El Tolimatrón

Mariana salió del Eje Cafetero. Pasó por el Valle del Cocora y llegó al Nevado del Tolima. Mochila al hombro y en compañía de algunos amigos hizo cumbre en una de las montañas más altas de nuestro país.

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El plan

El viento frío, las botas mojadas, el morral pesado al hombro, el cansancio acumulado, el paisaje blanco cuyo color ha ido cambiando al pasar los días de caminata, la ansiedad de ver la cumbre, el jalón de la cordada amarrada al arnés, el riesgo de resbalarse, los gritos de aliento de los compañeros, su apoyo físico y emocional. La imponencia de la montaña.

La ambición de hacer cumbre.

Así, como en las películas. En Colombia hay cuatro nevados en los que eso se puede sentir. Pero, como tantas otras cosas, la violencia por la presencia de los grupos armados en los pueblos aledaños a los nevados, han limitado a que una experiencia así sea solo posible a través de la pantalla.

Bajando del glaciar, cinco días después, entendí por qué hacían películas para transmitir esa adrenalina que despierta la montaña. Que no necesito cruzar ninguna frontera para sentirla. Y que esos tiempos de zonas prohibidas son de antes. Son los alpinistas extranjeros, ajenos a esa realidad, quienes ya lo sabían.

Con quince amigos nos propusimos hacer cumbre en el Nevado del Cocuy para finales del 2016. Contactamos a los más calificados entrenadores de alta montaña para la logística y guía de nuestro travesía: Antonio Henao -Toño- y Rafael Ávila -Rafa-. Ambos con cumbre de Everest -más de una vez- y otras tantas montañas encima. Cerca a las fechas el Parque del Cocuy continúa cerrado por un conflicto que no ha encontrado solución entre los indígenas U’wa y el turismo desde hace diez meses. Nuestros guías nos plantean una alternativa: hacer cumbre, sí, pero en el Nevado del Tolima. Al “Tolimatrón”, como lo llama la jerga montañista.

Nerviosos montamos unas mulas con nuestros morrales cuidadosamente empacados, con la comida, las carpas y el equipo. El día anterior habíamos llegado en carro a pasar la noche en Calarcá, pasando Salento, por el Valle del Cocora inmersos en innumerables tonos de verde del eje cafetero nos están esperando las mulas temprano.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Arrancamos a caminar junto con las muchas familias que aprovechan estas fechas para andar entre las gigantescas y flacas palmas de cera, por las trochas a caballo, con sombrero vueltiao y jeans. Nosotros, en cambio, con morral de asalto, palos para caminar, vestuario de secado rápido y la cumbre en la mente. Pronto dejamos de ver más visitantes aparte de nosotros mismos y un par perdidos.  El camino se pone más exigente. La vegetación disminuye en tamaño, el color baja en intensidad y en variedad. El más inclemente sol del Valle nos hace maldecir nuestro hiper preparado vestuario. Se va apaciguando el sonido del correr del agua del río Quindío que nos acompañaba. Ya no hay casas ni fincas. A pesar de estar más cerca al sol, la temperatura baja. Lejos, sola en la falda de una montaña, alcanzamos a ver a La Argentina, nuestra posada de paso para esa noche.

Entre las nubes llegamos con las piernas temblando a la casa pegada con babas a la inclinación de la montaña. 3400msnm. La rodea un corral de cerdos, una pesebrera para un par de caballos, vacas con sus respectivos terneros, gallinas y una huerta. Ellos son, junto con el viento, el único sonido que se oye en La Argentina. A esas alturas el abastecimiento es principalmente propio, no hay nada más que verde y hectáreas de tierra a la redonda. La casa tiene dos cuartos, en uno se hospeda una pareja de alpinistas suiza que andan en camiseta pues, en comparación a su país, esto sigue siendo el trópico. Las paredes las decora imágenes de mujeres SoHo y chicas Águila al lado de la virgen y del infaltable divino niño Jesús; como purgándolas del pecado.

