Antes de volverme feminista, yo también odiaba a las mujeres. Hinchaba mi pecho con orgullo cuando contaba cuántos amigos machos tenía y hacía muecas de desagrado cada vez que alguien hablaba de temas de mujeres, temas frívolos, que estaban por encima de mi inteligencia. Me sentía empoderada. Yo no era como las otras. Yo no era como esas.
Ahora recuerdo con vergüenza la manera aparentemente articulada con la que hablaba sobre salud reproductiva. Esas mujeres que querían ser madres eran unas brutas que no habían entendido nada. En mi fantasía de-generada (es decir, en ese imaginario en donde yo estaba desprovista de género), pensaba que si alguna vez llegase a quedar embarazada, abortaría, y que ese aborto sería el equivalente a una mutilación leve, como cortarme las uñas o despuntarme el pelo. Yo estaba empoderada, pensaba, porque era capaz de hablar del tabú. Estaba empoderada porque era como los varones: hablaba de sexo, comentaba burlonamente el cuerpo de las otras y me sentía capaz de cátedra sobre métodos anticonceptivos. Las otras mujeres eran carne, mientras que yo era cerebro. Y mi inteligencia y lucidez eran tan inmensas que ellos hablaban conmigo como si yo fuera un hombre. Me sentía reconocida. Pensaba que era más como ellos.
Solo fue hasta que me hice feminista que entendí que detrás de mi impostura, de esa negación de mi propio género disfrazado de empoderamiento, se escondía un profundo odio hacia las mujeres. Un profundo odio hacia mí misma.
Al hablar de esas mujeres y lo que es mejor para ellas, Palacios cae en la misma falacia en la que caen los hombres que han regulado el aborto y los derechos reproductivos.
Se han hecho múltiples llamados de alerta frente a la columna que Claudia Palacios publicó en El Tiempo. Paren de parir, pide la periodista, de manera deslenguada, a las mujeres venezolanas que migran al territorio colombiano. Desde el lugar de quien realiza una maestría de género, de quien ha tenido los micrófonos abiertos de los medios de comunicación hegemónicos del país, desde el lugar de quien se reconoce como una mujer empoderada, Palacios utiliza cifras para argumentar que es necesario que esas mujeres dejen de tener hijos. Yo, quien alguna vez también hablé de esas mujeres y de sus cuerpos, como si el privilegio de haber accedido a un sistema educativo pudiera darme la potestad de hablar sobre las otras, puedo ser benevolente y suponer que, como ella misma lo dijo en Twitter, confundió los conceptos de control de natalidad y de planificación familiar. No me detendré en lo peligroso que puede llegar a ser difundir este error conceptual en el periódico más leído del país, ni en la manera en la que tanto ella como sus editores toman ideas de regímenes totalitarios a la ligera, aunque sí valdría la pena mencionar que esa confusión muestra que Palacios no es tan letrada en temas de salud reproductiva como intenta serlo en su desafortunado texto. Me interesa más hablar sobre lo que hay detrás de ese aparente lapsus y de ese tren de pensamiento que le permite dirigirse a las otras, a esas, y pontificar sobre sus cuerpos.
Al hablar de esas mujeres y lo que es mejor para ellas, Palacios cae en la misma falacia en la que caen los hombres que han regulado el aborto y los derechos reproductivos. Al dirigirse desde un lugar de superioridad, trata a las mujeres migrantes como sujetos sin agencia. Es Palacios quien sabe lo que es mejor para ellas, ignorando que ese lugar de empoderamiento del que habla es un lugar que niega las fuerzas políticas y económicas que han llevado a las mujeres a desplazarse. Palacios cree que está empoderando a esas mujeres hablándoles sobre “control de natalidad” (sic), cuando lo que realmente sucede en su discurso es que está ignorando algo que sabemos: en temas de salud reproductiva, todas las mujeres nos enfrentamos a un marisma de desinformación, acceso limitado y siglos y siglos de educación religiosa que promueve la reproducción como única vía posible para realizarse.
