eleven nuestro espíritu y nuestra imaginación. El arte tiene que hablar mucho más en un país que nos ha sometido a los rituales católicos y gubernamentales como único destino para nuestros duelos. El cuerpo, el movimiento, y la música y su profundo sentido sagrado son una invitación a ver que además de víctimas somos potencias de vida.”

Barro tal vez

Uno camina sobre muertos, pensé otra vez, así en realidad ya no estén abajo. Sin embargo, arriba y abajo siguen siendo la única forma que se me ocurre de pensar y sentir lo que hay aquí. Y arriba sigue la vida esperando que algo suceda, que el Estado finalmente actúe con contundencia, que la vida mejore. Que se dé el milagrito. Es como si los gobiernos, uno tras otro, hubieran convertido a Armero en una especie de purgatorio para esas veinticinco mil almas: atrapadas en ese entierro de azufre, esperando que cada año, cada 10 años, cada 40 años, la romería las ore, las nombre, las rece, a ver si así avanzan un poco hacia el cielo. Y, a cambio, ellas parecen permitir que la romería misma sobreviva: que venda, que negocie, que subsista, que lidie con sus dolores de la forma que pueda. Ese intercambio —mínimo, improbable, casi invisible— es, de algún modo, el ritual.

Mientras caía la tarde, la feria seguía. Las bombas, los anuncios, los helados. En el santuario de Omaira la gente seguía llegando. El viento movía los pétalos dejados por los helicópteros. Al siguiente día regresé y ya solo quedaban quienes estaban recogiendo la tarima, la carpa y las pantallas que se pusieron el día anterior. Mucha menos gente, ya no hay romería, solo algunos pocos visitantes algunos ya pasando directamente en carro mirando todo desde sus ventanas, los guías habituales que prestan servicio de recorrido, y uno que otro vendedor ambulante.  Pero debajo y encima de todo —del barro seco, del barro maleable, del barro endurecido— seguían los muertos, en su silencio intacto.

Quizás la memoria sea eso: un barro que a veces se deja moldear y a veces se endurece. Y el homenaje, entonces, no consiste en elegir un estado u otro, sino en aceptar que la memoria —como el barro— cambia, se seca, se agrieta y vuelve a humedecerse. Y aun así, seguimos caminando sobre ella.

Es imposible caminar por aquí sin pensar en eso: en el barro que mató, en el barro que enterró, en el barro que ahora sostiene cada paso.

Ese barro —que alguna vez fue lodo mortal— es parte de lo que uno siente al pisar Armero. El lodo sepultó esta ciudad. El barro, cuando está húmedo, es maleable: se puede moldear, mover, dejar que cambie de forma. Pero cuando se seca, se endurece. Se vuelve rígido, casi piedra. Quizás la memoria funcione igual. Por momentos es flexible, manipulable, ajustable; por momentos se solidifica y ya no admite cambios. En Armero, la memoria parece moverse entre esos dos estados sin detenerse nunca. Hay zonas blandas, donde el recuerdo se puede acuñar todavía, y zonas endurecidas donde el pasado es roca, un núcleo que ya nadie quiere —o puede— tocar.

Y pensé entonces en otra cosa, algo que venía repitiéndose en mi cabeza desde temprano, tal vez desde que pisé los pétalos: que acceder a la memoria a través del arte no es un lujo ni un adorno, sino una necesidad. Lo dijo alguna vez en forma de canción el argentino Luis Alberto Spinetta en Barro tal vez: “Si no canto lo que siento / me voy a morir por dentro / he de gritarle a los vientos hasta reventar”. Esa urgencia de decir, de transformar el dolor en algo que pueda compartirse, en algo que pueda moverse —cuerpo, música, imagen— es también una forma de salvar lo que queda. El arte, cuando aparece, convierte la muerte en vida, el silencio en voz, la represión en movimiento y la memoria en un espacio donde todavía es posible respirar. 

Arte y memoria. Barro tal vez.

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Ricardo Corredor Cure


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