Nuestra mulas llegaron antes. Armamos las carpas con la instrucción de Rafa, Toño y Jorge (un tercer guía que nos acompañaba) unos 200 metros delante de la casa, pues no hay lugar entre los animales ni lo permite la verticalidad del lote donde se asienta la casa. Inflamos aislantes y cuadramos nuestros sleepings entre las carpas. Con poca luz y menos temperatura volvimos para que Gloria, señora y dueña de La Argentina, nos sirva caldo de papa y, en el mismo plato, arroz, maduro, lentejas y un pedacito de pollo. En montaña, la alimentación se invierte: la proteína deja de ser lo principal pues toma mucho tiempo en digerirse y, en cambio, son los los carbohidratos son la gasolina, son energía más inmediata para el frío y la resistencia física. Desde Bogotá los guías nos advirtieron que medirían nuestra oximetría todas las noches. Ante el riesgo de un edema de pulmón o una débil oxigenación no hay lugar a negociación de seguir subiendo: se quedan. Todos por encima de 80, seguimos. A oscuras, entramos a las carpas frías.

En la diminuta cocina, Gloria logra alimentar a todos los alpinistas que toman ese camino. “Eso viene mucho extranjero, de por allá lejos. Yo ni les entiendo”, nos va diciendo mientras sirve el chocolate caliente del desayuno, alternando las ollas viejas amontonadas entre los pocos fogones. No permite que nadie más que ella esté en su cuadrícula de movimiento.  “Hace más o menos cuatro años que esto se puso mejor, eso está bueno, ahora vienen más colombianos que antes, pero siempre son más los extranjeros”, nos cuenta. Hace aproximadamente esos mismos años empezó Colombia el proceso de paz que, entre otras cosas, ha logrado paulatinamente transformar las zonas invisitables para los colombianos en destinos atractivos, como este.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La Primavera

Montamos mulas, empezamos a caminar con el inútil sol que no calienta. Cada vez son más los frailejones que nos acompañan. Y el frío también. Vamos a paso uniforme para no distanciarnos tanto. Cada rato largo paramos a comer del mecato que llevamos en el morral. Almorzamos fajitas espichadas de jamón y queso durante ese y los cuatro siguientes. Los ascensos no son como los de ayer pero son más pronunciados. Las pantorrillas queman y se “empepan”, como dice Jorge agarrándolas con la mano como si estuviera sosteniendo una bola. Duele.  

Vemos vacas y sus mojones de excremento durante gran parte del camino. Sus rastros y presencia desentonan con el frágil ecosistema de páramo, tan escaso en el mundo y tan poco protegido en Colombia. La ganadería es una de las pujas más fuertes contra la protección de los parques naturales y de los páramos. La delimitación de estos inadmite la presencia humana –a menos que tenga permiso-, mucho menos asentamientos o desarrollo agropecuario. Esto, como lo vemos, no es tan fácil pues son muchísimas hectáreas de ganado que hace un largo tiempo representan la sostenibilidad de poblaciones aledañas. La política ambiental en Colombia ha sido muy débil para enfrentar esta amenaza pues una alternativa para los ganaderos, que sea ambientalmente responsable, no lo es social y económicamente.

Mientras andamos, Toño y Rafa nos cuentan sus experiencias, las buenas, las malas de sus tantas expediciones. Para ellos la montaña es un sujeto animado, con vida propia: “la montaña nos dirá”, “con ella no se juega”, “la montaña pone las reglas”.  Me llama la atención esa oda. Estoy a cuatro días de interiorizarla, entenderla y aplicarla. El verde es cada vez más gris. Entre la niebla a la bajísima temperatura y a instantes de diluviar, llegamos a nuestra posada que poco honor le hace a su nombre: La Primavera.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

A 3800 metros sobre el nivel del mar es Mabel la que atiende en su casa, un poco más robusta que La Argentina, de dos pisos y varios cuartos. Acá, como en La Argentina, su abastecimiento depende de sus con cerdos, gallinas, perros, gatos, mulas, caballos y vacas. Hay una pareja de franceses, un canadiense, un australiano, y otros. Europeos o gringos. Además de tener fuerte genio, Mabel les habla duro pues cree que así le entienden mejor. A todo el que llega, empapado por el aguacero del que nos salvamos, le entrega aguapanela a regañadientes. Me sorprende que el cartelito de menú colgando afuera de la cocina está en inglés y con precios en dólares. Ni en las playas de Cartagena, inundada de turistas, son en inglés y en dólares.

