Textos del curso de Arte y Cine (2016-I) sobre The Act of Killing, documental de Joshua Oppenheimer y Christine Cynn. Performando una matanza En lugares no tan alejados de la cama desde la que escribo esto, han sucedido masacres muy parecidas a las que dramatizan (aparentemente por primera vez) los actores de The Act of Killing. En mis […]
Textos del curso de Arte y Cine (2016-I) sobre The Act of Killing, documental de Joshua Oppenheimer y Christine Cynn.
Performando una matanza
En lugares no tan alejados de la cama desde la que escribo esto, han sucedido masacres muy parecidas a las que dramatizan (aparentemente por primera vez) los actores de The Act of Killing. En mis clases de la universidad, he leído sobre estas masacres, las he imaginado, las he estudiado a través de cifras, de noticias, testimonios y factores políticos y “coyunturales”. Pero pocas veces he visto que se re-presenten. Y qué forma tan clara y diciente es este documental a la hora de re-presentar, pues no sólo hace que se vuelva a vivir y a visibilizar lo que está detrás de estos momentos violentos salidos de la realidad, sino que además, deja ver cómo la masacre, la matanza y el horror en sí también están hechos por actores. Sí, personas que performan un rol, que no solo matan, sino que ejercen un papel específico al matar y asumen una forma de mostrarse frente a sus víctimas.
No muy lejos de mis cobijas, estos actores han jugado al fútbol con la cabeza de alguien al ritmo de canciones alegres para atemorizar al resto de sus espectadores. No muy lejos del salón en el que veíamos The Act of Killing, se han armado grupos de personas que se presentan como machos fuertes, poderosos y atemorizantes en cada lugar al que llegan. Y es a través de esta presentación que terminan moldeando cuerpos, lugares, afectos y escenarios. Al igual que en la película, estos actores han asumido un papel: han matado y masacrado, han silenciado a otros a través de la tortura, han desgarrado las entrañas de mujeres para hacerse más hombres y han utilizado el sonido de las motosierras para anunciar su llegada. Además, después de todo esto, se han encargado también de planear formas de olvidar y de ocultar el pasado. Y mientras tanto, todos los que están viendo, sintiendo y muriendo detrás de esta performance quedan olvidados, pues aquí y en Indonesia, la mayoría de formas de contar “la historia” dejan a un lado y se olvidan de re-presentar a los muchos que no tuvieron ni el chance de asumir un rol dentro de esta obra de terror.
—Juliana Castro Escobar
Dolor
Mutatá, Segovia, Sabanalarga, Mapiripán, Retiro, Miraflores, Tocaima, Dabeiba, Ituango, Riosucio, Urrao, Cumaribo, Barrancabermeja, Cienaga, Remedios, etcétera. Y no es un etcétera indoloro que asume como uno más a cada uno de estos poblados. Es un etcétera con dolor, con lágrimas, pidiendo que la lista no fuese más larga, incluso que la lista nunca hubiese existido. Y lo que tienen en común dichos lugares es la muerte. Decenas, cientos o hasta miles de personas enlutan y escribieron con sangre el fin de su historia en estos lugares. El denominador común: acciones paramilitares.
Esta guerra maldita obliga a nuestra bandera a hacer su banda roja la más ancha de las tres; ha cegado a ignorantes para asesinar a sus hermanos de tierra. Esta guerra ha diluido el valor de la justicia y ha llevado a que cada quien se crea con el poder de tomarla por sus propias manos. En nuestra tierra de heridas cicatrizadas y abiertas no hay monopolio de la justicia. Sólo existe un oligopolio de asesinos que defienden su justicia y sus causas, en conclusión sus intereses, a fuerza violenta de guerra. Y es que todo aquel que no concuerde con sus intereses, va en contra de ellos y por esto merece la pena máxima, sin juicio, sin abogado, sin derechos: merece morir.
Todo lo anterior es “El acto de matar”. Entre el odio, la tristeza y la incredulidad evidencio cómo Joshua Oppenheimer relata lo que no han dejado de ser las fuerzas paramilitares anti comunistas en Indonesia. Cómo un puñado de cobardes se mofan de las muertes causadas y quieren dejar para la posteridad esos estúpidos momentos en una película. Se documentan además los traumas de uno de los asesinos, no sé si en busca de compasión. Lo cierto es que este personaje genera en mí figuras vomitivas, tal y como cierra “El acto de matar”.
Se desvanece entonces la línea de incredulidad, pongo los pies en la tierra y recuerdo… En mi país, a miles de kilómetros del espacio donde Oppenheimer documenta la historia, se vive un testimonio gemelo. La diferencia entre Indonesia y Colombia es la hipocresía. Como Herman se maquilla el rostro para semejar una mujer, mi gobierno maquilla el pasado buscando que deje de existir. En Indonesia el odio es abierto y así lo promueven sus líderes. Acá, nos gobiernan paramilitares que niegan su pasado, y que tras teatrales desmovilizaciones parecen subsanar sus culpas. Sólo queda esperar el documental en donde se promuevan como héroes los verdugos de esta nación.