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Amazonas: el presente arde

Más del treinta por ciento del territorio brasileño está ocupado por la Amazonía. El avance del extractivismo en la selva tropical más grande del mundo pone en riesgo la posibilidad de imaginar un futuro para el país y la humanidad. Hace 18 días que se prende fuego, pero el problema no es nuevo: trabajos clásicos y contemporáneos como la poesía de Carlos Drummond de Andrade, el cine de Cacá Diegues y las investigaciones de Deborah Danowski y Eduardo Viveiros, entre otros, han abordado la crisis ecológica. Adelanto de «Brasil Caníbal. Entre la bossa nova y la extrema derecha», de Florencia Garramuño.

por

Florencia Garramuño


24.08.2019

[Esta nota fue publicada  originalmente en la Revista Anfibia de Argentina]

Brasil, el país del futuro que nunca llega

En 1936, el escritor austríaco Stefan Zweig visitó el Brasil por primera vez, invitado por el entonces presidente Getúlio Vargas. En 1940 viajaría a otras ciudades del Brasil y terminaría de escribir un libro que se lanzaría simultáneamente en seis idiomas. Brasil, el país del futuro no solo se convertiría en uno más de los éxitos de Zweig, sino que se volvería una frase repetida una y otra vez para imaginar los destinos del país. Con el tiempo, adquirió un sentido negativo o más bien irónico, contrario a la idea que animó a Zweig al pergeñar la frase. Para él, el Brasil se presentaba —en momentos en que en Europa el régimen nazi expandía sus fronteras y orquestaba el Holocausto judío— como una tierra que había sabido construir, a partir de las diferencias de sus pueblos, una sociedad pacífica cimentada en las leyes de la convivencia. En Brasil, decía Zweig en un tono excesivamente elegíaco, se había desarrollado “una especie enteramente nueva de civilización” (Zweig, 1942: 14). Por esa rara alquimia social y cultural y por sus riquezas naturales, el Brasil era un país “destinado a convertirse en uno de los factores más importantes en el desarrollo de nuestro mundo”. Con el tiempo, la frase ha significado más bien que la promesa del Brasil siempre está en el futuro y nunca se concreta. La extrema desigualdad social, el hambre, la persistencia del racismo y la violencia no se han erradico: “El Brasil es el país del futuro, y siempre lo será”, es la observación irónica que encierra la distancia entre las predicciones sobre la grandeza del Brasil y sus dificultades para llegar a ella. El Brasil sería, así, el eterno país del futuro, un futuro que nunca se concreta en presente. La promesa se habría transformado en condena, y el futuro sería un mañana que siempre está adelante y que nunca se alcanza.

Muchos políticos, historiadores, intelectuales y escritores han utilizado la idea encerrada en esa frase y la han hecho reverberar con significados diversos. Está claro que, si de futuros se trata, los hay variados y divergentes. La expresidenta Dilma Rousseff la utilizó en el discurso de nombramiento de los nuevos ministros de Estado el 17 de marzo de 2014, para referirse a los cambios producidos en el Brasil durante el gobierno de Lula da Silva:

Ustedes, exministros, junto con todos los demás ministros de este gobierno, contribuyeron decisivamente a la construcción y consolidación de un proyecto de Brasil que propició algo raro: crecer, disminuir la desigualdad, construir un mercado interno de masas y, al mismo tiempo, mantener los fundamentos macroeconómicos y garantizar que el Brasil mantenga hoy, frente al cuadro que ahora comienza a mejorar internacionalmente, una situación de estabilidad para enfrentar todas las coyunturas. Dejamos de ser el país del futuro. Y estos brasileños que están aquí hoy son los responsables de que estemos construyendo el Brasil del presente (Dilma Roussefff, audio del nombramiento de ministros).