Escampó y salimos a ver como la cumbre del Nevado del Tolima se asoma entre las nubes y un arcoíris enmarca nuestra meta. Nos faltan dos días. Ver la imponencia del nevado da muchos nervios. Me cuestiono si seré capaz yo, si lo seremos todos.

No paran de llegar alpinistas a La Primavera. Alcanzamos a ser unos cuarenta o más. Nos pregunta un combo que cuántas otras cumbres habíamos hecho en Colombia. Me avergüenza responder que era mi primera cumbre en mi país de montañas.

Oximetría: todos bien. Decidimos sumar una persona por carpa para tolerar mejor el frío, lo que no aportaba a la, de por sí, incomodidad de dormir en el piso. Nos despierta el gallo a la madrugada. Abrimos la carpa para ver el nevado saludarnos con un fondo rosado intenso. Mabel está muy atareada sirviendo desayuno para tantos y demora nuestro arranque. “Ahora vienen muchos, cada vez más. Vea, ni doy abasto”, nos dice mientras nos apura para terminar el platado de huevo, arroz, pan y chocolate. Empacamos mecato, las fajitas, morral al hombro y arrancamos.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El Calvito

Cruzamos la frontera departamental del Quindío al Tolima y un letrero de madera nos informa que entramos en el Parque Natural Nacional Los Nevados. Pasamos por un espejo de laguna  que refleja la pendiente de frailejones que nos falta ascender. Es tan inclinado el camino y la dificultad de respirar por la altura, que cambiamos nuestro ritmo a pasitos cortos pero seguidos para no parar tanto ni perder el impulso. Un frailejón crece un centímetro por año, por lo que, haciendo cálculos, los que pasamos deben tener tantos años como Colombia. La montaña nos sonríe, con buen clima nos permite entrar a ella. Vamos en silencio, las risas e interminables conversaciones las silencia la subida de montaña. Un pequeño “hombro” de la montaña a 4300msnm es nuestro terreno de campamento: El Calvito. Aquí no hay ni casa, ni Mabel ni Gloria, ni muros que nos salvaguarden de los fuertes vientos ni del frío. Nos vestimos con todas las capas que traemos, estar sin guantes es insoportable.

 Montamos las carpas con dificultad, cada movimiento dispara el ritmo cardiaco. Cuatro de nosotros nos explican al resto cómo ajustar los crampones –una especie de dientes para morder la nieve y no resbalarse– a nuestras botas y cómo debemos usarlos con el piolets –un bastón con una punta de aguja y otra con garza– en la nieve. Ellos habían tomado un curso de alta montaña con Rafa y Toño antes, mientras el resto somos unos primíparos que entumidos les ponemos toda nuestra atención. Entendería al día siguiente lo indispensable que son estos equipos en el glaciar, pues ahí sólo lo valoro como dos pesos más a mi morral.

Nos metemos en las carpas para calentarnos, jugamos cartas, charlamos y comemos pasta hecha por los guías. Aún es un misterio cómo la preparan a esa altura sin infraestructura culinaria. De repente entra la celestial mano de Rafa por la puerta a medio abrir de la carpa con brownies y cucharas untadas de nutella. En la incomodidad, frío y cansancio que estamos, toda comida es un manjar: nos deleitamos despacio con esas calorías claves para subir la temperatura corporal y los ánimos. La oximetría de esta noche determina si todos seguiremos o si para alguno esta sería su única cumbre. Dos de nosotros – María y Nicolás- están por debajo de 80, si su oxigenación no sube mañana, bajan. El resto estamos bien.