Bajo la lógica Paren de parir, Palacios no solo trata a las mujeres migrantes como menores de edad mentales, sino que les pone todo el peso de la responsabilidad reproductiva a ellas, desconociendo no solo a sus parejas, sino la labor del Estado de permitir el acceso a métodos de anticoncepción y educación sexual. En una cultura en donde las cifras de madres solteras y adolescentes son avasalladoras, ni hablar de las cifras de violencia sexual, Palacios pareciera increparlas por no “aguantarse el gustico”, negando la realidad de miles de mujeres dentro de nuestro territorio. Como si se tratara de un perverso juego de cajas chinas, la columna de Palacios pide planificación familiar desconociendo las precarias políticas de salud reproductiva, reemplaza el conocimiento de la realidad de las mujeres migrantes por un uso de cifras que no dicen mucho, y disfraza un discurso misógino bajo el mandato del empoderamiento de la libertad sexual. Se trata de un texto que desconoce tanto el cuerpo como el deseo de las mujeres migrantes. La lógica Paren de parir no admite empatía alguna.
Pareciera que para Palacios lo importante fuera resaltar la posibilidad que tienen algunas mujeres privilegiadas de ser como los varones para, desde ese lugar, reprender a las mujeres que no juegan el mismo juego.
Pienso, reitero y emito la antipática palabra “empoderamiento”, porque antes de que saliera la columna, Palacios hizo públicas entrevistas con Noemí Sanín y Marta Lucía Ramírez, dentro del marco de un libro que está escribiendo sobre 45 mujeres — entre líderes y activistas— que empoderan a otras mujeres. Y en medio de esas mujeres se incluyen Sanín y Ramírez. Y pienso que no es una ligereza que precisamente haya escogido a esas dos políticas como ejemplos de empoderamiento femenino en Colombia. Tanto Sanín como Ramírez han hecho parte de gobiernos conservadores que han dejado de lado políticas que permitan a las mujeres tener una vida más digna. Sin embargo, son consideradas como ejemplos a seguir porque han logrado un lugar dentro un espacio que, hasta entrada la década de los ochenta, era netamente masculino en Colombia. Podría decirse que Sanín y Ramírez han también caído en el juego perverso de borrar su género como medio para hacerse un lugar entre los hombres. Se trata de mujeres empoderadas, en tanto han pertenecido a círculos de poder, pero no de mujeres feministas. Jamás han considerado que sus cargos les pueden permitir generar políticas de inclusión que protejan a mujeres en situaciones vulnerables.
Que Claudia Palacios decida que Noemí Sanín y Marta Lucía Ramírez sean sus interlocutoras revela una viciada idea del empoderamiento. Pareciera que para Palacios lo importante no fuera pensar en políticas públicas que ponen a las mujeres en el centro o entrevistar a mujeres que han empujado leyes que buscan detener la precarización del trabajo doméstico o permitir acceso al derecho del aborto, sino resaltar la posibilidad que tienen algunas mujeres privilegiadas de ser como los varones para, desde ese lugar, reprender a las mujeres que no juegan el mismo juego.
Porque ese discurso de empoderamiento es un discurso tramposo que busca proteger a quienes se encuentran en el poder. Pedir a las mujeres migrantes que dejen de parir, exime de responsabilidad a un Estado que, en manos de mujeres “empoderadas” como Ramírez y Sanín, no ha movido un dedo por unas políticas reproductivas más justas. Además, es emitido por un sujeto que cuenta con el privilegio de la distancia y el desconocimiento. Se trata de un discurso misógino que cree usar los mismos conceptos del feminismo para hablarle a esas mujeres como si fueran sujetos incapaces de ejercer libremente su ciudadanía y de reclamar sus derechos.
Un caballo de Troya que se disfraza de condescendencia y que olvida la empatía.