El “milagro brasileño: extractivismo y crisis ecológica

Pero hay otros sentidos —más ecológicos— en que el Brasil ha sido pensado como futuro, no solo para sí mismo, sino para el mundo en general. Ese futuro también corre el riesgo, cada vez más evidente, de permanecer para siempre como otra promesa incumplida. Más del 30% del territorio brasileño está ocupado por la selva tropical más grande del mundo, la Amazonia, la mayor reserva de biodiversidad del planeta, que se extiende por otros siete países de la región. En el contexto de la crisis climática, la alarmante extinción de especies y la posibilidad de una progresiva destrucción del mundo tal cual lo conocemos, la Amazonia, considerada por algunos “el pulmón del planeta” —aunque la frase es un tanto confusa— tiene sin dudas una importancia capital en el futuro de la Tierra: el bioma amazónico regula el clima de todo el globo al garantizar la constancia de las lluvias y el mantenimiento de la estabilidad del clima mundial.

El futuro mismo del planeta está en peligro. Como señalaron Deborah Danowski y Eduardo Viveiros de Castro en su libro Há mundo por vir?,

[El Antropoceno (o cualquier otro nombre que se le quiera dar) es una época en el sentido geológico del término, pero señala un fin de la “epocalidad” en tanto tal, en lo que concierne a la especie. Aunque haya comenzado con nosotros, muy probablemente terminará sin nosotros: el Antropoceno deberá dar lugar a otra época geológica mucho después de que hayamos desaparecido de la faz de la Tierra. Nuestro presente es el Antropoceno; este es nuestro tiempo. Pero este tiempo presente va revelándose un presente sin porvenir, un presente pasivo, portador de un karma geofísico que está enteramente fuera de nuestro alcance anular, lo que vuelve mucho más urgente e imperativa la tarea de su mitigación.]

El avance desmesurado del extractivismo en el Brasil, y específicamente en la Amazonia, pone en riesgo cada vez más extremo esa posibilidad de futuro. La construcción de centrales hidroeléctricas, la expansión de la frontera de la soja y el avance del latifundio sobre tierras indígenas han ido aumentando exponencialmente en las últimas décadas. En el momento mismo en que escribo estas páginas —25 de enero de 2019— un segundo crimen ambiental de proporciones desmesuradas ocurre en tierras mineras: en Brumadinho, una ciudad a pocos kilómetros de la capital de Minas Gerais, acaba de romperse un dique de contención de residuos tóxicos de la empresa minera Vale, que sepultó bajo el lodo varios kilómetros de campos fértiles, parte del pueblo mismo de Brumadinho y la vida de más de cuatrocientas personas que hoy permanecen desaparecidas, con serios pronósticos de no ser encontradas sino muertas. Campos fértiles y vegetación profusa, animales, ríos y arroyos han sido tapizados por un barro de alta toxicidad que continuará emanando sus efluvios dañinos por mucho tiempo. Inhotim, el museo al aire libre con pabellones de varios artistas contemporáneos, construido hace unas décadas a escasos kilómetros de Brumadinho, tuvo que cerrar sus puertas ante el riesgo de que el lodo ingresara en sus jardines y arruinara obras y pabellones de arte. Mientras el museo intenta preservar el arte del presente, la tierra y el planeta que lo sostienen y alimentan —la vida misma— están en peligro de extinción.

Ya hace más de medio siglo la poesía de Carlos Drummond de Andrade, escrita desde Itabira, epicentro de la mineración brasileña durante la primera mitad del siglo xx, registraba la transformación letal del paisaje como consecuencia del extractivismo:

La montaña pulverizada

Llego al balcón y veo mi sierra,

la sierra de mi padre y mi abuelo,

de todos los Andrades que pasaron

y pasarán, la sierra que no pasa.

Era de los indios y la tomamos

para adornar y presidir nuestra vida

en este valle sombrío donde la riqueza

mayor es su vista y contemplarla.

De lejos nos revela el perfil grave.