Nerviosos organizamos  y reorganizamos nuestros morrales de asalto con todo lo necesario para el siguiente día. Definir qué ponerse, qué llevar y qué no llevar hace una significativa diferencia arriba; cada gramo de más la montaña lo multiplica por cuatro, y cada uno menos se paga con frío por no llevar suficientes capas o cegándonos por no llevar las gafas apropiadas. Dormimos, o hacemos el intento, pues con el frío y la ansiedad el sueño es inconciliable. Los mismos nervios nos despiertan. Obligados desayunamos granola con leche caliente y manzana, la altura y  la hora cierra el apetito. La oximetría de María y Nicolás amanece aún baja: su cumbre es el Calvito.  Estamos un poco atrasados para la montaña. Los guías nos apuran. Ella no espera, a nadie.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

A oscuras, en fila india, ascendemos entre los frailejones alumbrando nuestros pasos con las linternas frontales. Pronto empieza la montaña a empinarse. Llegamos a la morrena -la zona donde el glaciar raspó la tierra y quedó en arena. Es tan inclinado que no podemos subir en línea recta sino en zigzag. Las piernas queman, la fatiga angustia. Seguimos, paramos y aún no vemos “borde-nieve”, el comienzo del glaciar después de las lajas de piedra.

Va amaneciendo, pero no despeja. Se acaba la morrena y nos enfrentamos a las “lajas”, piedras gigantéscas antes del glaciar. Ahí sí, ahí sí que la montaña nos desafía y nos recuerda que es ella la que manda. Edificios de piedra, rociadas de nieve: impenetrables. Va liderando Toño pero no encuentra paso. El tiempo corre en contra nuestro. Jorge encuentra por otro lado un paso: una pared de más o menos ocho metros. Uno por uno va pasando pegados, literalmente, a las piedras. Escalamos con la reducida fuerza de nuestro brazos y pies. Mirar abajo da vértigo y mirar hacia arriba, también. “La montaña nos la está poniendo dura, chicos”, nos dijo Toño. Sofía, una de nosotros se queja de náuseas y debilidad desde la morrena. Le cuesta mantener el ritmo. Los demás la apoyamos y alentamos. Por fin, borde-nieve. Empieza a nevar. Apurados nos sentamos en las piedras heladas para, con dedos entumidos, lograr la difícil tarea de ponernos y asegurarnos los crampones en las botas y apretarnos los arneses en la cintura. Rafael aquí nos deja, baja al Calvito por María y Nicolás. Es la última oportunidad para decidir si seguir o bajar con él. El recurso más limitado e indispensable que tenemos son los guías. Es difícil, una vez ahí, con la nieve enfrente, respirando la cumbre, reconocer los propios límites. Ya sean físicos, mentales o emocionales. A pesar de la sugerencia de Toño y del complejo tramo que nos falta para la cumbre, Sofía decide seguir.

Toño y Jorge están afanados, angustiándonos a todos. La montaña es cada vez más hostil. Arranca la primera cordada con Toño guiando. Se desaparecen al minuto entre el blanco. La segunda empezamos unos minutos después con Jorge a la punta: “Gritan ‘alto’ si necesitan parar, ‘detención’ si alguno se resbala”. Es decir, nos podemos resbalar. Clavamos los crampones y el piolets en la nieve. Mientras ascendemos la nevada nos resiste más y más. “¡Alto!” Sofía grita con desesperación una y otra vez.  Es intolerable la suma de cansancio, las puyas de la nevada en la cara y las constantes paradas. Ya, rindamonos, hasta acá fue nuestra cumbre, no la logramos, pienso. Jorge decide, acelerado, hacer 10 pasos y parar unos segundos, pero no desistir. La tormenta y helaje vicia mi noción del tiempo y espacio.   Cruzamos con la primera cordada que van bajando rápido. “Están a cinco minutos, sienten la cumbre y en flash se devuelven, se están borrando las huellas”. ¡Cinco minutos! Ellos los lograron, tenemos que seguir. A punta de gritos de ánimo y jalando la cordada seguimos avanzando. Dejamos de ascender. Llegamos. La tormenta no nos deja ver nada, sólo a nosotros mismos y blanco, infinito blanco. Días de sufrimiento, riesgo, dolor físico y cansancio por estos segundos de gloria.

Cumbre. Nos abrazamos, lloramos. 5215msnm.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El descenso

Lo más duro de la montaña es bajar de ella. Estar inmerso en ese blanco genera una sensación de vacío e inmensidad difícil de describir. Con pasos lentos, muy lentos, vamos descendiendo del glaciar. La montaña nos reta por llegarle tarde. En una de las pendientes, Michell, una de nosotras, se resbala. Santiago, quién había tomado el curso de alta montaña, se lanza detrás de ella para pararla clavando el piolets en la nieve. Sí, así como en las películas. Yo tengo ganas de orinar desde la morrena, esperando que en algún momento saliera el sol. Ya no puedo aguantar más. O me bajo los pantalones y el arnés, le muestro la cola a todos mis compañeros o me hago pipí encima. Ante el nulo pudor y desespero de la situación decido lo primero, dejando una huella amarilla -signo de deshidratación- en la nieve.

