El pasado viernes, 18 de octubre, en la noche, varios miembros de la Policía y del Ejército interrumpieron la realización de un mural que algunos artistas urbanos hacían en el norte de la ciudad. El graffiti estaba encabezado por una pregunta, ¿Quién dio la orden?, acompañada de una cifra, 5.763 asesinatos de civiles entre 2000 y 2010. Más abajo estaban los rostros de cinco miembros del Ejército que luego serían tapados con pintura blanca por órdenes del mismo Ejército. El mural hacía parte de una iniciativa, #CampañaPorLaVerdad, liderada por 11 organizaciones de derechos humanos que buscaban hacer visible la problemática de los mal llamados “falsos positivos”. Al otro día, la pared amaneció totalmente blanca, sin rastro de las caras de los militares ni de las cifras. En redes sociales, no obstante, la imagen de lo que sería el resultado final del mural fue ampliamente compartida.
Este gesto de pintar de blanco la pared es ya muy significativo, pues deja ver muy bien la violencia de querer manipular los hechos, de borrar la facticidad de estas muertes: lo que pasó, el número de asesinatos, cómo están conectados con altos mandos del Ejército. Es un gesto muy fuerte que pretende cancelar la injusticia de los eventos, al replicar el borramiento de las voces de los asesinados y volver a negar que fueron ejecuciones extrajudiciales, que sumían en el olvido a los desaparecidos. Revictimiza a los muertos y a sus deudos, y afecta así la vida política.
Hay varios signos que muestran que la verdad fáctica, referida a los hechos que acontecieron, está siendo considerada como mera opinión, lo que produce como efecto su manipulación, deslegitimación, desvalorización.
De hecho, la situación descrita pone de manifiesto la importancia que tiene en la discusión política el asunto del lenguaje de las imágenes. Todos los militares que estaban retratados en el mural han sido señalados públicamente, de una u otra manera, como sujetos que tuvieron que ver con ejecuciones extrajudiciales: algunos ya se han sometido a la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP); otros han sido nombrados por informes de organizaciones de derechos humanos internacionales que investigan la problemática; y un par de ellos están vinculados a investigaciones de la Fiscalía sobre ejecuciones cometidas por los batallones a su cargo. Sin embargo, su retrato en el mural parece haber despertado una reacción distinta por parte del Ejército, como si esas identidades y cifras se revelaran por primera vez. Porque quizá las imágenes insistían en los eventos con una particular fuerza.
Por una parte, podría pensarse que el poder de esta imagen tiene que ver con la manera en que el gobierno actual está manejando su comprensión de la relación entre política y memoria. Hay varios signos que muestran que la verdad fáctica, referida a los hechos que acontecieron, está siendo considerada como mera opinión, lo que produce como efecto su manipulación, deslegitimación, desvalorización. Así se pierde de vista la manera en que tales acontecimientos afectaron brutalmente muchas vidas y dieron lugar a daños irreparables. El mural recordaba que esos asesinatos existieron y que eso no puede ser un hecho olvidable ni uno que se pueda trastocar como una opinión más, aunque emerja en contextos conflictivos, afecte intereses y pueda dar lugar a distintas interpretaciones.
Por otra parte, lo que puede explicar la reacción inmediata y casi aterrada por parte del ejército es que la imagen se inscribía de tal modo, en el espacio público, que se hacía persistente, como si fuera imborrable. Las imágenes pueden así mostrar lo que a veces se borra, se desplaza o se tergiversa en discursos que buscan confundir y negar la brutal facticidad de lo que pasa, aunque ellas en otros casos, también puedan servir a la manipulación. En el caso de este graffiti, la imagen, en la contundencia de un gesto, muestra de manera patente algo que aconteció: algunos de los altos mandos militares implicados, la cifra del número de asesinatos producidos en las ejecuciones extrajudiciales asociadas a cada militar. Algo que pasó y que ninguna interpretación debería desconocer.
El graffiti tiene la fuerza de estar ahí a la vista de todos, no depende de accesos a lugares privilegiados como las galerías, ni de soportes como los periódicos y los papeles que se archivan y olvidan fácilmente.
Que se trate de un graffiti incide ciertamente en su contundencia: puesto en las calles, a la vista de todos, irrumpiendo en el espacio público. De hecho, no es el único graffiti que recientemente ha sido objetivo de censura: el de Power Paola y Lucas Ospina, que mostraba a políticos del país como títeres de Trump, entre cosas cosas, también fue rápidamente borrado, esa vez por orden de un directivo del Centro Colombo Americano. El graffiti tiene la fuerza de estar ahí a la vista de todos, no depende de accesos a lugares privilegiados como las galerías, ni de soportes como los periódicos y los papeles que se archivan y olvidan fácilmente. Claro, también existe la posibilidad de acostumbrarse a los graffitis, aquellos que se ven constantemente y se normalizan, pero siempre se puede volver de nuevo a ellos y siempre pueden recibir otras miradas. Tienen un poder de exhibición, visibilización e interpelación particular. En todo caso este poder depende también del tipo graffiti: si es disruptivo y quiere mostrar algo que no se ha visibilizado suficientemente, como era el caso del graffiti en cuestión, o si simplemente confirma y vende algo, como en los graffitis que han encargado las campañas publicitarias de grandes marcas.
Todo este incidente es una muestra de que tratar con eventos históricos es un asunto delicado, pues dependen siempre de testimonios y de archivos que eventualmente se pueden manipular, y eso los vuelve frágiles, vulnerables. Pero, el incidente también da cuenta de cómo hay una cierta resistencia de esos eventos, porque siempre pueden emerger voces u otros materiales que hacen valer lo que pasó. La importancia de la dimensión narrativa no debe entonces hacernos perder de vista que hay una facticidad de los eventos, por cuanto conflictivos e interpretables, y que las narrativas que producimos de ellos, en textos e imágenes, deben dar cuenta de esta facticidad. Pues la manera en que nos relacionamos con lo que pasó, y cómo lo contamos, afecta cómo nos situamos frente a esto: si es una condición de injusticia o no, y en qué consistió el daño que produjo. Y este reconocimiento también puede afectar nuestras decisiones políticas.