A cada vuelta de camino señala

una forma de ser, en hierro, eterna,

Triturada en billones de astillas

deslizándose en cinta transportadora

llenando 150 vagones

en el tren-monstruo de 5 locomotoras

—el tren más grande del mundo, anoten—

huye mi sierra, va

dejando en mi cuerpo y en el paisaje

mísero polvo de hierro, y este no pasa.

José Miguel Wisnik investigó en detalle esa relación del poeta de Minas con el “destino mineral de su ciudad natal” (2019: 17), y reveló la convivencia sorda de su obra con la trama de los negocios de la mineración que se urdieron a lo largo del siglo xx y las críticas del poeta hacia la misma empresa Vale, que en aquel momento, con el nombre de Vale do Rio Doce, ya provocaba estragos en el medioambiente. La “máquina del mundo”, como la llamó el mismo Drummond, retomando un poema de Luís de Camões, ese monstruo muestra la cara del extractivismo capitalista.

En A queda do céu, el chamán yanomami Davi Kopenawa presagia justamente “la caída del cielo” sobre la tierra, entre otras cosas por la excavación de los cimientos del planeta que supone la mineración y el excesivo deseo de bienes del “pueblo de la mercancía” —como los yanomami llaman a los blancos— por la avidez desmedida de la posesión y la propiedad (Kopenawa y Albert, 2016).

Lo cierto es que las últimas décadas han visto en el Brasil una expansión desmedida del extractivismo en todas sus formas, y sus consecuencias están trayendo repercusiones de las que cada vez es más evidente que no hay vuelta atrás.

Un futuro imaginado sobre un desarrollismo violento y sostenido en un proyecto político de fuerte modernización autoritaria se fue construyendo durante el período de la dictadura brasileña comprendido entre los años 1964 y 1980, especialmente entre 1968 y 1973, el período de mayor crecimiento económico y, también, de mayor represión. Autodenominado por el gobierno militar como “milagro brasileño”, se trató de un proyecto en el que se llevaron adelante varios emprendimientos orientados al desarrollo capitalista del país: agresiva industrialización, construcción de centrales hidroeléctricas y usinas nucleares, una acelerada urbanización. Uno de los proyectos más faraónicos fue la construcción de la autopista Transamazónica, la BR-230, inaugurada el 27 de agosto de 1972, que conectaría el norte del país y llegaría hasta Perú y Ecuador, con más de 8000 kilómetros proyectados, de los cuales finalmente se construyeron 4200 que atraviesan los estados de Paraíba, Ceará, Piauí, Maranhão, Tocantins, Pará y Amazonas, aunque una gran parte de ella (en Pará y Amazonas), aún no está totalmente pavimentada, por lo que resulta intransitable en los meses de lluvias, de octubre a marzo. La construcción de la autopista implicó la deforestación de grandes extensiones de la selva amazónica y el genocidio de varios pueblos indígenas, como los beiços-de-pau, los bororo, los xavantes, y los tapayunas.

En A ditadura escancarada, Elio Gaspari observó una división de la opinión sobre esos años entre quienes hablaban de los años del milagro y quienes los consideran como los años de plomo (en referencia a las balas de la represión). Gaspari propone estudiar ese período pensando los años de plomo y los años del milagro como las dos caras, inseparables, de un mismo proceso (Gaspari, 2002: 13), en sintonía con una gran cantidad de estudios que describen las dictaduras latinoamericanas como régimenes políticos que impulsaron —a golpe de desaparecidos, torturas y represión— la penetración del neoliberalismo en esta parte del mundo.

En “Chorus, contraries, masses”, Flora Süssekind resume las consecuencias de la violenta modernización autoritaria que llevó a cabo la dictadura brasileña durante los años sesenta y setenta y señala, entre otras consecuencias nefastas, el colapso de la participación ciudadana, el aumento de la deuda externa y la desigualdad social (Süssekind, 2005).

