Convivir con una familia en condición de pobreza extrema cambió mi vida. La idea parecía bastante sencilla: viajar hasta un pueblo en las montañas del nororiente de Cundinamarca y vivir con una de las miles de familias que sobreviven con menos de 2 dólares al día, unos 3 mil seiscientos pesos. Tomar notas juiciosas, escuchar y aprender. El primer día lloré. También lo hice el último. Extrañé mi comida, en especial la carne que para ellos era un lujo impensable, la suavidad de mi cama; odié la lluvia que parecia no tener fin y tuve que resignarme a la reaparicion de mi rinitis.
La casa de los Tobar es de un piso con cuatro espacios, aunque sólo viven en dos: el cuarto donde duerme toda la familia y la cocina donde está un barril de metal que hace las veces de estufa de leña. El piso es la tierra. El resto está desocupado porque no tiene techo. Los Tobar son siete: Mauricio, Juliana y sus cinco hijos. En la habitación donde duermen hay tres camas apiñuscadas y sostenidas por ladrillos. En una duermen Lucía –una niña silenciosa, demasiado pequeña para sus 8 años y con una moña verde en su pelo ondulado- y César –un adolescente de 13, que le gusta llevar el saco cruzado (será su pequeño gesto de rebeldía, pienso) y un llavero hecho con una bala que le regaló su papá-; en la otra duermen Camilo de 11 años y Mauricio Jr. de 9. La cama matrimonial es para los papás y su bebé de 20 meses. La ropa mojada la cuelgan en un tendedero encima de las camas. En el centro de la habitación hay un pequeño televisor conectado a un DVD. Debajo, un mueble donde guardan ropa, mercado y la bienestarina -un alimento complementario a la leche materna que les da el Estado a través de la alcaldía. En las ventanas no hay vidrios sino costales y plásticos. Por esto, en la casa todo permanece humedo o mojado.
Los Tobar se despiertan todos los días a las cinco de la mañana. Mauricio, un hombre de 35 años, estatura baja y tez trigueña, trabaja por un jornal donde puede ganar entre 18.000 y 30.000 pesos. La semana que estuve con ellos, él trabajó levantando una cerca en la misma finca donde le dan trabajo ocasional a su esposa.
– ¿Qué es eso? – le pregunto al ver que le pone una especie de cenizas blancas dentro de sus botas, antes de meter el pie desnudo.
– Es aserrín de cuero, que sacan en las curtiembres- me explica con una sonrisa condescendiente-. Así no se necesita medias ni nada y la bota no coge mal olor.
Juliana, 29 años, conserva una cierta vanidad aplacada por el trabajo, evidente en sus uñas con el esmalte fucsia estropeado. Juliana es delgada pero fuerte. Cuando es necesario se echa al hombro varias arrobas de leña. Trabaja igual que su esposo, pero no gana ni la mitad de lo que él consigue en un día. Una mañana la acompañé a ordeñar cinco vacas y llevarlas de una finca al lado de la carretera hasta un potrero que estaba al otro lado de la montaña. Estuvimos en esto desde las 6 de la mañana hasta las 1 de la tarde. Al final recibió su paga: un litro de leche en una botella de gaseosa y dos billetes de mil pesos y algunas monedas. Ninguno tiene un trabajo estable. “Él no duerme por las preocupaciones», dice Juliana, «porque cuando se preocupa demasiado se pone a pensar que debe plata, que la comida, que no hay trabajo, que los zapatos de los chinos”.
Mi relación con Mauricio fue tensa desde el comienzo. Los primeros días él no tuvo trabajo, y estuvo siempre en la casa. Me miraba de reojo por debajo de su gorra azul desteñida por el sol. Quizás no fue fácil aceptar a una intrusa que observaba en silencio y tomaba notas. Todo cambió el día que Juliana compró en el pueblo una película pirata de acción para adultos por dos mil pesos, casi el equivalente a su mañana de trabajo. Mauricio quería verla, pero estaba en inglés. Cuando le reclamó a Juliana, le dije –con voz baja, como si yo no tuviera razón alguna para hablar- que quizás le podía ayudar; cambié el audio con pena y afán. Desde ese momento mi relación con Mauricio mejoró. Ahora me hablaba aunque sólo de temas culturalmente masculinos; me hablaba de las chanas, que son los carros que prestan el servicio de transporte en el municipio.
Los niños son un mundo diferente. Sonríen, preguntan y les basta con un palo y unas piedras para imaginar un juego. Les divierte pararse de cabeza, hacer piruetas en la entrada de la casa, treparse a los arboles para alcanzar curubas y moras y demostrar lo ágiles que son cuando saltan sin miedo desde lo más alto de una rama. A veces prefieren quedarse en la casa jugando con un viejo Atari que ellos llaman «nuevo», un regalo de la penúltima Navidad. Costó 20 mil pesos y tiene uno de los controles dañados. Se las arreglan para jugar por turnos. Aunque Juliana cree que los 20 mil pesos que invirtieron en ese aparato de segunda también les genera dolores de cabeza: «les gusta mucho su verraco DVD, sus películas, sus juegos”.
El desayuno de los niños es caldo con papá y un chocolate caliente. Para ir al colegio caminan una hora por trochas y puentes de madera. No muy lejos del camino, ven pasar todos los días el bus del colegio. “La ruta no nos recoge porque son lochosos” dice Lucía, la única niña de la familia. El requisito para tener una ruta escolar es vivir a más de tres kilómetros de la escuela. Mientras caminamos, cruzamos quebradas y cercas eléctricas, ellos cantan su canción favorita. “If you’re happy and you know it, Clap your hands (Clap, Clap), If you’re happy and you know it, Clap your hands (Clap, Clap)”. La aprendieron en su clase de inglés que es la que menos les gusta por ser la más difícil para ellos. Los hermanos se ríen cuando la pequeña Lucía canta; ellos siempre comentan todo lo que ella dice y hace.