Volvemos a borde-nieve, aún más entumidos que hacía unas horas nos quitamos los crampones de afán, los colgamos en los morrales y seguimos. Atravesar las lajas de piedra en bajada es muchísimo más complicado que en subida. El frío y cansancio disminuyen significativamente el equilibrio y la fuerza. Cualquier paso en falso puede significar una caída desafortunada. Aquí la única fuerza que vale es la mental. Nos resguardamos un momento del viento detrás de una enorme piedra, al vernos así de exhaustas las tres niñas lloramos. Es de los momentos de mayor vulnerabilidad, desesperación e impotencia que he vivido. Nos falta mucho aún, la nevada es ahora un punzante granizo. No hay otra salida que seguir. Secamos las lágrimas y continuamos dándole la espalda al viento.

Pasamos la morrena en zigzag, volvemos a los frailejones, al Calvito y seguimos bajando. No paramos ni siquiera a comer mecato. Sofía no podía sostenerse, había vomitando todo el camino. Paró de andar y se le blanquearon los ojos. Entre todos la cogimos, la tratamos de secar en vano y le embutimos maní y panela. Santiago la coje por debajo del brazo y la sostiene mientras ella anda por inercia. Yo pierdo el habla por el frío, mi mente está entumida, no pienso bien, no siento ni mis manos ni mis pies a pesar de estar en movimiento.

Ya en el valle de frailejones Simón, otro de nosotros, me entrega sus guantes y me amarra la bandera de Colombia, que iba a extender en la cumbre –imaginándome una soleada y despejada-, alrededor de mi torso intentando darme más calor. El resto del camino lo tengo borroso entre la lluvia que no dejó asomar al sol, que había sido tan fiel los últimos tres días, ni un minuto. Fueron las doce horas más extremas de mi existencia.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Destruidos, absolutamente emparamados y congelados llegamos a La Primavera. Me desplomo. Sé que entre mis compañeros me quitaron la ropa mojada y me metieron en un sleeping con termos de agua hirviendo. Le habían hecho lo mismo a Sofía minutos antes. Otros alpinistas, colombianos y extranjeros, nos socorren también. El temperamento templado de Mabel se ablanda al vernos así, nos calienta agua para los termos y con sorbitos de aguaépanela nos vamos recuperando. “Igh ¿todos uds hicieron cumbre hoy?¿Así con este clima?”, nos pregunta el hijo mayor de Mabel con asombro. “Sí, todos.” La cumbre es el trayecto en sí mismo, mucho más que esos segundos arriba.

Mabel nos deja dormir adentro esta noche, “No, no. Qué se van a poner a armar carpas pa’ toda esa gente bajo esa agua”. Ya comidos nos organizamos en cama franca con los sleepings en el piso. No podemos dejar de hablar por la adrenalina que aún tenemos. Para todos fue muy fuerte. Repetimos y repetimos cada experiencia individual. La montaña nos desafió ese día. Quedó irrefutable su soberanía ante nuestra humanidad. Nos puso al límite, nos recordó tanto de nuestra insignificancia frente a la naturaleza como también de nuestra fuerza humana.

El sol que nos había abandonado nos despierta hoy. Desayunamos, montamos las mulas por última vez, nos ponemos las botas empapadas y arrancamos el último tramo de nuestra travesía El camino está enlodado, es engorroso y desgastante. Pero con sol y de regreso. Logramos el Tolimatrón, ya qué importa ensuciárnos. El camino es eterno pues nos impacienta las ansias de terminar. Hasta que dejamos de ser los únicos entre la naturaleza,  nos estamos acercando al Valle del Cocora. Llegamos donde habíamos dejado hace 5 días los carros parqueados. Embarrados, malolientes, pero con una cumbre encima y un lazo invisible entre nosotros que nos ató la montaña.