Al finalizar los años setenta, el director de cine Cacá Diegues realizó un filme cuyo título resume esos años de transformación de manera elocuente: Bye, bye, Brasil. Estrenado en 1979, relata el viaje a través del norte del país de una caravana de artistas populares y circences que, a medida que se va internando en ese Brasil, va descubriendo las transformaciones ocurridas en esa década. La caravana Rolidei (en la pronunciación brasileña, suena como holliday) va mostrando, a su paso por regiones del Nordeste y del Norte —incluido un trayecto por la mencionada Transamazónica— el fracaso del sueño de la integración nacional, la modernidad conservadora de la dictadura y la americanización del Brasil, exhibiendo las contradicciones de la promesa de felicidad que el “progreso” y el “milagro económico” no llevaron a las poblaciones más desfavorecidas.

Cacá Diegues solicitó a Roberto Menescal y Chico Buarque la composición de una canción que mostrara esas transformaciones. En la canción, el yo lírico va narrando en una conversación telefónica la modernización autoritaria y sus limitaciones, desde un orelhão (un teléfono público) en medio del Amazonas:

Hola, corazón,

no puedo hablar mucho.

Esperá que pase el avión.

Cuando pase el invierno,

creo que voy a buscarte.

Aquí está haciendo calor,

se me rompió el ventilador.

Ya tienen flippers en Macau.

Tomé la costera en Belém do Pará,

pusieron una usina en el mar,

tal vez ya no se pueda pescar.

Mi amor.

En Tocantins

el jefe de los paratintins

se enamoró de mi jean Lee.

Vi unos patines para vos,

vi un Brasil en la tele

capaz que llueva mucho.

Me estoy sintiendo tan solo

oh, teneme piedad.

Pintó una buena oportunidad,

una changa allá en la capital,

no hay que tener secundaria.

Mi amor.

En el Tabariz

la música parece los Bee Gees.

Bailé con una mujer infeliz

que tiene un tifón en su cadera.

Hay un japonés detrás de mí.

Voy a dar una vuelta por Manaus.

Aquí hace cuarenta y dos grados,

el sol no se va a poner nunca.

Extraño nuestra canción,

extraño el campo y el sertón.

Lo bueno sería tener un camión.

Mi amor.

Baby, bye bye,

abrazos para papá y mamá.

Creo que voy a cortar,

ya se me terminan las fichas

Voy a mandarme en trineo

para la calle del Sol, Maceió.

Me enfermé en Ilhéus

pero ya estoy casi bien.

En marzo voy para Ceará

con la bendición de mi orixá

y encuentro bauxita por allá.

Mi amor.

Bye bye, Brasil.

Cayó la última ficha.

Pienso en ustedes night and day,

explicales que está todo ok,

yo solo ando dentro de la ley.

Quiero volver, podés creerlo,

vi un Brasil en la tele.

Me enfermé en Belém,

ahora ya está todo bien.

Pero la llamada se termina,

hay un japonés detrás de mí.

Aquella acuarela cambió,

en la ruta me quemé,

capaz llueva.

Me estoy sintiendo una berenjena.

Lo que me gusta es el mar,

no bien pase el invierno.

Te extraño mucho.

Tengo ganas de comer cangrejo.

Con la bendición de Nuestro Señor,

el sol no se va a poner nunca más.

El jefe de los indios paratintins enamorado del jean del narrador, la usina en el mar que hará que “talvez fique ruim para pescar”, la “aquarela que mudou” —referencia al samba “Aquarela do Brasil” de Ary Barroso—, y la presencia de los medios de comunicación señalan, con ironía crítica, esa transformación y en qué medida ella significa la penetración de la cultura y de la economía estadounidenses, condensada no solo en el título, sino también en la incorporación de una serie de palabras en inglés. “A última ficha caiu” [la última ficha cayó]: se termina la conversación con la última ficha del teléfono público por el que habla el personaje. La referencia incluye la expresión, muy común en el Brasil y también entre los hispanohablantes, “cayó la ficha”, que significa la toma de conciencia de una verdad que hasta entonces había permanecido confusa o era poco evidente.

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Florencia Garramuño


Florencia Garramuño


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