–Es que… que… –se traba Lucía mientras trata de decir algo sobre una moras que crecen a la orilla del camino y que paramos a comer.
–Ay, ¡Hable bien! –le dice Mauricio Jr.
–Es que tiene ‘pelas’ en las moras –les responde Lucía-
–¿Pelas? –le dice Mauricio Jr. que siempre le habla recio a la pequeña. -¡PELOS!
–Ay ya –le responde Lucía, mientras se tambalea sobre su otro hermano-
–Esa Lucía es que está jincha o ¿qué le pasa?–, dice Mauricio, mientras todos ríen.
Para donde van los niños va Bruno, un perro pequeño y simpático con inteligencia de gozque. Bruno los acompaña a la escuela, los espera y se devuelve todos los días con ellos. Otro día que los acompañé a la escuela, me contaron que a sus papás les gusta la cerveza y el guarapo. Los niños ya han probado ambas cosas aunque prefieren tomar Coca Cola. El guarapo lo consiguen en un lugar llamado ‘Bucaramanga’, ahí una “totumada” cuesta sólo 300 pesos. Con dos basta para quedar prendidos.
–Cuando ustedes se portan mal, pregunto sin saber que van a responder, ¿qué pasa?
Silencio y risas. Depronto, Camilo se anima:
–A veces nos pegan duro– dice el niño mirando a Lucía
–Nos pegan con una manguera, con un lazo o unas cachetadas– le responde Lucía.
Es la misma manguera que sus papás usan para fumigar.
–Mi papi jamás en la vida me ha pegado un puño, patadas sí pero puños ¡no!– asegura Mauricio.
El salón de clases es grande y frío. Los niños están emocionados. Siento que quieren que sus compañeros me conozcan. Todos me miran. En la escuela, hay cinco cursos en el mismo salón –lo que el Ministerio de Educación denomina Modelo Escuela Nueva. El salón está distribuido de manera que los más pequeños están más cerca del escritorio de Rosa, la profesora. Ella es una mujer grande, con sus uñas pintadas de un morado rechinante y decoradas delicadamente. Pienso en las manos de Juliana. Rosa pone sellos, caritas felices y califica con un lápiz rojo las tareas de los niños. Hay dos tableros en cada extremo del salón. Uno para los niños de quinto y cuarto grado. El otro para los de segundo y tercero. El salón parece un patio de recreo. Nadie atiende a la profesora. Todos gritan, incluso Rosa. Escucho que Rosa regaña a Lucía:
– ¿Usted no sabe que eso es con C? –le dice a Lucía mientras la mira de manera inquisidora, ella tan grande y Lucía tan pequeña e indefensa, –¿Quiere que le escriba una C bien grande con rojo en ese cuaderno?
Lucía sólo la mira y borra torpemente lo que acaba de escribir.
Rosa me cuenta que los niños pasan mucho tiempo solos porque los papás están trabajando. Esto fue quizás lo más duro de abandonar el trabajo de campo con esta familia: en las tardes hacíamos tareas y repasábamos las lecciones de la clase. Trabajamos fracciones, estudiábamos inglés, practicábamos multiplicaciones. Se emocionaban por repasar tranquilamente lo que habían aprendido en la mañana. Ahí entendí muchas cosas. Entendí el fastidio que produce ir a estudiar, caminar una hora para llegar a la escuela para que los regañen por llegar con los zapatos sucios, les molesta copiar y copiar de los libros guía; mientras que Lucía, con sus medias escurridas sin resorte, me dice que a ella no le gusta que todos estén en el mismo salón: “esos chinos gritan más.», dice, «Es mejor que nos aparten”.
Mauricio Jr, el niño más hiperactivo de la familia es quizás al que más tengo presente todos los días. Lo veo caminando, con su saco roto y su maleta abierta porque tiene la cremallera dañada. No tiene colores para pintar. Pero él es el más pilo del salón. Sabe todas las respuestas, incluso las que la profesora les hace a sus hermanos mayores que están un curso arriba de él. A pesar de su pilera, él me decía que aunque estudiaba mucho, las tareas le quedaban mal porque para ellos es “complicado porque no entendemos”.
Volví a Bogotá hace varios meses. Mi trabajo de campo terminó. Los llamo y encuentro el celular apagado. Hace mucho no sé de la familia Tobar. Estuve con ellos para escribir mi tesis, ya la terminé y saqué 5 pero ellos siguen igual. Quiero volver a verlos, pero sobre todo quiero volver a estar con los niños. Pienso en ellos y en mi cabeza suelo ponerlos al lado de los niños más pequeños de mi familia. Los veo, y pienso en lo diferentes que son y van a ser sus vidas.
* Los nombres de los protagonistas de esta crónica fueron cambiados para proteger sus identidades.
**Edna Bautista Hernández, Politóloga y Magíster en Políticas Públicas de la Escuela de Gobierno Alberto Lleras Camargo de la Universidad de Los Andes. Esta crónica hace parte del trabajo de campo de su tesis de grado, “Diagnóstico mixto para la superación de la pobreza en Villapinzón, Cundinamarca: identificación de áreas prioritarias de intervención”, realizada en conjunto con María Fernanda Torres.